Los soldados llevaron el equipaje de la familia a la nave real. El faraón y todos los suyos se trasladaron luego a ella. El gobernador Rum, los miembros de su gobierno y los ciudadanos de Dabur salieron para despedirlos. Antes de que la embarcación levara anclas, Ahmose llamó a Rum y le dijo en presencia de todos:
—¡Oh, fiel monarca! Cuida bien de Nubia y de los nubios, pues Nubia fue nuestro cobijo cuando el mundo se empequeñeció para nosotros, fue nuestra patria cuando no nos quedó ninguna y nuestro hogar cuando los nuestros disminuían y moría el amigo; fue el escondite de nuestro armamento y de nuestro ejército cuando se hizo necesaria la lucha de Tebas. No olvidaremos su sacrificio. Que sea desde ahora el Egipto del Sur, al cual nunca impediremos algo que deseemos para nosotros; la defenderemos.
La nave zarpó seguida por las embarcaciones de escolta, abriéndose paso hacia el Norte llevando a mucha gente a su patria. Llegó a las fronteras de Egipto después de un breve viaje y fue muy bien recibida. La gente del Sur salió a su encuentro en la nave del monarca Shao y fue rodeada por las barcas de los pescadores que aclamaban y cantaban loas en honor de la familia real. Shao y los sacerdotes de Biya, Bilaq y Siyin, lo mismo que las autoridades de los pueblos y los lugartenientes de las aldeas, subieron a bordo, se pusieron de rodillas ante el rey y escucharon sus consejos.
La nave fue luego hacia el Norte, donde fue recibida por los habitantes que se acercaban a la orilla. Las barcas la rodeaban en todo momento y los gobernadores, los jueces y los nobles subían a bordo cada vez que llegaba a algún lugar. La nave y su escolta no paraban de avanzar, hasta que cierta mañana vieron en el horizonte las altas murallas de Tebas, sus grandes puertas y su eterna grandiosidad. La familia del faraón acudió desde la cámara a la proa de la embarcación, con la vista elevada en el horizonte. En sus miradas se veía la nostalgia y se les caían lágrimas de agradecimiento. Sus labios balbuceaban con voz emocionada: «Tebas… Tebas». La reina Ahhotep dijo con voz exultante:
—¡Dios mío!… No pensaba que iba a ver otra vez estas murallas.
La nave empezó a acercarse poco a poco al sur de Tebas con viento en popa, hasta que consiguieron distinguir a un gran ejército ya formado y a las grandes personalidades esperándolos en el puerto. Ahmose comprendió que Tebas le estaba brindando uno de sus mejores recibimientos. Volvió a la cámara, seguido por su familia, y se sentó en el trono, y ellos junto a él. Los soldados hicieron el saludo militar ante la embarcación faraónica. Las personalidades de Tebas subieron a bordo, encabezadas por el gran visir Hur y los dos comandantes Muhib y Ahmose Ibana, al igual que el jefe de la guardia faraónica Dib, el ujier mayor Sanab, el monarca de Tebas, Tuti Amón, y un sacerdote muy anciano, con el pelo cano, que caminaba lentamente, apoyado en su bastón. Todos se pusieron de rodillas ante el faraón. Hur le dijo:
—Señor, libertador de Egipto, salvador de Tebas, vencedor de los reyes pastores, faraón del Alto y Bajo Egipto, señor del Sur y del Norte. Todo Tebas en los mercados está esperando la llegada de Ahmose, hijo de Kamose, hijo de Sekenenre, y de su gloriosa familia para darles el saludo largamente albergado en sus corazones.
Ahmose sonrió y dijo:
—El Señor os guarde, fieles hombres, y guarde a la gloriosa Tebas, mi punto de partida y de llegada.
Hur le hizo una señal al respetable ujier y dijo:
—Señor, permitidme que os presente a Naufar Amón, el sumo sacerdote del templo de Amón.
Ahmose lo miró con atención y le tendió la mano sonriente diciéndole:
—Me alegra verte, sumo sacerdote.
El sacerdote le besó la mano y le dijo:
—Mi señor, faraón de Egipto e hijo de Amón, revivificador de Egipto y liberador de los más grandes de sus reyes, hice la promesa, señor, de no salir de mis aposentos mientras hubiera en Egipto un hombre de los aborrecidos hicsos que humillaron a Tebas y asesinaron a su glorioso hombre. Me dejé crecer el pelo en la cabeza y en todo el cuerpo, me conformé con unos bocados y unos tragos de agua pura, con los cuales me sostenía, para compartir con los egipcios la suciedad y el hambre que sufrían; y así seguí hasta que Amón eligió para Egipto a su hijo Ahmose. Él cargó contra nuestros enemigos con valentía, hasta que los aplastó y los echó de nuestra patria. Me he perdonado y me he liberado a mí mismo para recibir al glorioso rey y orar por él.
Ahmose le sonrió y el sacerdote solicitó al rey que le permitiera saludar a la familia real. El permiso le fue concedido. Se dirigió a Tutishiri y la saludó, luego a la reina Ahhotep, pues era una de las personas más cercanas a ella en tiempos de Sekenenre, y besó a Setekemose y Nefertari. Hur dijo luego a su señor:
—Señor, Tebas os está esperando. El ejército está formado en las calles. No obstante, el sumo sacerdote de Amón tiene una petición.
—¿Qué pide nuestro ujier mayor? —preguntó Ahmose.
El sacerdote contestó respetuosamente:
—Que nuestro señor nos honre con su visita al templo de Amón antes de dirigirse al palacio faraónico.
—¡Vaya petición! Su cumplimiento proporciona agrado y felicidad —dijo Ahmose sonriendo.