De camino a la comisaría, tres nuevas llamadas de Ros se sumaron a las anteriores. Apenas pudo contener su impaciencia por llamarla, pero no lo hizo pues presentía que aquel apremio inusual en su hermana era el preludio de una conversación a gritos que no le apetecía mantener ante sus compañeros. En cuanto estuvo sentada en su coche, la llamó. Ros respondió con susurros y como si hubiera esperado la llamada sosteniendo el teléfono en la mano.
—Oh, Amaia, ¿puedes venir?
—Sí, ¿qué pasa, Ros?
—Mejor ven y lo ves tú misma.
Saludó a los operarios que trabajaban en la parte delantera y se dirigió al despacho. Ros permanecía en pie frente a la puerta imposibilitándole ver el interior.
—Ros, ¿me quieres decir qué pasa?
Cuando su hermana se volvió tenía el rostro ceniciento y enseguida supo por qué.
—¡Vaya, la caballería! —fue el saludo de Flora al verla.
Amaia disimuló la sorpresa y, tras besar brevemente a Ros, se acercó a su otra hermana.
—No sabíamos que venías, Flora. ¿Cómo estás?
—Bueno, todo lo bien que se puede estar, dadas las circunstancias…
Amaia la miró sin entender.
—Nuestra madre ha muerto hace un mes y de un modo horrible, ¿es que soy la única que se ha dado cuenta? —repuso con sarcasmo.
Amaia se volvió hacia Ros y sonrió antes de contestar.
—Claro, Flora, es sabido mundialmente que tú tienes un índice de sensibilidad superior a la media.
Flora asumió el golpe con una sonrisa torcida y se desplazó hasta situarse detrás del despacho. Ros permanecía inmóvil en el mismo lugar. Con las manos a los lados del cuerpo, era la imagen del desamparo; sólo en sus ojos brillaba una especie de furia contenida que comenzaba también a tensar su boca.
—¿Te quedarás mucho, Flora? —preguntó Amaia—. Imagino que con los rodajes de tu programa no tendrás mucho tiempo.
Flora se sentó tras la mesa y ajustó el sillón a su medida antes de responder.
—Es cierto, tengo mucho trabajo, pero dadas las circunstancias… Tenía intención de tomarme unos días —dijo mientras ordenaba de nuevo el escritorio. Ros apretó aún más la boca y Flora lo vio.
»… Aunque quizá decida prolongarlo algo más —comentó de modo distraído mientras con el pie empujaba la papelera colocándola junto a la mesa y tirando al interior los pósit de colores, un cubilete con dibujos de florecitas y dos o tres bolígrafos con pompones que eran inequívocamente de Ros.
—Oh, eso sería perfecto. La tía estará contenta de verte cuando pases luego por casa. Pero, Flora, si piensas venir al obrador, avisa primero. Ros tiene mucho trabajo, ha conseguido al fin aquel contrato con los supermercados franceses que tanto se te resistió y no tiene tiempo para perderlo reordenando lo que desordenas a tu paso —dijo inclinándose sobre la papelera y depositando de nuevo los objetos sobre la mesa.
—Los Martinié —susurró Flora con amargura.
—Oui —respondió Amaia sonriendo como si fuese muy divertido.
El rostro de Flora reflejaba la humillación que para ella suponía, pero aun así no se rindió.
—Yo hice todo el trabajo de aproximación y los contactos, más de un año persiguiéndoles…
—Pues en la primera reunión con Ros cerraron el acuerdo —respondió Amaia festiva.
Flora contemplaba fijamente a Ros, que como para apartarse de la influencia de su mirada se acercó a la cafetera y comenzó a preparar las tazas.
—¿Tomaréis café? —casi susurró.
—Yo sí —contestó Amaia sin dejar de mirar a Flora.
—Yo no —contestó ella—. No quiero entretener más tiempo a Ros ahora que le va tan bien —dijo poniéndose en pie—. Sólo quería contaros que venía a preparar el funeral de la ama.
