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Ahmose abandonó el barco seguido de las reinas y los hombres de su séquito. Los oficiales y los soldados que habían luchado con él desde el primer día lo recibieron. El rey devolvía el saludo a unos y otros y subió a un bonito palanquín faraónico. Las reinas hicieron lo mismo en sus respectivos palanquines que fueron levantados, precedidos por la guardia real. Detrás las seguían los carros del séquito y otra parte de la guardia real. Todos avanzaban hacia la puerta central del sur de Tebas, adornada con banderas y flores. Alineados a ambos lados estaban los soldados que la habían conquistado hacía poco.

Los palanquines reales atravesaron la puerta de la ciudad, entre dos filas de largas lanzas puntiagudas. Los guardianes de las murallas tocaron las trompetas, las flores y los arrayanes empezaron a caer sobre los que entraban y Ahmose al mirar a su alrededor vio un impresionante paisaje que arrebataba la mirada al más seguro. Veía a todos los egipcios de una vez: los que cubrían los caminos, los muros y las casas, librados de la esclavitud, vitoreándole con entusiasmo. El ambiente se llenó de aclamaciones que procedían de lo más profundo de sus corazones. La gente se quedó impresionada al ver a la augusta madre, con la majestuosidad y la grandiosidad que imprime la vejez, lo mismo que a su valiente nieto, en plena fuerza y juventud. El séquito se abrió camino, como atravesando un mar agitado, acaparando tanto las miradas como el entusiasmo. Tardó horas en llegar al templo de Amón.

A la puerta del templo, el rey y su familia fueron recibidos por los sacerdotes de Amón. Le bendijeron y fueron junto a él al atrio de las columnas, donde las ofrendas estaban puestas en el altar. Los sacerdotes entonaron cantos al Señor con unos tonos que permanecieron indelebles en los corazones durante mucho tiempo. El sumo sacerdote le dijo al rey:

—Señor, permitidme que vaya al sagrado templo para traer cosas preciosas que conciernen al rey.

El rey se lo permitió, y el hombre se fue con un grupo de sacerdotes. Se ausentaron durante un buen rato y luego reapareció el sumo sacerdote, seguido por los sacerdotes que llevaban un ataúd, un trono y un cofre de oro. Lo pusieron ante la familia faraónica respetuosa y majestuosamente. Naufar Amón avanzó hasta que se detuvo delante de Ahmose y dijo con tono emocionado:

—Señor, lo que expongo ante vuestra vista es lo más caro del patrimonio del sagrado reino. Fue entregado hace doce años, desde la época del valiente e inmemorial comandante Pepi, para que todo estuviera fuera del alcance del ambicioso enemigo. El ataúd es del rey mártir Sekenenre, y guarda su cadáver momificado, antes lleno de profundas heridas, de las cuales cada una ha escrito una página eterna de valor y sacrificio. El trono es su sagrado trono, con cuya obligación cumplió, y sobre el cual el rey anunció la respuesta de Tebas en elegir la dura lucha a la mezquina paz. En cuanto a este cofre de oro, contiene la doble corona de Egipto, la de Timayus, el último de nuestros reyes en gobernar el Egipto unificado. Yo se la regalé a Sekenenre cuando salió para luchar contra Apofis. Luchó con esta misma corona encima de su honorable testa, y la defendió del modo que conocen todos los que viven en este valle. Estos son los sagrados tesoros de Pepi. Agradezco a Amón el haberme dado la suficiente vida para poderlos devolver a sus dueños. Que vivan para la gloria y que esta les sea eterna.

Las miradas se dirigieron en seguida al ataúd faraónico y todos, encabezados por la familia real, se pusieron de rodillas en una oración sincera.

El faraón y su familia se acercaron al féretro y se prosternaron delante de él en silencio; no obstante, el mensaje del ataúd logró llegarles al corazón. Tutishiri sintió por primera vez un debilitamiento y se apoyó en el rey, mientras las lágrimas le impedían ver el sagrado ataúd. Hur decidió parar las lágrimas de la sagrada madre y calmar sus dolores. Le dijo a Naufar Amón:

—Sacerdote: conserva este ataúd en el altar hasta que se le lleve a su tumba en una majestuosa ceremonia digna de su dueño.

El sacerdote pidió permiso a su señor y mandó a sus hombres que levantaran el féretro hasta donde estaba el dios adorado. El sacerdote abrió el cofre y sacó la doble corona de Egipto. Se acercó majestuosamente a Ahmose y se la colocó en la rizada cabeza. La gente al ver la acción del sacerdote le aclamaba: «¡Viva el gran faraón!».

Naufar Amón invitó al rey, lo mismo que a las reinas, a visitar la sagrada tumba y se fueron todos. Tutishiri aún se apoyaba en el brazo de Ahmose. Atravesaron el sagrado umbral que media entre la vida y la muerte, se prosternaron ante el adorado dios y besaron las cortinas que cubrían su estatua. Rezaron agradecidos por haberles brindado la victoria y haberles devuelto a su patria.

El rey abandonó el templo en dirección a su palanquín, y lo mismo hicieron las reinas. Se llevó el trono en su gran carro y el séquito siguió su camino hacia el palacio, entre las multitudes que rezaban, aclamaban y agitaban ramas de las que se desprendían pétalos de flores. Llegaron al antiguo palacio al atardecer, mientras la impresión hizo presa en Tutishiri: su corazón empezó a latir fuertemente y su respiración a agitarse. La llevaron en su palanquín a su pabellón particular y luego la siguieron las reinas y el rey. Se sentaron preocupados junto a ella; no obstante, logró recuperar su tranquilidad, su fuerza de voluntad y su fe. Se acomodó, miró los queridos rostros con cariño y dijo con un tono débil:

—Disculpad, hijos míos, mi corazón me ha traicionado por primera vez, pues mucho ha aguantado este corazón y mucho ha sufrido. Dejad que os dé un beso, que a mi edad lograr el objetivo precipita el final.