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Amaia llevaba veinte minutos observando la casa desde el coche. Con el motor parado, el vaho que se formaba en los cristales, unido a la lluvia que caía afuera, contribuía a desdibujar los perfiles de la fachada de postigos oscuros.

Un coche pequeño se detuvo frente a la puerta y de él bajó un chico que abrió un paraguas a la vez que se inclinaba hacia el salpicadero del vehículo para coger un cuaderno, que consultó brevemente antes de arrojarlo de nuevo al interior. Fue a la parte trasera del coche, abrió el maletero, sacó de allí un paquete plano y se dirigió a la entrada de la casa.

Amaia lo alcanzó justo cuando tocaba el timbre.

—Perdone, ¿quién es usted?

—Servicios sociales, le traemos todos los días la comida y la cena —respondió haciendo un gesto hacia la bandeja plastificada que llevaba en la mano—. Él no puede salir y no tiene a nadie que se haga cargo —explicó—. ¿Es usted un familiar? —preguntó esperanzado.

—No —respondió ella—. Policía Foral.

—Ah —dijo él perdiendo todo interés.

El joven volvió a llamar y, acercándose al dintel de la puerta, gritó:

—Señor Yáñez, soy Mikel, de servicios sociales, ¿se acuerda? Vengo a traerle la comida.

La puerta se abrió antes de que terminase de hablar. El rostro enjuto y ceniciento de Yáñez apareció ante ellos.

—Claro que me acuerdo, no estoy senil… ¿Y por qué demonios grita tanto? Tampoco estoy sordo —contestó malhumorado.

—Claro que no, señor Yáñez —dijo el chico sonriendo mientras empujaba la puerta y rebasaba al hombre.

Amaia buscó su placa para mostrársela.

—No hace falta —dijo él tras reconocerla y apartándose un poco para franquearle el paso.

Yáñez vestía pantalones de pana y un grueso jersey sobre el que se había puesto una bata de felpa de un color que Amaia no pudo identificar con la escasa luz que se colaba por los postigos entornados, y que era la única de la casa. Ella lo siguió por el pasillo hacia la cocina, donde un fluorescente parpadeó varias veces antes de encenderse definitivamente.

—¡Pero, señor Yáñez! —dijo el chico demasiado alto—. ¡Ayer no se tomó la cena! —Frente al frigorífico abierto sacaba y colocaba paquetes de comida envueltos en plástico transparente—. Ya sabe que tendré que apuntarlo en mi informe. Si luego el médico le riñe, a mí no me diga nada. —Su tono era el que usaría para hablar con un niño pequeño.

—Apúntalo donde quieras —farfulló Yáñez.

—¿No le ha gustado la merluza en salsa? —Sin esperar a que contestase continuó—: Para hoy le dejo garbanzos con carne, yogur y, para cenar, tortilla y sopa; de postre, bizcocho. —Se dio la vuelta y colocó en la misma bandeja los envoltorios de comida sin tocar, se agachó bajo el fregadero, anudó la pequeña bolsa de basura que sólo parecía contener un par de embalajes y se dirigió a la salida, para detenerse en la entrada junto al hombre, al que habló de nuevo demasiado alto—: Bueno, señor Yáñez, ya está todo, que aproveche y hasta mañana.

Hizo un gesto con la cabeza a Amaia y salió. Yáñez esperó a oír la puerta de la entrada antes de hablar.

—¿Qué le ha parecido? Y hoy se ha entretenido, normalmente no tarda ni veinte segundos, está deseando salir por la puerta desde que entra —dijo apagando la luz y dejando a Amaia casi a oscuras mientras se dirigía a la salita—. Esta casa le pone los pelos de punta, y no se lo reprocho, es como entrar en un cementerio.

