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Una tarde llegaron refuerzos del Sur, eran soldados entrenados en Abu Linópolis y Hira Akunópolis, que rápidamente se incorporaron al ejército. En el puerto de Tebas atracaron pequeñas embarcaciones con armas y testudos, traídos desde Ambús. El comandante del envío anunció al rey que próximamente mandarían fuerzas de carros y jinetes bien entrenados. Al ejército se incorporaron hombres de Tebas y de Habu. El ejército de Ahmose recuperó los hombres que había perdido y su número superó al que tuvieron cuando pasaron la frontera para la conquista. El rey no veía la necesidad de quedarse más tiempo en Tebas. Mandó a sus comandantes que se prepararan para emprender la marcha hacia el Norte al día siguiente por la mañana. Los soldados se despidieron de Tebas y de su gente. Dejaron la diversión y la molicie para entregarse a los ejercicios militares. Al despuntar el alba sonaron las trompetas y el gran ejército empezó a moverse en escuadrones como las olas del mar. Los cuerpos de vanguardia iban delante y, a la cabeza del ejército, el rey y su guardia. Le seguía el batallón de los carros y los demás. La flota, al mando de Ahmose Ibana, zarpó surcando las aguas del Nilo. Todos se aprestaron a la lucha, y la noticia acució sus voluntades y las hizo tan duras como el hierro. El ejército era recibido en las aldeas con gran entusiasmo. Los campesinos corrían a su encuentro, portando banderas y ramas de palmera. El ejército recorrió su camino sin problemas y llegó a Shanhur a media mañana, conquistándola sin resistencia. Por la tarde llegó a Qasa, que le abrió sus puertas y allí pasó la noche para reanudar la marcha por la mañana. Siguieron su caminar hasta acercarse al campo de Kabtus donde pudieron ver el valle que termina en la ciudad. Allí reinó un triste silencio y los recuerdos vinieron a las mentes de los combatientes. Ahmose recordó la derrota del ejército de Tebas hacía diez años en este mismo valle. Recordó la caída de su valiente abuelo Sekenenre, cuya sangre regó este suelo. Paseó la mirada por el campo, pensando en qué sitio exacto habría caído. Miró a Hur y vio su rostro contraído y sus ojos llenos de lágrimas. La impresión se apoderó de él y exclamó:

—¡Qué recuerdo más doloroso!

—Es como si estuviera escuchando las almas de los mártires que colman este lugar sagrado —dijo Hur con la voz ronca y la respiración jadeante.

—La sangre de nuestros antepasados regó muchas veces esta tierra.

Hur se enjugó las lágrimas y le dijo al rey:

—Recemos por el alma de nuestro rey mártir Sekenenre y sus valientes soldados.

Ahmose, sus comandantes y su séquito se apearon y rezaron fervorosamente.