La tibieza de la comisaría aún no había conseguido devolverle el color al rostro del inspector Iriarte, que había tenido el tiempo justo para cambiarse de ropa.
—¿Qué ha dicho? ¿Por qué se la llevaba?
—No ha dicho nada, se ha sentado en el suelo, al fondo de la celda, y permanece inmóvil, hecho un ovillo y en silencio.
Ella se puso en pie y se dirigió a la puerta, pero antes de salir se volvió.
—¿Y usted qué cree? ¿Piensa que es un comportamiento impulsado por el dolor, o cree que ha tenido algo que ver en la muerte de la niña?
Él lo pensó muy serio.
—De verdad que no lo sé; puede ser, como usted dice, una reacción al dolor, o puede que así quisiera evitar una nueva autopsia, pues ya se había dado cuenta de que su suegra sospechaba. —Se quedó un par de segundos en silencio mirándola gravemente—. No puedo imaginar nada más monstruoso que dañar a tu propio hijo.
La imagen nítida del rostro de su madre acudió a su mente como convocada por un ensalmo. La desechó de inmediato mientras era sustituida por otra imagen, la de la vieja enfermera Fina Hidalgo guillotinando los brotes nuevos con su uña sucia y teñida de verde: «¿Acaso tiene idea de lo que supone para una familia hacerse cargo de un niño así?».
—Inspector, ¿la niña era normal? Quiero decir si no sufría daños cerebrales ni retrasos de ningún tipo.
—Excepto que nació con bajo peso al ser prematura, no había nada más. El pediatra me dijo que era una niña sana y normal.
Las celdas de la nueva comisaría de Elizondo no tenían barrotes. En su lugar, un grueso muro de cristal blindado separaba el área de identificación de los detenidos permitiendo que un foco iluminase el interior de los cubículos y fueran grabados por una cámara en todo momento. Amaia recorrió el corredor frente a las celdas. Todas permanecían abiertas excepto una; se acercó al cristal y vio al fondo a un hombre sentado en el suelo, entre el lavabo y el retrete. Las rodillas flexionadas y los brazos cruzados sobre éstas impedían ver su rostro. Iriarte accionó el interfono que comunicaba con el interior.
—Valentín Esparza —llamó.
El hombre irguió la cabeza.
—La inspectora Salazar quiere hacerte unas preguntas.
El hombre ocultó el rostro de nuevo.
—Valentín —llamó de nuevo Iriarte con tono más firme—. Vamos a entrar, estarás tranquilo, ¿de acuerdo?
Amaia se inclinó hacia Iriarte.
—Entraré sola, es menos hostil, no llevo uniforme, soy mujer…
Él asintió y se retiró hasta la habitación contigua, desde donde podía ver y oír lo que ocurría en las celdas. Amaia entró en el calabozo y permaneció de pie en silencio frente al hombre; sólo después de unos segundos preguntó:
—¿Puedo sentarme?
Él levantó el rostro desconcertado por la pregunta.
—¿Qué?
—Que si le importa que me siente —respondió ella indicando el banco de obra que ocupaba casi toda la pared y que hacía las veces de camastro. Pedirle permiso denotaba su respeto; no le trataba como a un detenido ni como a un sospechoso.
Él asintió.
—Gracias —dijo ella tomando asiento—. A esta hora del día ya estoy agotada. Yo también tengo un bebé, un crío de cinco meses. Sé que perdió ayer a su hija. —El hombre elevó el rostro para mirarla—. ¿Qué tiempo tenía?
—Cuatro meses —susurró con voz ronca.
—Lo siento mucho.
Él hizo un gesto con la cabeza y tragó saliva.
—Hoy era mi día libre, ¿sabe? Y cuando he llegado me he encontrado con todo este follón. ¿Por qué no me cuenta qué ha pasado?
Él levantó el rostro un poco más apuntando con la barbilla a la cámara tras el cristal y el foco que iluminaba la celda. Su rostro aparecía serio y dolido, pero no desconfiado.
—¿No se lo han contado sus amigos?
—Preferiría que me lo contara usted, ésa es la versión que me interesa.
Él se tomó su tiempo. Un interrogador menos experimentado podría pensar que no hablaría, pero Amaia se limitó a esperar.
—Me llevaba el cuerpo de mi hija.
Había dicho cuerpo, admitía que se llevaba un cadáver, no una niña.
—¿Adónde?
—¿Adónde? —contestó desconcertado—. A ningún sitio, sólo… Sólo quería tenerla un poco más.
—Has dicho que te la llevabas, que te llevabas el cuerpo y te detuvieron junto a tu coche. ¿Adónde ibas? —Él permaneció en silencio.
Probó por otro camino.
—Es increíble cómo cambia la vida con un bebé en casa, son tantas cosas, tantas exigencias. El mío tiene cólicos todas las noches; llora en la última toma durante dos o tres horas y no puedo hacer nada más que tenerlo en brazos y pasear por la casa con él para intentar calmarlo. A veces pienso que no es raro que algunas personas pierdan la cabeza con ellos.
Él asintió.
—¿Es eso lo que pasó?
—¿Qué?
—Tu suegra dice que visitaste su casa durante la noche.
Él comenzó a negar con la cabeza.
—Que tuvo tiempo de ver tu coche que se alejaba…
—Mi suegra se equivoca. —La hostilidad era evidente al nombrar a la madre política—. No distingue un modelo de otro. Seguramente fue una parejita que se metió por el camino de acceso buscando un lugar tranquilo para… Ya sabe.
—Ya, ya, pero los perros no ladraron, así que sólo podía ser alguien conocido. Además, tu suegra —dijo con retintín— le contó a mi compañero que la niña tenía una marca en la frente, una que no tenía al acostarla, que estaba segura de haber oído un ruido y que cuando se asomó pudo ver tu coche que se alejaba.