La noticia desconcertó a Amaia. La posibilidad de un funeral ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
—Pero… —comenzó.
—Sí, ya sé que no es oficial y que todas querríamos pensar que de algún modo logró salir del río y está a salvo, pero lo cierto es que eso es poco probable —dijo mirando a los ojos de Amaia—. He hablado con el juez de Pamplona que lleva el caso y está de acuerdo en que celebrar el funeral es pertinente.
—¿Llamaste al juez?
—Él me llamo a mí, un hombre encantador, por cierto.
—Ya, pero…
—Pero ¿qué? —la apremió Flora.
—Pues… —Tragó saliva antes de hablar y la voz le salió rara—: que no podemos estar seguros de que muriese hasta que no aparezca el cuerpo.
—¡Por Dios, Amaia! Una mujer mayor que estuvo inmovilizada tanto tiempo no tenía ninguna posibilidad en el río; tú viste la ropa que recuperaron del agua.
—No sé… De cualquier modo no estaría oficialmente muerta.
—Yo creo que es buena idea —interrumpió Ros.
Amaia la miró sorprendida por su actitud.
—Sí, Amaia, creo que lo mejor es pasar página, hacer un funeral por el alma de la ama y cerrar este capítulo de una vez.
—Es que no puedo, no creo que esté muerta.
—¡Por Dios, Amaia! —chilló Flora—. ¿Y dónde está? ¿Dónde se supone que podría estar? ¿Adónde podría ir en medio del bosque y de la noche? —Bajó el tono antes de añadir—: El río la arrastró, Amaia, nuestra madre murió en el río, está muerta.
Amaia apretó los labios y cerró los ojos.
—Flora, si necesitas ayuda con los preparativos, dímelo —se ofreció Ros.
Flora no contestó, tomó su bolso y se dirigió a la salida.
—Ya os comunicaré día y hora cuando lo sepa.
Las dos hermanas quedaron en silencio tras la partida de Flora sorbiendo los cafés en un acto íntimo y pacificador, suficiente para contrarrestar la energía que como una tormenta eléctrica había quedado flotando en el aire. Por fin, fue Ros la que habló.
—Está muerta, Amaia.
Suspiró profundamente.
—No lo sé…
—¿No lo sabes o aún no has admitido que es así?
Amaia la miró.
—Llevas toda la vida huyendo de ella y te has acostumbrado a que sea así, a vivir con la amenaza y la certeza de que ella estaba en algún lugar y no te había olvidado. Sé lo mucho que has sufrido, pero ahora es pasado, Amaia, por fin es pasado. La ama está muerta y, Dios me perdone, no lo lamento. Sé cuánto dolor te causó y lo que estuvo a punto de hacerle a Ibai, pero se ha acabado. Yo también vi el abrigo, empapado como estaba, pesaba como plomo, nadie habría podido sobrevivir en el río en plena noche. Razónalo, está muerta.
Aparcó frente a la casa de Engrasi y, sentada en el coche, se recreó en la luz dorada que iluminaba las ventanas desde el interior como si un sol pequeño o un hogar perpetuo ardiesen en el corazón de aquel lugar. Miró al cielo entre nubes, comenzaba a anochecer. Durante todo el día había sido necesario tener las luces encendidas en el interior de la casa, pero era ahora cuando la oscuridad fuera se hacía evidente, cuando aparecía en todo su esplendor. Recordaba que, en ocasiones, cuando era pequeña y su tía la mandaba a tirar la basura, se entretenía sentándose en el murete del río para observar la fachada de la casa encendida, y cuando la tía la llamaba y por fin entraba con las manos y el rostro fríos, la sensación de volver al hogar era tan grata que convirtió aquel juego en una costumbre, una especie de rito taoísta con el que prolongar el placer de regresar. Últimamente había dejado de hacerlo; la urgencia le arrebataba en cuanto llegaba a la puerta y el deseo de volver a ver a Ibai le hacía precipitarse al interior con la ilusión de verlo, tocarlo, besarlo, y recuperar aquel hermoso e íntimo juego le hizo pensar en el modo casi enfermizo en que seguía aferrándose a aquellas cosas, las cosas que le habían salvado la vida, las cosas que habían preservado su cordura, pero que quizá ahora había que dejar definitivamente en el pasado. Bajó del coche y entró en la casa.
