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Habían pasado la tarde en un centro comercial de la carretera de Francia con el pretexto de comprar ropa para Ibai y huyendo del frío que había traído la niebla, que fue volviéndose más densa con la caída de la noche y que apenas les permitió ver la otra orilla del río cuando salieron de casa para ir a cenar. Santxotena estaba bastante animado, desde el comedor grande llegaba el murmullo de risas y conversaciones que les envolvieron en cuanto cruzaron sus puertas. Ellos siempre pedían una mesa junto a la cocina, que estaba abierta al comedor, con lo que podían observar el ordenado trajín de tres generaciones de mujeres que se movían por la estancia sin molestarse, como si hubieran ensayado mil veces una coreografía de corte victoriano refrendada por los impolutos delantales blancos que llevaban sobre el uniforme negro.

Eligieron el vino y durante unos minutos se dedicaron tan sólo a disfrutar del ambiente del local. No habían vuelto a hablar del tema del funeral y durante la tarde habían soslayado enfrentarse a la tensión que se respiraba entre ambos, pues sabían que había una conversación pendiente y que, por un acuerdo tácito y silencioso, la habían aplazado hasta estar solos.

—¿Cómo va la investigación? —preguntó James.

Le miró indecisa unos segundos. Desde que era policía había aplicado la norma de no hablar de los pormenores de su trabajo en casa. Ellos sabían que no debían preguntar, y ella aplicaba la regla sin excepción. De ninguna manera quería hablar con James de las partes oscuras del día a día, así como también sentía que había zonas de su pasado que, aunque James ya conocía, era mejor no comentar. De algún modo siempre había sabido que todo lo que tenía que ver con su infancia debía ser silenciado, y de forma inconsciente lo había mantenido oculto bajo una falsa apariencia de normalidad durante años. Cuando los diques que habían contenido aquel horror se habían roto hasta arrastrarla casi a la locura, la sinceridad con su marido había sido la brecha en el muro del miedo que había permitido que la luz entrara a raudales, creando un lugar de encuentro entre ambos. Un lugar que consiguió traerla de vuelta a un mundo donde los viejos vampiros no podían alcanzarla mientras mantuviera alta la guardia.

Pero, lo había sabido siempre: el miedo no se va, no desaparece, sólo se retira unos pasos atrás hasta un lugar húmedo y oscuro, y se queda ahí, esperando, reducido a poco más que un pequeño LED rojo que puedes ver aunque no quieras, aunque lo niegues, porque de otra forma no se puede vivir. Y sabía también que el miedo es propiedad privada, que la sinceridad que te permite ponerle nombre y mostrarlo no es suficiente para desligarte de él, ni siquiera para compartirlo. Había creído que el amor lo podía todo, que abrir la puerta que le permitió mostrarse ante él con toda la carga de su pasado sería suficiente.

Ahora, sentada ante James, seguía viendo al chico guapo del que se había enamorado, al artista confiado y optimista al que nadie había intentado matar jamás, y su modo sencillo y algo infantil de contemplar las cosas, que lo llevaba a mantenerse en una línea segura, donde la mezquindad del mundo no podía alcanzarle, y a creer que si se pasa página, si se entierra el pasado o si durante meses se le cuenta a un psiquiatra que tu madre quería comerte, uno puede «curarse» del miedo, vivir en un mundo de prados verdes y cielos azules sostenidos con la simple voluntad de que así sea. La convicción de que la felicidad es una decisión le resultaba tan ilusa que apenas podía imaginar cómo plantearle su opinión sin que pareciera insultante. Sabía que James no quería saber, que cuando preguntaba qué tal iba todo en el trabajo no pretendía recibir una explicación de cómo había interrogado a un psicópata sobre el paradero de su madre o del cadáver de su hermana desaparecida.

Sonrió antes de contestar porque lo amaba, porque aquel modo de ver el mundo seguía fascinándola y porque sabía que amar también es esforzarse en amar.

—Bastante avanzada, creo que en un par de días cerraremos el caso —respondió.

—Hoy he estado hablando con mi padre —explicó él—. Últimamente no se ha sentido muy bien de salud. Mi madre insistió en que se hiciera un chequeo a fondo y han encontrado una lesión en su corazón.

—¡Oh, James! ¿Es grave?

—No, incluso mi madre está tranquila. Ella misma me lo ha explicado: sufre una fase inicial de arteriosclerosis y se le está produciendo una obstrucción en la coronaria; para solucionarlo tienen que colocarle un by-pass, que es una cirugía programada y casi casi preventiva para evitar que sufra un infarto en el futuro. Eso sí, tendrá que dejar de trabajar ya. Hace tiempo que mi madre le presionaba para que cediese de una vez la dirección activa de la empresa, pero a él le encanta estar ocupado y mientras se ha sentido bien lo ha ido postergando, ahora será definitivo. Casi te diría que mi madre se alegra; ya me ha hablado de un par de viajes que quiere hacer con él en cuanto esté recuperado de la operación.

—Espero que todo salga bien, James, y me alegra ver que todos os lo estáis tomando así. ¿Cuándo tienen previsto operarle?

—El próximo lunes. Por eso te preguntaba cómo andabas de trabajo. Mis padres no ven a Ibai desde el bautizo y había pensado que el niño y tú podríais acompañarme.

—Bueno…

—Creo que podríamos irnos después del funeral. Tu hermana se ha pasado por casa por la mañana y nos ha dicho que seguramente será el viernes, mañana nos lo confirma. Estaríamos allí sólo cuatro días y no creo que suponga un problema que te cojas vacaciones en esta época del año.

Demasiadas cosas pendientes, demasiadas cosas por ordenar. Era cierto que la investigación oficial se cerraría en unos días, pero estaba el otro tema; ni siquiera estaba segura de la conveniencia de acudir a los cursos en Quantico, aún no había recibido confirmación del comisario y no había querido decirle nada a James.

—No lo sé, James… Tendría que pensarlo.

La sonrisa se le congeló en su rostro.

—Amaia, esto es importante para mí —añadió muy serio.

Ella captó el mensaje de inmediato. Ya se lo había dejado entrever el día anterior. Tenía necesidades, tenía proyectos, reclamaba un lugar en su vida. Acudió a su mente la imagen de los montones de material de obra inmovilizados frente a Juanitaenea y la voz de Yáñez diciendo: «Una casa no es un hogar».

Estiró su mano sobre la mesa hasta tocar la de él.

—Claro, para mí también —dijo, intentando sonreír—. Mañana mismo cursaré la solicitud. Como dices, no creo que pongan pegas, nadie pide vacaciones en invierno.

—Genial —respondió festivo él—. Ya he mirado billetes, en cuanto tengas la confirmación, los compro.

Pasó el resto de la cena planeando el viaje entusiasmado con la idea de llevar a Ibai a Estados Unidos por primera vez. Ella le escuchó.