El rey se reunió con sus hombres en la cámara de la nave real y les dijo:
—Aconsejadme.
Todos parecían estar de acuerdo, aunque no se habían consultado previamente entre sí.
—Señor —dijo Hur—, habéis vencido a los hicsos en muchas batallas. Os han reconocido tanto nuestras victorias como sus derrotas. Por ello, habéis borrado las huellas de las derrotas que sufrimos en el pasado y habéis matado a muchos hicsos, con lo cual os habéis vengado de los desgraciados muertos de vuestro pueblo. Ahora podemos comprar la vida de treinta mil de nuestros hombres y ahorrarnos vidas cuya pérdida es innecesaria, pues de lo que se trata es de que nuestro enemigo deje nuestra tierra, y que nuestra patria esté libre para siempre.
El rey miró a sus hombres y vio que todos recibían bien esta opinión. El comandante Dib dijo:
—Cada uno de nuestros soldados ha cumplido bien con su obligación. La vuelta de Apofis al desierto es peor para él que la propia muerte.
—Nuestra suprema obligación —dijo el comandante Muhib— es liberar a nuestra patria del gobierno de los hicsos. Dios nos la ha concedido. No tenemos que alargar el tiempo de la humillación.
—Estamos comprando la vida de treinta mil prisioneros con la de la princesa y multitud de pastores —añadió Ahmose Ibana.
El rey escuchó a sus hombres con mucha atención y dijo:
—Buen juicio. Pero creo que sería conveniente que el mensajero de Apofis esperara un poco más, no vaya a pensar que nuestro apresuramiento en aceptar la paz es porque somos débiles o porque estamos cansados.
Los hombres salieron de la cámara real y el rey se quedó a solas. A pesar de que tenía motivos para estar alegre, se mostraba triste y preocupado. La guerra había llegado a buen término y su acérrimo enemigo se había prosternado delante de él. A partir del día siguiente, Apofis tomaría sus pertenencias y escaparía al desierto, de donde habían venido los suyos guiados por los deseos del destino. ¿Por qué no se alegra el rey? ¿Por qué su alegría no es pura y su contento no es completo? Ha llegado la hora definitiva, la hora de la despedida. Antes estaba verdaderamente desesperado, pero ella aún seguía en la pequeña embarcación. ¿Qué hará mañana, cuando vuelva al palacio de Tebas y sepa que a ella la llevan a un lugar desconocido del desierto? ¿La dejará irse sin tenderle una mano de despedida? «¡No!», se contestó a sí mismo, rompiendo las cadenas de la intransigencia y del orgullo. Se puso de pie, salió de la cámara, tomó una barca en dirección a la nave de la princesa prisionera, diciéndose a sí mismo: «Sea como sea la manera en que ella me reciba, encontraré algo que decirle». Subió a la nave y se dirigió directamente a la cámara. La guardia le saludó y le abrió paso. Traspasó el umbral con el corazón latiendo fuertemente. Echó una mirada al pequeño recinto y vio a la princesa sentada en un diván. Al parecer, ella no esperaba que volviese el rey, por eso la sorpresa se manifestó en su hermoso rostro. Ahmose la examinó de arriba abajo con una profunda mirada y la encontró más bella que nunca. Sus facciones eran tal como se le habían quedado grabadas en el corazón desde el primer día que la vio en la cubierta de la nave real. Apretó los labios y dijo:
—Buenos días, princesa.
La princesa levantó unos ojos todavía asombrados, como quien no supiera qué contestar. El rey no esperó mucho para decir con voz tranquila y con un tono que no revelaba ningún sentimiento:
—Desde hoy eres libre, princesa. —En su rostro se veía que no entendía nada. Le volvió a decir—: ¿No oyes lo que digo? Desde ahora eres libre. Tu prisión se ha terminado, la libertad es ya un derecho que te pertenece.
Creció aún más en ella el asombro y en sus ojos apareció la esperanza, pero dijo con preocupación:
—¿Es verdad lo que dices? ¿Es verdad?
—Lo que digo es una realidad.
Su rostro se iluminó, sus mejillas se ruborizaron y vaciló durante un rato, luego dijo:
—¿Cómo es eso?
—¡Ay! Leo en tus ojos la esperanza. ¿No deseas que sea la victoria de tu padre la que te ha devuelto la libertad?… Yo leo eso en tus ojos. Pero por desgracia para ti es su derrota lo que ha puesto fin a tu prisión.
Calló. No obstante, él la informó sucintamente de la propuesta del mensajero de su padre y del pacto alcanzado. Luego le aseguró que dentro de poco la llevarían con su padre y se marcharía con él adonde este fuera. Finalmente le dio la enhorabuena.
Las sombras de la pena se apoderaron de su rostro. Sus facciones se endurecieron y bajó la vista. Ahmose le preguntó:
—¿Tu tristeza por la derrota supera tu alegría por la libertad?
—Más te vale no burlarte de mí. Abandonaremos vuestro país con dignidad, como hemos vivido —replicó ella.
—No me estoy burlando de ti, princesa. Hemos sido derrotados antes, y la larga guerra nos ha enseñado a reconoceros el valor y el coraje —repuso, temeroso, Ahmose.
—¡Gracias, rey! —dijo ella muy satisfecha.
Por primera vez hablaba con un tono sin enfado ni muestra alguna de orgullo. Se impresionó y le dijo con tristeza:
—Veo que me llamas rey, princesa.
—Porque eres el rey indiscutible de este valle. Pero yo no soy princesa desde hoy —contestó ella agachando la cabeza.
La impresión del rey creció aún más, pues nunca pensó que ella se ablandaría tanto… Creyó que la derrota la haría aún más dura y dijo con tristeza:
—Princesa, los recuerdos son un registro tanto para los dolores como para los deleites. Habéis probado lo dulce y lo amargo de la vida, y aún tenéis un mañana.
