Tanta quietud incomodó al rey, así que mandó a sus comandantes que entrenasen y preparasen al ejército. Al alba del día siguiente, se movilizaron todas sus unidades y la flota zarpó para llegar a Betelmais dos días más tarde. En sus alrededores no había señal de enemigo alguno. Los cuerpos de vanguardia avanzaron e inmediatamente detrás entró el ejército. Esos mismos destacamentos se adentraron en el norte de Panópolis, la región más septentrional de Tebas y entraron sin encontrar resistencia alguna. Allí le llegaron noticias al rey Ahmose de que Panópolis estaba en manos egipcias.
—Los hicsos han desaparecido del reino de Tebas —gritó Ahmose.
—Y pronto desaparecerán también de Egipto —contestó Hur.
Libre de obstáculos, el ejército avanzó hacia Panópolis y entró orgulloso al son de la música militar. Sonaron las trompetas en señal de victoria y las banderas egipcias se izaron sobre la muralla de la ciudad. Los soldados pasearon por los mercados y los ciudadanos se unieron con sus vítores y sus cantos. Una alegría desbordada se apoderó de todos los corazones y de todas las almas. El rey invitó a los comandantes del ejército, de la armada y de su séquito personal a un gran banquete y les obsequió al final con una copa del rico vino de Maryut, con flores de loto y ramos de arrayán. El rey dijo a sus hombres:
—Mañana pasaremos las fronteras del reino por el Norte y, por primera vez desde hace más de cien años, ondearán sobre ella las banderas de Egipto.
Los hombres rezaron por él y le aclamaron durante mucho rato. No obstante, al atardecer, la guardia divisó a un grupo de carros procedente del Norte, camino de la ciudad con una bandera blanca. Los soldados los rodearon y se interesaron por su destino. Uno de los oficiales se presentó como mensajero del rey Apofis para Ahmose. Los soldados los llevaron a la ciudad. Tan pronto como Ahmose conoció la noticia, se dirigió al palacio del gobernador de la ciudad, pero invitando a Hur, al comandante de la armada y a los dos comandantes, Muhib y Dib. Se sentó en la silla del gobernador, rodeado por sus comandantes y su guardia, todos con vestidos de corte. Entraron los mensajeros, pero los egipcios no sabían qué era lo que traían esta vez y estaban a la expectativa. Los emisarios del rey de los hicsos con sus largas barbas avanzaron precedidos por los comandantes y ujieres, los unos con ropa militar, los otros con trajes civiles. No tenían un aspecto desafiante y tosco, como pensaba Ahmose, sino que se acercaron al rey y se inclinaron tan majestuosa y respetuosamente que hasta el rey se quedó sorprendido.
—Dios os salude, oh rey de Tebas. Somos emisarios del faraón del Medio y Bajo Egipto hacia vos —dijo el más anciano.
Ahmose les echó una mirada que no revelaba nada de lo que pensaba realmente, y les dijo con solemnidad:
—Que Dios os salude, mensajeros de Apofis. ¿Qué deseáis?
Cierto disgusto se apoderó de los mensajeros por omitir el rey los títulos que le correspondían a Apofis. No obstante, el caudillo del grupo dijo:
—Oh rey, nosotros somos hombres de guerra. En el campo de batalla nos hemos formado y por ella vivimos. Valientes, como habréis notado. Admiramos al héroe, aunque sea nuestro enemigo, y acatamos la orden de la espada, aunque vaya en contra de nuestros intereses. Has vencido, oh rey. Has recuperado el trono de tu reino y debes gobernarlo, lo mismo que nosotros debemos entregártelo. Es tu reino y tú eres el rey. El faraón os saluda y os transmite su deseo de parar el derramamiento de sangre y establecer un noble pacto que respete los derechos y una los cabos rotos de la amistad entre el reino del Norte y el del Sur.
El rey escuchó a los mensajeros con una tranquilidad que escondía un gran asombro. Miró al portavoz y le preguntó extrañado:
—¿Habéis venido verdaderamente para pedir la paz?
—Sí, rey —respondió el hombre.
—Yo rechazo esa paz —repuso Ahmose con un tono que revelaba bien a las claras su determinación.
—¿Y por qué queréis proseguir la guerra, rey?
—Oh pueblo de Apofis —respondió Ahmose—, es la primera vez que os dirigís a un egipcio con respeto. Por primera vez os habéis contenido de aplicarle el calificativo de esclavo. ¿Sabéis por qué? Porque habéis sido vencidos. Sois salvajes cuando la victoria está de vuestra parte y como ovejas cuando perdéis. ¿Y me preguntáis que por qué quiero proseguir la guerra? Aquí está la respuesta: yo no la declaré para reconquistar Tebas, sino para liberar a todo Egipto de la esclavitud y de la tiranía, para devolverle su libertad y su gloria. Si el que os mandó quiere efectivamente la paz, que deje Egipto para los egipcios y que vuelva con los suyos a los desiertos del Norte.
—¿Esta es vuestra última palabra? —preguntó el mensajero con voz temblorosa.
—Con ella hemos iniciado la lucha y con ella la terminaremos —dijo Ahmose con resolución.
—Puesto que queréis la guerra, será dura entre vosotros y nosotros, hasta que Dios decida según su voluntad —replicó el jefe de los mensajeros. Y los mensajeros se levantaron, se inclinaron ante el rey y abandonaron el lugar a paso lento.