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El doctor Berasategui continuaba conservando el aplomo y la firmeza en el gesto propios de un reputado psiquiatra, y su aspecto seguía siendo cuidado y pulcro; cuando entrelazó las manos sobre la mesa, Amaia observó que aún lucía una cuidada manicura. No sonrió, la saludó con un educado buenos días y permaneció en silencio esperando a que ella hablase.

—Doctor Berasategui, tengo que admitir que ha sido toda una sorpresa que aceptase verme. Supongo que la rutina carcelaria debe de resultar realmente penosa para un hombre como usted.

—No sé a qué se refiere. —Su respuesta pareció honesta.

—Doctor, no tiene por qué disimular conmigo. En el último mes he leído su correo, he visitado en repetidas ocasiones su casa y, como ya sabe, he tenido oportunidad de conocer sus gustos culinarios… —Él sonrió levemente ante la última mención—. Sólo por eso, su vida aquí ya debe de resultar insoportable, vulgar y aburrida, y no es nada comparado con lo que tiene que suponer para usted no poder ejercer su afición favorita.

—No me subestime, inspectora, entre mis muchas habilidades también se encuentra la de la adaptación. Créame, este centro penitenciario no dista mucho de un internado en Suiza para chicos díscolos. Cuando se ha vivido eso, se está preparado para todo.

Amaia le miró en silencio durante unos segundos antes de volver a hablar.

—Que es usted un hombre hábil me consta, hábil, seguro y capaz; debe serlo por fuerza para haber conseguido someter a todos esos desgraciados que cargaron con sus crímenes por usted.

Él sonrió abiertamente por primera vez.

—Se equivoca, inspectora, nunca fue mi intención que firmaran mi obra, sólo que la representaran. Yo soy una especie de director de escena —aclaró.

—Sí, y con un ego del tamaño de Pamplona… Por eso hay algo que no me cuadra, algo que quiero que me explique: ¿por qué una mente brillante y poderosa como la suya terminó obedeciendo órdenes de una anciana senil?

—No fue así.

—¿Ah, no? Pues yo vi las imágenes de las cámaras de la clínica y a usted se le veía bastante sumiso.

Utilizó ex profeso la palabra «sumiso», sabiendo que le ofendería como el peor de los insultos. Berasategui se pasó suavemente los dedos por los labios apretados, en un gesto inconfundible de contención verbal.

—Así que una pobre mujer enferma planeó su fuga de una prestigiosa clínica y convenció a un eminente psiquiatra y a un brillante, ¿cómo ha dicho?, sí, director de escena, de que fuera su cómplice en un chapucero plan de fuga que acabó con una arrastrada por el río y el otro entre rejas. Permítame decirle que esta vez no ha estado a la altura.

—Está completamente equivocada —se jactó—, todo salió como esperaba.

—¿Todo?

—Excepto la sorpresa del crío, pero eso no era asunto mío; de haberlo controlado yo, lo habría sabido.

Berasategui parecía haber recobrado de nuevo su habitual seguridad. Amaia sonrió.

—Ayer visité a su padre.

Berasategui respiró profundo llenando sus pulmones y después dejó escapar el aire lentamente. Aquello le molestaba.

—¿No va a preguntarme por él? ¿No le interesa saber cómo está? No, claro que no. Sólo es un viejo al que utilizó para que localizase las tumbas de los mairus de mi familia.

Él permaneció impasible.

—Entre los huesos que abandonaron en la iglesia había unos distintos, y ese patán de Garrido no habría sabido de ninguna manera dónde encontrarlos; nadie lo habría sabido, excepto alguien que hubiese hablado con Rosario, porque sólo ella podía tener esa información. ¿Dónde está ese cuerpo, doctor Berasategui? ¿Dónde está esa tumba?

Él ladeó la cabeza y compuso un atisbo de sonrisa autosuficiente que denotaba cuánto le divertía todo aquello.

Amaia borró su sonrisa con la siguiente frase:

—Su padre se mostró bastante más hablador que usted, me contó que jamás se quedaba a pasar la noche allí, que lo hacía en un hotel, pero lo hemos comprobado y sabemos que no es así. Voy a decirle lo que creo. Creo que tiene otra casa en Baztán, un piso franco, un lugar seguro donde guardar esas cosas que nadie puede ver, esas de las que no se puede desprender, el lugar adonde llevó a mi madre aquella noche, el lugar donde se cambió de ropa y el lugar al que seguramente regresó cuando salió de la cueva dejándole tirado.

—No sé de qué me está hablando.

—Le hablo de que Rosario no se cambió en la casa de su padre, y tampoco lo hizo en su coche, y que hay un tiempo muerto entre la salida del hospital y su visita a la casa de mi tía, un tiempo en el que usted nos tuvo bien entretenidos con los souvenirs de su piso, un tiempo en que tuvieron que ir a alguna parte. Y no fue a casa de su padre. Doctor, ¿de verdad pretende hacerme creer que un hombre como usted no tenía prevista esa contingencia?, no insulte a mi inteligencia pretendiendo que crea que obró como un tonto sin un plan…

Esta vez tuvo que contener su boca con ambas manos para sujetar el impulso de hablar.

—¿Dónde está la casa? ¿Dónde está el lugar al que la llevó? Está viva, ¿verdad?

—¿Usted qué cree? —contestó sorpresivamente.

—Creo que usted había preparado un plan de huida, y creo que ella lo siguió.

—Me gusta usted, inspectora. Es una mujer inteligente, hay que serlo para valorar la inteligencia. Tiene razón, hay cosas que echo de menos aquí, sobre todo tener una interesante conversación con alguien que tenga un coeficiente superior a ochenta y cinco —dijo haciendo un gesto displicente hacia los funcionarios que custodiaban la puerta—. Y sólo por eso voy a hacerle un regalo. —Se inclinó hacia adelante para hablarle al oído. Amaia no se alarmó, aunque le pareció curioso que los funcionarios no le reprendiesen—. Escuche bien, inspectora, porque es un mensaje de su madre.

Ella reaccionó alarmada, pero ya era tarde. Él estaba muy cerca, podía oler su loción de afeitado. La sujetó fuertemente por la nuca y llegó a sentir cómo sus labios rozaban su oreja: «Duerme con un ojo abierto, pequeña zorra, porque la ama te comerá tarde o temprano». Amaia aprisionó su muñeca para obligarle a soltarla y retrocedió a trompicones derribando la silla en la que se había sentado. Berasategui volvió a ocupar su lugar mientras se masajeaba la muñeca.

—No mate al mensajero, inspectora —dijo sonriendo.

Ella siguió retrocediendo hasta la puerta y miró alarmada a los funcionarios, que permanecían impasibles.

—¡Abran la puerta!

Los hombres continuaron en su sitio observándola en silencio.

—¿No me han oído? ¡Abran la puerta, el recluso me ha atacado!

Loca de miedo, se dirigió al hombre que estaba más cerca y se colocó a su lado; habló tan cerca de su rostro que pequeñas partículas de saliva salpicaron su cara.

—¡Abra la puerta, maldito cabrón, abra la puerta o le juro por Dios que…! —El funcionario la ignoró y dirigió su mirada a Berasategui, que con un displicente gesto de cabeza le autorizó. Los funcionarios abrieron la puerta y sonrieron a Amaia mientras le franqueaban el paso.