El sofá tapizado de terciopelo marrón estaba parcialmente cubierto por una sábana, dos gruesas mantas y una almohada. Amaia supuso que dormía allí, que de hecho gran parte de su vida transcurría en aquel sofá. Se veían migas sobre las mantas y una mancha reseca y anaranjada parecida al huevo. El hombre se sentó apoyándose en la almohada y Amaia le observó con detenimiento. Había transcurrido un mes desde que lo vio en comisaría, pues debido a su edad permanecía en arresto domiciliario a la espera de juicio. Estaba más delgado, y el gesto duro y desconfiado de su rostro se había afilado hasta darle un aspecto de asceta loco. El cabello seguía corto y se había afeitado, pero bajo la bata y el jersey asomaba la chaqueta del pijama; Amaia se preguntó cuánto tiempo haría que lo llevaba puesto. Hacía mucho frío en la casa, reconoció la sensación del lugar en que no ha habido calefacción durante días. Frente al sofá, una chimenea apagada y un televisor bastante nuevo y sin volumen que competía y ganaba en tamaño a ésta, y arrojaba sobre la estancia su gélida luz azul.

—¿Puedo abrir los portillos? —preguntó Amaia dirigiéndose a la ventana.

—Haga lo que quiera, pero antes de irse déjelos como estaban.

Ella asintió, abrió las hojas de madera y empujó las contraventanas para dejar pasar la escasa luz de Baztán. Se volvió hacia él y vio que centraba toda su atención en el televisor.

—Señor Yáñez.

El hombre estaba concentrado en la pantalla como si ella no estuviera allí.

—Señor Yáñez…

La miró distraído y un poco molesto.

—Querría… —dijo haciendo un gesto hacia el pasillo— …querría echar un vistazo.

—Vaya, vaya —respondió él haciendo un gesto con la mano—. Mire lo que quiera, sólo le pido que no revuelva, cuando se fueron los policías lo dejaron todo patas arriba y me costó mucho trabajo volver a dejarlo todo como estaba.

—Claro…

—Espero que sea tan considerada como el policía que vino ayer.

—¿Ayer vino un policía? —Se sorprendió.

—Sí, un policía muy amable, hasta me hizo un café con leche antes de irse.

La casa tenía una sola planta, y además de la cocina y la salita había tres dormitorios y un cuarto de baño bastante grande. Amaia abrió los armarios y revisó los estantes, donde aparecieron productos para el afeitado, rollos de papel higiénico y algunos medicamentos. En el primer dormitorio dominaba una cama de matrimonio en la que parecía no haber dormido nadie desde hacía mucho tiempo, cubierta con una colcha floreada a juego con las cortinas, que se veían decoloradas donde les había dado el sol durante años. Sobre el tocador y las mesillas, unos tapetes de ganchillo contribuían a aumentar el efecto de viaje en el tiempo. Una habitación decorada con primor en los años setenta, seguramente por la esposa de Yáñez, y que el hombre había mantenido intacta. Los jarrones con flores de plástico de colores imposibles le produjeron a Amaia la sensación de irrealidad de las reproducciones de estancias que podían verse en los museos etnográficos, tan frías e inhóspitas como tumbas.

El segundo dormitorio estaba vacío, con la excepción de una vieja máquina de coser situada bajo la ventana y un cesto de mimbre a su lado. Lo recordaba perfectamente del informe del registro. Aun así lo destapó para poder ver los retales de tela, entre los que reconoció una versión más colorida y brillante de las cortinas del primer dormitorio. El tercer cuarto era el del niño, así lo habían llamado en el registro porque exactamente eso era: la habitación de un chaval de diez o doce años. La cama individual, cubierta por una pulcra colcha blanca. En las estanterías, algunos libros de una colección infantil que ella misma recordaba haber leído y juguetes, casi todos de construcción, barcos, aviones y una colección de coches de metal colocados en batería y sin una mota de polvo. Detrás de la puerta, un póster de un modelo clásico de Ferrari, y en el escritorio, viejos libros de texto y un fajo de cromos de fútbol sujetos con una banda elástica. Los tomó en la mano y vio que la goma que los ceñía estaba seca y cuarteada y se había soldado al cartón descolorido de los cromos para siempre. Los dejó en su sitio mientras comparaba mentalmente el recuerdo del piso de Berasategui, en Pamplona, con aquel cuarto helado. Había en la casa dos estancias más, un pequeño lavadero y una leñera bien aprovisionada, en la que Yáñez había habilitado una zona para guardar sus herramientas del campo y un par de cajones de madera abiertos en los que se veían patatas y cebollas. En un rincón, junto a la puerta que daba al exterior, había una caldera de gas que permanecía apagada.

