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Sobre el aparador, una lámpara iluminaba la estancia con una cálida luz rosada que adquiría otros matices de color al filtrarse a través de los delicados dibujos de hadas que decoraban la tulipa. Desde la estantería, toda una colección de animalitos de peluche observaba con ojos brillantes al intruso, que, en silencio, estudiaba el gesto quieto del bebé dormido. Escuchó atento el rumor del televisor encendido en la habitación contigua y la estentórea respiración de la mujer que dormía en el sofá, iluminada por la luz fría proveniente de la pantalla. Paseó la mirada por el dormitorio estudiando cada detalle, embelesado en el momento, como si así pudiera apropiarse y guardar para siempre aquel instante convirtiéndolo en un tesoro en el que recrearse eternamente. Con una mezcla de avidez y serenidad grabó en su mente el suave dibujo del papel pintado, las fotos enmarcadas y la bolsa de viaje que contenía los pañales y la ropita de la pequeña, y detuvo los ojos en la cuna. Una sensación cercana a la borrachera invadió su cuerpo y la náusea amenazó en la boca del estómago. La niña dormía boca arriba enfundada en un pijama aterciopelado y cubierta hasta la cintura por un edredón de florecillas que el intruso retiró para poder verla entera. El bebé suspiró en sueños, de entre sus labios rosados resbaló un hilillo de baba que dibujó un rastro húmedo en la mejilla. Las manitas gordezuelas, abiertas a los lados de la cabeza, temblaron levemente antes de quedar de nuevo inmóviles. El intruso suspiró contagiado por la niña y una oleada de ternura le embargó durante un instante, apenas un segundo, suficiente para hacerle sentir bien. Tomó el muñeco de peluche que había permanecido sentado a los pies de la cuna como un guardián silencioso y casi percibió el cuidado con el que alguien lo había colocado allí. Era un oso polar de pelo blanco, pequeños ojos negros y prominente barriga. Un lazo rojo, incongruente, envolvía su cuello y le colgaba hasta las patas traseras. Pasó dulcemente la mano por la cabeza del muñeco apreciando su suavidad, se lo llevó al rostro y hundió la nariz en el pelo de su barriga para aspirar el dulce aroma de juguete nuevo y caro.

Notó cómo el corazón se le aceleraba al tiempo que la piel se perlaba de agua comenzando a transpirar copiosamente. Enfadado de pronto, apartó con furia el osito de su cara y con gesto decidido lo situó sobre la nariz y la boca del bebé. Luego simplemente presionó.

Las manitas se agitaron elevándose hacia el cielo, uno de los deditos de la niña llegó a rozar la muñeca del intruso y un instante después pareció que caía en un sueño profundo y reparador mientras todos sus músculos se relajaban y las estrellas de mar de sus manos volvían a reposar sobre las sábanas.

El intruso retiró el muñeco y observó la carita de la niña. No evidenciaba sufrimiento alguno, excepto una leve rojez que había aparecido en la frente justo entre los ojos, probablemente causada por la naricilla del oso. No había ya luz en su rostro y la sensación de estar ante un receptáculo vacío se acrecentó al llevarse de nuevo el muñeco a la cara para aspirar el aroma infantil, ahora enriquecido por el aliento de un alma. El perfume fue tan rico y dulce que los ojos se le llenaron de lágrimas. Suspiró agradecido, arregló el lazo del osito y volvió a depositarlo en su lugar, a los pies de la cuna.

La urgencia le atenazó de pronto como si hubiera tomado conciencia de lo mucho que se había entretenido. Sólo se volvió una vez. La luz de la lamparita arrancó piadosa el brillo a los once pares de ojos de los otros animalitos de peluche que, desde la estantería, le miraban horrorizados.