—Esa cabrona haría cualquier cosa para perjudicarme, nunca me ha tragado. Pregunte a mi mujer, fuimos a cenar y regresamos a casa.
—Sí, mis compañeros han charlado con ella y no es de gran ayuda; no te desmiente, es que simplemente no lo recuerda.
—Sí, bebió un poco de más y ya no está acostumbrada, con el embarazo…
—Ha debido de ser duro. —Él la miró sin comprender—. Me refiero al último año, un embarazo de riesgo, reposo, nada de sexo, luego nace la niña prematura, dos meses en el hospital, nada de sexo, por fin viene a casa y todo son cuidados y preocupaciones, nada de sexo…
Él compuso una mueca cercana a la sonrisa.
—Lo sé por experiencia… —continuó—: Y en vuestro aniversario, dejáis a la niña con tu suegra, salís a cenar a un restaurante caro y a la tercera copa tu mujer está como una cuba, la llevas a casa, la acuestas y… Nada de sexo. Todavía es temprano. Coges el coche, vas hasta la casa de tu suegra a ver si todo está en orden. Llegas allí; tu suegra se ha dormido en el sofá, eso te cabrea. Entras en el cuarto de la niña y te das cuenta de que es una carga, de que está acabando con tu vida, de que todo era mucho mejor cuando no la teníais… Y tomas una decisión.
Él escuchaba inmóvil sin perderse una palabra.
—Así que haces lo que tienes que hacer y regresas a casa, pero tu suegra se despierta y ve el coche que se aleja.
—Ya le he dicho que mi suegra es una cabrona.
—Sí, sé de qué hablas, la mía también, pero la tuya es una cabrona muy lista y se fijó en la marquita que la niña tenía en la frente; ayer no se veía apenas, pero hoy el forense no tiene dudas: es la marca que queda al presionar un objeto con fuerza contra la piel.
Él suspiró profundamente.
—Tú también lo viste, por eso aplicaste maquillaje sobre la marca y para asegurarte de que nadie lo veía ordenaste cerrar el ataúd, pero la cabrona de tu suegra no iba a rendirse; así que decidiste llevarte el cuerpo para evitar que alguien más hiciera preguntas… ¿Quizá tu mujer? Alguien os vio discutir en el tanatorio.
—Usted no entiende nada, fue porque quería incinerar el cuerpo.
—¿Y tú no? ¿Preferías un entierro? ¿Te la llevabas por eso?
Él pareció entonces darse cuenta de algo.
—¿Qué pasará ahora con el cadáver?
Le llamó la atención el modo en que lo dijo, era correcto, pero los familiares no solían referirse a su ser querido como cuerpo o cadáver, lo habitual habría sido la niña, el bebé, o…, reparó entonces en que no sabía el nombre de la criatura.
—El forense va a realizarle una autopsia, después lo devolverá a la familia.
—No deben incinerarla.
—Bueno, eso es algo que debéis decidir entre vosotros.
—No deben incinerarla, tengo que terminar.
Amaia recordó lo que le había contado Iriarte.
—¿Terminar el qué?
—Terminarlo, si no todo esto no habrá servido para nada.
El interés de Amaia se acrecentó inmediatamente.
—¿Y para qué se supone que debía servir?
Él se detuvo de pronto tomando conciencia de dónde estaba y de cuánto había dicho, replegándose sobre sí mismo.
—¿Mataste a tu hija?
—No —contestó.
—¿Sabes quién lo hizo?
Silencio.
—Quizá quien mató a tu hija fue tu mujer…
Él sonrió mientras negaba como si la sola idea le resultase ridícula.
—Ella no.
—Entonces, ¿quién? ¿A quién llevaste hasta la casa de tu suegra?
—No llevé a nadie.
—No, yo tampoco lo creo, porque fuiste tú, tú mataste a tu hija.
—No —gritó de pronto—… La entregué.
—¿La entregaste? ¿A quién? ¿Para qué?
Él compuso un gesto de autosuficiencia y sonrió levemente.
—La entregué a… —Bajó la voz hasta convertirla en un siseo incomprensible—: como tantos otros… —murmuró algo más y volvió a cubrirse el rostro con los brazos.
Aunque Amaia permaneció en la celda un rato más, sabía ya que el interrogatorio había terminado, no iba a decir nada más. Pulsó el interfono para que le abrieran la puerta desde fuera. Cuando salía, él se dirigió de nuevo a ella.
—¿Puede hacer algo por mí?
—Depende.
—Dígales que no la incineren.
Los subinspectores Etxaide y Zabalza esperaban junto a Iriarte en la habitación contigua.
—¿Han podido entender lo que ha dicho?
—Sólo que la entregó. No he podido entender el nombre; está grabado, pero tampoco resulta audible, sólo se aprecia cómo mueve los labios pero no creo que realmente dijese nada.
—Zabalza, mire a ver qué puede hacer con las imágenes y el audio, quizá pueda aumentarlo a tope. Lo más probable es que el inspector tenga razón y nos esté tomando el pelo, pero por si acaso. Jonan, Montes y tú, conmigo. Por cierto, ¿dónde está Fermín?
—Acaba de terminar de tomar declaración a los familiares.
Amaia abrió sobre la mesa el maletín de campo para comprobar que tenía todo lo que necesitaba.
—Tendremos que parar a comprar un calibre digital. —Sonrió mientras reparaba en la cara de circunstancias que ponía Iriarte—. ¿Ocurre algo?
—Hoy era su día libre…
—Oh, pero ya lo hemos solucionado, ¿verdad? —Sonrió, tomó el maletín y siguió a Jonan y a Montes, que esperaban con el coche en marcha.