Sin siquiera quitarse el abrigo entró en el salón, donde la tía recogía la baraja y los tantos de su habitual partida de cartas con la alegre pandilla. James sostenía distraídamente un libro, que no leía, mientras vigilaba a Ibai, que reposaba en una hamaquita colocada encima del sofá. Amaia se sentó junto a James y tomándole de la mano le dijo:
—Lo siento, de verdad, las cosas se han complicado y no he podido llegar antes.
—No importa —dijo sin gran convencimiento mientras se inclinaba para besarla.
Sólo entonces se despojó del abrigo, que arrojó sobre el respaldo del sofá, y tomó a Ibai en brazos.
—La ama ha estado todo el día por ahí y te ha echado mucho de menos, ¿y tú a mí? —susurró abrazando al bebé, que respondió agarrándose con fuerza a su cabello y tirando dolorosamente de él—. Supongo que ya os habréis enterado de lo que ha ocurrido en el tanatorio esta mañana…
—Sí, las chicas nos lo han contado. Es una terrible desgracia lo que le ha ocurrido a esa familia, yo los conozco de toda la vida y son buenas personas, y perder a un bebé así… —dijo la tía acercándose para poner su mano sobre la cabecita de Ibai—, no quiero ni pensarlo.
—Es normal que el padre se haya vuelto loco de dolor. Yo no sé cómo reaccionaría —razonó James.
—Bueno, de momento es una investigación abierta, y no puedo hablar de ello, pero de todos modos eso no ha sido lo único que me ha entretenido esta tarde. Ya veo que no se ha pasado por aquí, si no, me lo habríais dicho en cuanto he llegado.
Ambos la miraron expectantes.
—Flora está en Elizondo. Ros me llamó muy nerviosa porque lo primero que ha hecho ha sido pasarse por el obrador a tocar un poco las narices, ya sabéis, en su línea, y después nos ha anunciado que se quedará unos días para organizar un funeral por Rosario.
Engrasi detuvo su ir y venir acarreando vasos para mirar a Amaia, preocupada.
—Bueno, ya sabes que no siento una gran simpatía hacia tu hermana Flora, pero creo que es una buena idea —dijo James.
—¡James! ¿Cómo puedes decir eso? Ni siquiera sabemos si está muerta. Organizar un funeral está completamente fuera de lugar.
—No, no lo está, hace más de un mes que el río arrastró a Rosario…
—Eso no lo sabemos —interrumpió Amaia—. Que el chaquetón apareciese en el río no significa nada, también pudo arrojarlo como señuelo.
—¿Señuelo? Escúchate, Amaia, estás hablando de una mujer muy mayor en plena noche, en mitad de una tormenta, y teniendo que vadear un río desbordado; creo que le supones habilidades que es muy poco probable que tuviera.
Engrasi se había detenido a mitad de camino entre la mesa de póquer y la cocina y escuchaba apretando los labios.
—¿Poco probable? Tú no la viste, James. Salió de aquel hospital por su pie, vino a esta casa, estuvo en el mismo lugar en el que yo estoy ahora y se llevó a nuestro hijo; caminó cientos de metros por el monte, desde donde dejaron el coche, hasta la cueva, y cuando salió de allí no era una anciana torpe, era una mujer resuelta y segura. Yo estaba allí.
—Es verdad, yo no estaba —contestó duramente—, pero dime una cosa, ¿adónde fue, dónde está, por qué no ha aparecido aún? Más de doscientas personas la buscaron durante horas, el chaquetón apareció en el río, y la conclusión es que fue arrastrada por el agua; la Guardia Civil estuvo de acuerdo, Protección Civil estuvo de acuerdo, yo hablé con Iriarte y estaba de acuerdo, hasta tu amigo el juez estuvo de acuerdo —dijo con intención—. Se la llevó el río.