Ella contestó con una tranquilidad impresionante:
—Sí. Lo tenemos detrás del espejismo del desconocido desierto, pero haremos frente a nuestro destino con valentía.
Reinó el silencio y sus miradas se cruzaron. Él pudo leer en sus ojos la franqueza y la delicadeza. Recordó a la princesa que en la nave salvó su vida de la muerte y le hizo probar el sabor de la amistad y del cariño. Era como si la viera por primera vez, después de tan largo tiempo. Su corazón se agitó y dijo con seriedad y temor:
—Dentro de poco nos separaremos y ya no pensarás en esto, pero siempre recordaré que has sido agresiva conmigo.
La tristeza se asomó a los ojos de la princesa y su boca dibujó una leve sonrisa.
—Oh, rey —dijo—. De nosotros sabes poco… Somos un pueblo para quien la muerte es mejor que la humillación.
—No he visto en ti ningún síntoma de humillación; no obstante, la esperanza me ha engañado, pues pensaba que sentías un poco de aprecio por mí.
—¿No es humillación que abra mis brazos a mi carcelero y al enemigo de mi padre? —dijo ella en voz baja.
—El amor no conoce esta lógica —dijo él con amargura.
La princesa se calló, como dándole la razón y balbuceó con voz que él no pudo oír: «No puedo echar la culpa a nadie más que a mí misma». Lanzó una mirada apagada y con un movimiento espontáneo tendió la mano a la almohada de su cama, sacó de debajo el collar con el corazón de esmeralda y se lo colgó en el cuello tranquilamente. Él la seguía con la mirada, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Fue junto a ella sin poder contenerse, la rodeó con sus brazos y la apretó contra su pecho con locura. Ella no opuso la menor resistencia. No obstante, dijo con tristeza:
—¡Cuidado! Ya es tarde.
La presión de sus brazos se hizo aún más fuerte y le dijo con voz temblorosa:
—Ameniridis…, ¿cómo dices eso? Pero ¿cómo no descubro mi felicidad hasta que está a punto de desaparecer?… ¡No! No te dejaré marchar.
La princesa lo miró con cariño y temor al mismo tiempo y le dijo:
—¿Y qué vas a hacer?
—Haré que te quedes a mi lado.
—¿Sabes el precio que debes pagar para que me quede a tu lado? ¿Darás treinta mil prisioneros y el doble de tus soldados?
Su rostro se ensombreció, sus ojos se nublaron y murmuró como si hablara consigo mismo:
—Mi padre y mi abuelo murieron por mi pueblo, yo he dado mi vida por ellos. ¿Impedirán la felicidad a mi corazón?
Ella movió la cabeza y dijo con delicadeza:
—Escucha, Isfinis, déjame que te llame con este hermoso nombre que es el que más he amado en mi vida. No hay más remedio… Nos separaremos, nos separaremos. Tú no podrás dar treinta mil prisioneros de tu pueblo al que tanto quieres. Yo tampoco consentiré que se mate a mi padre y a mi pueblo. Cada uno de nosotros tiene que acatar su parte de la solución.
Ahmose la miró asombrado, como si su única parte del amor fuera aguantar la separación y el dolor. Le suplicó:
—Ameniridis, no desesperes aún y evita hablar de la separación. El decirlo con tanta facilidad me vuelve loco… Ameniridis, déjame llamar a todas las puertas, hasta a la de tu padre. ¿Qué pasaría si le pidiera tu mano?
Ella sonrió tristemente y dijo acariciándole con cariño:
—¡Qué lástima, Isfinis! Parece que no sabes lo que dices. ¿Piensas que mi padre aceptará desposar a su hija con el rey que le ha vencido y le ha condenado a exiliarse del país donde ha nacido y en cuyo trono se ha sentado?… Yo conozco a mi padre más que tú y sé que no se puede hacer nada… No queda más remedio que la paciencia…
Ahmose la escuchó anonadado preguntándose: «¿Será verdad que la que habla hoy con este tono triste es la princesa Ameniridis de ayer cuyo orgullo y ufanía no tenía límite?». Todo le pareció extraño.
—El más pequeño de mis soldados no permite que nadie le separe de quien quiere —le replicó él con cierta rabia e impotencia.
—Tú eres un rey, señor, y los reyes son los que más disfrutan, aunque al mismo tiempo tienen las mayores responsabilidades, como los altos árboles que se aprovechan más de los rayos de sol y de la brisa, pero también están más expuestos a la furia del viento y a la tempestad de los huracanes.
Ahmose se puso a gemir diciendo:
—¡Qué desgraciado soy!… Te he querido desde el primer día que te vi en la embarcación.
Ella bajó la vista y replicó con sinceridad y sencillez:
—El amor conquistó mi corazón aquel mismo día, pero no lo descubrí hasta más tarde. Mis sentimientos se despertaron la noche en que el comandante Raj te obligó a luchar contra él. Mi temor me hizo descubrir mi queja. Pasé la noche angustiada y nerviosa sin saber qué hacer con este nuevo sentimiento… hasta que la magia se apoderó de mí hace unos días y perdí la conciencia.
—En el camarote, ¿verdad?
—Sí.
—¡Ay!, ¿cómo será mi vida sin ti?
—Como la mía sin ti, Isfinis.
La apretó contra su pecho y puso su mejilla sobre la suya, como si pensara que eso espantaría el fantasma de la separación. No podía admitir descubrir su amor y separarse de él al mismo tiempo. Tocó todas las puertas para encontrar una solución pero desesperó. Lo máximo que podía hacer era rodearla con sus brazos. No obstante, ninguno de los dos movió un dedo, como petrificados.