Nota de la autora

Desde la publicación de El guardián invisible en enero de 2013, me han preguntado en muchas ocasiones de dónde surgió la novela, si había una idea seminal de la que hubiera brotado la historia de la Trilogía del Baztán. Siempre he respondido que puse en ella mucho de lo que me ha configurado personalmente: una familia matriarcal y el mundo mitológico que por suerte formó parte de mi infancia y que, con otros nombres, se ha preservado en el valle de Baztán como en pocos lugares; y también algunos aspectos que me fascinan literariamente y que tienen que ver con la progresión de una investigación policial. Ésa era la forma de la novela que quería leer. El deseo de lo que quería lograr, pero el germen…

Fue una noticia en la prensa, breve, siniestra, cargada de dolor, injusticia y miedo, suficiente para impactarme y quedarse como un fantasma omnipresente en mi memoria. El suceso desapareció de las páginas de los periódicos con la misma discreción con la que había aparecido, y a pesar de que indagué para encontrar alguna referencia más a aquel horrible hecho, el silencio parecía haber sepultado, como tan a menudo ocurre, la confesión de un testigo arrepentido que afirmaba haber participado junto a un grupo de personas en el crimen ritual de un bebé de apenas catorce meses. Los hechos habían ocurrido treinta años atrás (la fecha que fijé como nacimiento de Amaia Salazar) en un caserío de una localidad Navarra, y los propios padres de la niña la habrían entregado como sacrificio, haciendo desaparecer después el cadáver y uniéndose al riguroso pacto de silencio que todos los miembros de la secta habrían respetado hasta la actualidad.

«Se llamaba Ainara y tenía catorce meses cuando fue asesinada, poco más se sabe de ella». Esta frase que aparecía en el artículo original se me quedó grabada a fuego, y poco a poco, en mi mente, Ainara fue teniendo todo aquello que le habían negado, un rostro, unas pequeñas manos blancas, los ojos más tristes del mundo y unos inseguros primeros pasos. Al recuerdo de una niña que nunca conocí se sumó la constatación terrible de que los que debían amarla y protegerla fueran justamente los que le hicieron daño. Y además, la injusticia de un nombre olvidado, el agravio de no tener una tumba, la ferocidad de segar una vida que apenas comienza y justificarlo como parte de un ritual de fe, una oscura religión, un mágico culto al mal.

La historia está basada en aquella noticia, en un puñado de datos y muchas suposiciones. Lejos de mi deseo pretender que lo que plantea la novela constituya una hipótesis de lo que ocurrió. Me importaba resaltar la potencia de unas creencias para provocar actuaciones monstruosas, algo que lamentablemente no tiene nada de ficción y es, de hecho, muy real. Doctrinas pervertidas que se sustentan con la sangre de los inocentes. El mal, no los malvados, sino el mal.

La memoria de Ainara está presente en cada página de mis libros, visité la población donde vivió su corta vida, una existencia despreciada desde su nacimiento hasta su muerte. Busqué cualquier referencia al crimen, me pregunté mil veces por el misterioso testigo. Por fin, mientras escribía Legado en los huesos, conseguí entrevistarme con el responsable de aquella investigación, un caso que permanece bajo secreto de sumario debido al extenso número de implicados, repartidos por toda la geografía española, que con la excepción del testigo delator han mantenido en silencio su diabólico pacto durante todos estos años.

En el momento en que escribo esta nota, la investigación en torno a la muerte de Ainara continúa abierta.