Ignorando sus insinuaciones, empezó a negar con la cabeza mientras acunaba rítmicamente a Ibai, que contagiado por la tensión había comenzado a lloriquear.
—Pues me da igual, yo no lo creo —respondió despectiva.
—Ahí está el problema, Amaia —sentenció alzando el tono—. Yo creo, yo no creo, yo y yo. ¿Te has parado a pensar en lo que sienten los demás?, ¿concibes por un momento la posibilidad de que los demás también sufran?, ¿de que tus hermanas necesiten cerrar este episodio de una puta vez y para siempre y que tú y lo que tú crees no sean el centro del universo?
Ros, que entraba en ese instante, se detuvo junto a la puerta, alarmada por la tensión que se respiraba entre ellos.
—Sin duda has sufrido mucho, Amaia —continuó James—, pero no eres la única, párate por un momento a pensar en las necesidades de los demás. Creo que no hay nada de malo en lo que tu hermana intenta hacer; es más, creo que puede ser un ejercicio muy beneficioso para la salud mental de todos, y me incluyo. Si celebran ese funeral asistiré, y espero que tú me acompañes… Esta vez.
Había un reproche latente en sus palabras. Lo habían hablado, creía que estaba resuelto, y que lo pusiera en evidencia en medio de esa conversación que nada tenía que ver le dolió un poco, pero le sorprendió aún más, porque James no era así. Ibai lloraba vivamente; la tensión de su voz, de sus músculos, y la respiración acelerada se habían contagiado al pequeño, que se debatía nervioso en sus brazos. Lo abrazó intentando calmarlo y, sin decir nada, se dirigió al piso superior tras cruzarse con Ros, que seguía parada y silenciosa en la entrada de la sala.
—Amaia… —susurró cuando ella pasó a su lado.
James la vio salir de la habitación y miró desconcertado a Ros y a la tía.
—James… —comenzó a hablar Engrasi.
—No, tía, no, te lo pido por favor, te lo ruego y te lo pido a ti porque sé que a ti te hará caso. No la animes, no sustentes más su miedo, no alimentes sus dudas, si alguien puede ayudarla a pasar página, eres tú. Nunca te he pedido nada, pero lo hago ahora, porque estoy perdiéndola, tía, estoy perdiendo a mi mujer —dijo abatido mientras se sentaba de nuevo en el sillón.
Amaia acunó a Ibai hasta que cesó su llanto, después se tumbó sobre la cama colocándolo a su lado para disfrutar de la mirada límpida de su hijo, que con sus manitas torpes recorrió su rostro tocando sus ojos, su nariz, su boca, hasta que poco a poco se fue quedando dormido. Del mismo modo que antes la tensión de ella había hecho presa en él, ahora la placidez y la calma del niño se contagiaron a la madre.
Sabía lo importante que había sido en su momento para James exponer en el Guggenheim y entendía que se hubiera sentido decepcionado porque finalmente no le había acompañado, pero lo habían hablado; de haberlo hecho, quizá Ibai estaría muerto. Sabía que James lo comprendía pero a veces entender las cosas no era suficiente para aceptarlas. Suspiró profundamente y, como en un eco, Ibai suspiró también. Conmovida se inclinó hacia él para besarlo.
—Mi amor —susurró mientras contemplaba arrobada las facciones pequeñas y perfectas de su hijo, y una placidez casi mística, que sólo alcanzaba a su lado, la fue envolviendo, hechizándola con su perfume de galletas y mantequilla, relajando sus músculos y sumiéndola suavemente en un profundo sueño.