Tomó una silla de la mesa del comedor y la colocó entre el hombre y el televisor.

—Quiero hacerle unas preguntas.

El hombre cogió el mando a distancia que reposaba a su lado y apagó el televisor. La miró en silencio, esperando con aquel gesto suyo entre la furia y la amargura que hizo que Amaia lo catalogase como impredecible desde la primera vez que lo vio.

—Hábleme de su hijo.

El hombre se encogió de hombros.

—¿Cómo era su relación con él?

—Es un buen hijo —contestó demasiado rápido—, y hacía todo lo que se podía esperar de un buen hijo.

—¿Como qué?

Esta vez tuvo que pensarlo.

—Bueno, me daba dinero, a veces hacía compras, traía comida, esas cosas…

—No es ésa la información que tengo, se dice en el pueblo que tras la muerte de su esposa mandó al chico a estudiar al extranjero, y que durante años no se le volvió a ver por aquí.

—Estaba estudiando, estudiaba mucho, hizo dos carreras y un máster, es uno de los psiquiatras más importantes de su clínica…

—¿Cuándo comenzó a venir con más asiduidad?

—No sé, quizá hace un año.

—¿Alguna vez trajo algo más que comida, algo que guardase aquí o que quizá le pidiera que guardase en otro lugar?

—No.

—¿Está seguro?

—Sí.

—He visto la casa —dijo ella mirando alrededor—. Está muy limpia.

—Tengo que mantenerla así.

—Comprendo, la mantiene así para su hijo.

—No, la mantengo así para mi mujer. Está todo como cuando ella se fue… —Contrajo el rostro en una mueca entre el dolor y el asco, y permaneció así unos segundos sin emitir sonido alguno. Amaia supo que lloraba cuando vio las lágrimas resbalar por sus mejillas.

—Es lo único que he podido hacer, todo lo demás, lo he hecho mal.

La mirada del hombre saltaba errática de un objeto a otro, como si buscase una respuesta escondida entre los adornos descoloridos que reposaban sobre las repisas y las mesitas, hasta que se detuvo en los ojos de Amaia. Tomó el borde de la manta y tiró de ella hasta cubrirse el rostro; la mantuvo así dos segundos y después la apartó con furia, como si con el gesto se penalizase por haberse permitido la debilidad de llorar ante ella. Amaia casi estuvo segura de que allí terminaba aquella conversación, pero el hombre levantó la almohada en la que se apoyaba y de debajo extrajo una fotografía enmarcada que miró embelesado antes de tendérsela. El gesto del hombre la transportó a un año antes, a otro salón en el que un padre desolado le había tendido el retrato de su hija asesinada, que había mantenido preservado bajo un cojín similar. No había vuelto a ver al padre de Anne Arbizu, pero el recuerdo de su dolor revivido en aquel otro hombre la golpeó con fuerza mientras pensaba cómo el duelo era capaz de hermanar en los gestos a dos hombres tan distintos.

Una joven de no más de veinticinco años le sonrió desde el portarretratos. La miró unos segundos antes de devolvérselo al hombre.

