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Pasaron los días lentamente cargados con el peso de una gran obra, en cuya realización participaban los más nobles espíritus, los brazos más fuertes y las voluntades más firmes. Nadie se quejaba de las dificultades del trabajo ni del paso del tiempo. No obstante, pasados varios meses del asedio, un día vieron los guardianes un carro con bandera blanca que venía desde la fortaleza. Los guardianes lo pararon, vieron a tres ujieres y les preguntaron su destino. El que parecía ser el jefe de ellos contestó que eran tres mensajeros del rey Apofis para el rey Ahmose. Los guardianes transmitieron la noticia al rey y este formó consejo con su corte y sus comandantes y mandó que entraran los mensajeros. Trajeron a los hombres que ahora andaban con humildad y cabizbajos, ya no tan ufanos y orgullosos como antes; parecía como si no fueran del pueblo de Apofis. Se inclinaron ante el rey y el de mayor edad le saludó diciendo:

—Que Dios os guarde, oh rey.

—Y a vosotros, mensajeros de Apofis —repuso Ahmose—. ¿Qué queréis?

—Oh, rey —contestó el mensajero—. El hombre de la guerra es un aventurero que persigue la victoria, pero puede que le sobrevenga la muerte. Somos gente de armas. La guerra nos permitió acceder a vuestra patria y os hemos gobernado durante un período de dos siglos o poco más. Éramos los señores. Ahora hemos perdido la guerra y nos vemos obligados a refugiarnos en nuestra fortaleza. Somos, oh rey, hombres fuertes que aguantan la derrota lo mismo que somos capaces de recoger los frutos de nuestra victoria.

—Veo que habéis entendido lo que significa este nuevo recorrido que mi pueblo está haciendo y habéis venido suplicando —repuso Ahmose sin disimular el enfado que le corroía.

—No, rey. Nosotros no suplicamos a nadie —dijo el emisario acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza—, pero sí reconocemos la derrota. Mi señor me ha mandado a proponeros dos soluciones, de las cuales vos elegiréis la que os convenga: o la guerra hasta el final, y entonces ya no esperaremos detrás de las murallas hasta morir de hambre y de sed y en ese caso mataremos a los prisioneros, que superan a los treinta mil, luego mataremos a nuestras mujeres y a nuestros niños con nuestras propias manos y atacaremos a vuestro ejército con trescientos mil combatientes que temen perder la vida y aspiran a la venganza. —El hombre se calló para respirar y luego añadió—: O nos devolvéis a la princesa Ameniridis y a los prisioneros de nuestro pueblo y nos garantizáis nuestras vidas, bienes y pertenencias. En este caso os devolvemos a vuestros hombres y abandonaremos Hawaris y nos dirigiremos al desierto de donde hemos venido, dejando vuestra tierra, como queréis, y con esto damos por concluida una lucha que ha durado dos siglos.

El hombre se calló. El rey supo que estaba esperando respuesta. No obstante, la respuesta no era de las que están siempre presentes, ni de las que favorecen la espontaneidad.

—¿Puedes esperar hasta que lo decidamos? —preguntó al mensajero.

—Como queráis, rey —respondió el mensajero—. Mi señor me ha dado de plazo todo este día.