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Montes estaba contento. Las imágenes de la cámara de seguridad mostraban cómo un funcionario se había acercado a la celda y había deslizado a través del portillo algo que resultaba inapreciable en la imagen, pero que podría ser lo que Berasategui había utilizado para causarse la muerte. El funcionario ya había terminado su turno y la patrulla que mandaron a su casa no había logrado encontrarlo, seguramente ya estaba en Francia o en Portugal, pero, aun así, la idea de que aquel cabrón de Berasategui estuviese muerto le alegraba el día, y además no le hacía sentirse mal en absoluto.

Se inclinó hacia adelante para encender la radio del coche y, al hacerlo, la dirección se desvió un poco pisando con los neumáticos las bandas sonoras de la calzada.

—¡Cuidado! —avisó Zabalza, que iba a su lado y se había mostrado bastante silencioso durante todo el viaje. Cabreado, supuso Montes, porque no le dejaba conducir, ¡pero qué hostias! Ningún niñato iba a conducir mientras el inspector Montes fuese en el vehículo. Lo miró de lado y sonrió.

—Cálmate, que vas más tenso que los huevos de un adolescente —bromeó, y le hizo tanta gracia el chiste que él mismo se rió, hasta que vio que Zabalza seguía irritado.

—Pero ¿se puede saber qué te pasa?

—Es que me saca de quicio…

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? La poli estrella de los cojones.

—¡Cuidado, chaval! —avisó Montes.

—¿Es que usted no la ha visto con ese aire místico? Cómo se para ante el cadáver mirándolo como si le diese lástima y el modo que tiene de decir las cosas, haciendo callar a todo el mundo como dictando sentencia. ¿Ha visto cómo ha explicado que el muerto había llorado? Joder, todos los cadáveres lloran, se mean… Los fluidos salen del cuerpo por todas partes, es normal.

—Éste no se había meado… Imagino que tuvo cuidado de no beber nada para que no le encontrásemos con los pantalones mojados, y la cantidad de lágrimas era enorme, se ve que el tío estaba realmente apenado por su propia muerte.

—Chorradas —contestó despectivo Zabalza.

—De chorradas, nada. Tú lo que tienes que hacer es estar atento, igual hasta aprendes algo.

—¿De quién? ¿De esa payasa?

Fermín detuvo el coche en el arcén. Los cuerpos de ambos se proyectaron un poco hacia adelante debido a la inercia del frenazo.

—¿Qué pasa? —exclamó alarmado el subinspector.

—Lo que pasa es que no quiero volver a oírte hablar así de la inspectora: es tu jefa y es una policía excepcional y una compañera leal.

—¡Joder, Fermín! —bromeó Zabalza—. No te pongas así, que lo de poli estrella te lo oí primero a ti.

Fermín le miró de hito en hito y volvió a arrancar el coche.

—Tienes razón, y estaba equivocado. Rectificar es de sabios, ¿no? Aunque te lo advierto, si tienes problemas habla conmigo, pero que no te vuelva a oír —dijo incorporando el vehículo de nuevo a la calzada.

—Yo no tengo problemas —murmuró Zabalza.

Cuando Amaia salió de la celda, vio que el director de la prisión se había alejado unos metros por el pasillo para poder hablar con el juez Markina, cuya voz, que le llegaba en susurros, le trajo vívida la evocación del sueño de la noche anterior. Haciendo un esfuerzo, se impuso a sus sensaciones e intentó concentrarse en las escuetas explicaciones que daría antes de salir huyendo de allí. Pero ya era tarde; el murmullo de las palabras que no llegaba a entender debido a la distancia la atraparon en un camino de ida y vuelta en el que se vio observando el modo en que Markina movía las manos o se tocaba el rostro mientras hablaba, cómo los vaqueros se ceñían a su cintura o el infinito color azul de su camisa, que le daban el aspecto de ser muy joven, y se encontró preguntándose cuántos años tendría y pensando que, aunque era curioso, no lo sabía. Esperó al doctor San Martín y se unió a ellos. Informó brevemente tratando de no mirar a Markina y procurando que no se notase que lo evitaba.

—¿Les espero para la autopsia, inspectora? —preguntó San Martín, haciendo un gesto que englobaba también al subinspector Etxaide.

—Empiece sin mí, doctor, me uniré a usted más tarde. Quizá quieras ir tú, Jonan, yo tengo algo que hacer primero —le comentó evasiva.

—¿Hoy también se va a casa, jefa? —contestó él.

Ella sonrió admirada por su perspicacia.

—Está bien, subinspector Etxaide, ¿quiere acompañarme?