—Yo pensaba que teníamos la felicidad asegurada, ¿sabe? Una mujer joven, guapa, buena… Pero cuando el niño nació ella comenzó a estar rara, se puso triste, ya no sonreía, no quería ni coger al niño en brazos, decía que no estaba preparada para quererlo, que notaba que él la rechazaba, y yo no supe ayudarla. Le decía: eso son tonterías, cómo no te va a querer, y ella se ponía aún más triste. Siempre triste. Pero aun así mantenía la casa como una patena, cocinaba cada día. Sin embargo, no sonreía, no cosía, en su tiempo libre sólo dormía, cerraba los postigos como yo hago ahora y dormía… Recuerdo lo orgullosos que nos sentimos cuando compramos esta casa, ella la puso tan bonita: la pintamos, colocamos macetas con flores… Las cosas nos iban bien, creí que nada cambiaría. Pero una casa no es un hogar, y ésta se convirtió en su tumba…, y ahora me toca a mí, arresto domiciliario lo llaman. Dice el abogado que cuando salga el juicio me dejarán cumplir la condena aquí, así que esta casa será también mi tumba. Cada noche me quedo en este lugar sin conseguir dormir y sintiendo la sangre de mi esposa bajo mi cabeza.

Amaia miró el sofá con atención. Su aspecto no concordaba con el resto de la decoración.

—Es el mismo, lo mandé al tapicero porque estaba cubierto de su sangre y le puso esta tela porque ya no fabricaban la del sofá, es lo único que está cambiado. Pero cuando me tumbo aquí puedo oler la sangre que hay bajo el tapizado.

—Hace frío —dijo Amaia, disimulando el estremecimiento que recorrió su espalda.

Él se encogió de hombros.

—¿Por qué no enciende la caldera?

—No funciona desde la noche en que se fue la luz.

—Ha pasado más de un mes desde aquella noche. ¿Ha estado todo este tiempo sin calefacción?

Él no contestó.

—¿Y los de servicios sociales?

—Sólo dejo entrar al de la bandeja, ya les dije el primer día que si vienen por aquí les recibiré a hachazos.

—También tiene la chimenea, ¿por qué no la enciende? ¿Por qué pasa frío?

—No merezco más.

Ella se levantó, fue hasta la leñera y regresó trayendo un cesto lleno de leña y periódicos viejos; se agachó frente a la chimenea y removió la ceniza vieja para acomodar los troncos. Cogió las cerillas que estaban sobre la repisa y encendió el fuego. Regresó a su asiento. La mirada del hombre estaba fija en las llamas.

—La habitación de su hijo también está muy bien conservada. Me cuesta creer que un hombre como él durmiese ahí.

—No lo hacía, a veces venía a comer, a veces se quedaba a cenar, pero nunca dormía aquí. Se iba y regresaba por la mañana temprano, me dijo que prefería un hotel.

Amaia no lo creía, ya lo habían comprobado, no constaba que se hubiera alojado en ningún hotel, hostal o casa rural del valle.

—¿Está seguro?

—Creo que sí, ya se lo dije a los policías, no puedo afirmarlo al cien por cien, no tengo tan buena memoria como le hago creer al de servicios sociales, a veces se me olvidan las cosas.

Amaia sacó su móvil, que había sentido antes vibrar en su bolsillo, y al hacerlo vio que había varias llamadas perdidas. Buscó una foto, tocó la pantalla para aumentarla y, evitando mirarla, se la mostró al hombre.

—¿Vino con esta mujer?

—Su madre.

—¿La conoce?, ¿la vio esa noche?

—No la vi esa noche, pero conozco a su madre de toda la vida; está un poco más mayor, pero no ha cambiado tanto.

—Piénselo bien, ha dicho que no tiene buena memoria.

—A veces olvido cenar, a veces ceno dos veces porque no recuerdo si ya he cenado, pero no olvido quién viene a mi casa. Y su madre jamás ha puesto los pies aquí.

Apagó la pantalla y deslizó el teléfono en el bolsillo de su abrigo. Colocó la silla en su sitio y entornó de nuevo los postigos antes de salir. En cuanto estuvo sentada en el coche, marcó un número en el móvil, que seguía vibrando insistentemente. Un hombre respondió al otro lado recitando el nombre de la empresa.

—Sí, es para que manden a alguien a poner en marcha una caldera que está parada desde la última gran tormenta. —Después dio la dirección de Yáñez.