Sabía que era un sueño, sabía que dormía y que era el perfume de Ibai el que inspiraba sus fantasías. Estaba en el obrador, mucho antes de que se convirtiera en un lugar para las pesadillas; su padre, vestido con una chaquetilla blanca, estiraba el hojaldre con un rodillo de acero, antes de que el rodillo fuera un arma. De las placas blancas de masa se desprendía el olor untoso de la mantequilla. Las notas de música procedentes de un pequeño transistor se dispersaban por el obrador desde lo alto de la estantería donde su padre lo había colocado. No reconoció la canción; sin embargo, en el sueño, la niña que era canturreaba palabras sueltas de la letra. Le gustaba estar a solas con él, le gustaba verle trabajar y dar vueltas alrededor de la mesa de mármol aspirando el aroma que, ahora sabía, era de Ibai y entonces era el de las galletas de hojaldre. Era feliz. De esa manera en que sólo pueden serlo las niñas muy amadas por sus padres. Casi lo había olvidado, casi había olvidado que él la había querido tanto, y recordarlo, aun en un sueño, la hizo de nuevo feliz. Dio un giro más, un nuevo paso de baile en el que no tocaba el suelo. Trazó una elegante pirueta y se volvió hacia él sonriéndole, pero él ya no estaba. La mesa de amasar estaba limpia, no entraba luz por los ventanucos cercanos al techo. Debía darse prisa, tenía que regresar enseguida, antes de que ella sospechase. «¿Qué haces tú aquí?». El mundo se hizo muy pequeño y oscuro curvándose en sus extremos y transformando el escenario de su sueño en un tubo por el que debía caminar; los pocos pasos que la separaban de la puerta del obrador se convirtieron en cientos de metros de galería curvada que la distanciaban de un destino en el que podía ver una pequeña luz que seguía brillando al fondo. Después, nada, la piadosa oscuridad que le cegó los ojos con la sangre que resbalaba desde su cabeza. «Sangrar no duele, sangrar es plácido y dulce, como volverse aceite y derramarse», había dicho Dupree. «Y cuanto más sangras, menos te importa». Es verdad, no me importa, pensó la niña. Amaia sintió pena, porque las niñas no deben resignarse a morir, pero también la entendió, y aunque le rompía el corazón la dejó en paz. Primero oyó sus jadeos, la respiración acelerada, excitada por el placer. Y después, aun sin abrir los ojos, percibió cómo se acercaba, lenta, inexorable, ávida de su sangre y de su aliento. Su pecho pequeño de niña apenas albergaba el oxígeno necesario para mantener el hilo de conciencia que la unía a la vida. La presencia como un peso se afianzó sobre su abdomen aplastando sus pulmones, que se vaciaron como un lento fuelle, dejando que el aire fluyese entre sus labios, a la vez que otros sedientos y crueles se aplicaban sobre la boca de la niña para robarle el último aliento.
James entró en la habitación y cerró la puerta tras él. Se sentó en la cama junto a ella y durante un minuto la observó dormir con el deleite que produce mirar el descanso de los verdaderamente agotados. Tiró de una manta colocada a los pies de la cama, la cubrió hasta la cintura y se inclinó sobre Amaia para besarla justo en el instante en el que ella abrió los ojos loca de miedo y sin verle; sobresaltada e instantáneamente aliviada, volvió a recostarse en la almohada.
—No es nada, estaba soñando —susurró repitiendo la frase que como un conjuro había recitado desde su infancia casi cada noche. James volvió a sentarse en la cama mirándola y sin decir una palabra hasta que Amaia sonrió un poco y él se inclinó para abrazarla.
—¿Crees que aún nos darán de cenar en ese restaurante?
—Lo he cancelado, hoy estás muy cansada. Lo dejamos para otro día…
—¿Qué tal mañana? Tengo que ir a Pamplona, pero te prometo que me tomaré la tarde libre, la pasaré contigo y con Ibai y por la noche tendrás que pagarme esa cena —añadió bromeando.
—Baja a comer algo —pidió él.
—No tengo hambre.
Pero él se puso en pie, le tendió su mano sonriendo y ella le siguió.