18

El ujier Hur se presentó en la cámara del rey.

—Señor, han llegado unos hombres de Apofis pidiendo autorización para veros —dijo.

—¿Qué quieren? —preguntó Ahmose extrañado.

—Dicen que traen un mensaje para Su Majestad.

—Hazlos pasar en seguida —replicó Ahmose.

El ujier salió de la cámara, mandó a un oficial que trajera a los mensajeros y esperó. Los mensajeros no tardaron en llegar acompañados por un grupo de oficiales de su guardia. Eran tres: delante iba el más anciano, y le seguían otros dos llevando un cofre de marfil. Por la ropa amplia que llevaban conoció que eran ujieres. Tenían la tez blanca y la barba larga. Levantaron una mano para saludar, pero no se inclinaron, sino que se mantuvieron de pie con excesiva ufanía. Ahmose devolvió el saludo con el mismo orgullo y les preguntó:

—¿Qué queréis?

—Comandante —dijo uno de ellos con un acento confuso y orgulloso.

Pero Hur no le dejó terminar la frase. Le dijo con su acostumbrada calma:

—Te estás dirigiendo al faraón de Egipto, mensajero de Apofis.

—La guerra sigue aún en pie —contestó el caudillo— y todavía no se sabe quién es el ganador. Mientras tengamos hombres y armas, Apofis, el faraón de Egipto, no tiene ningún socio.

Ahmose hizo una señal a su ujier para que se callara y le dijo al mensajero:

—Te escucho.

—Comandante —dijo el caudillo—, los campesinos raptaron el día de la retirada de Tebas a su alteza la princesa Ameniridis, hija de nuestro rey Apofis, faraón del Alto y Bajo Egipto, hijo del dios Seth. Mi señor quisiera saber si su hija sigue aún con vida o si la han matado los campesinos.

—¿Tu señor se acuerda de lo que hizo con nuestras mujeres y nuestros niños el día del cerco de Tebas? ¿No se acuerda de cómo los expuso a las flechas de sus hijos y de sus esposos con las cuales los desgarraban atrozmente, mientras vuestros cobardes soldados los usaban como escudos?

—Mi señor no es responsable de todo lo que hace —contestó el emisario con aspereza—. La guerra es una lucha a muerte hasta la derrota final y en ella no tiene lugar la piedad.

Ahmose movió la cabeza disgustado y sentenció:

—Yo diría que la guerra se libra entre hombres. En ella destacan los fuertes y no tienen cabida los débiles. Para nosotros esta guerra tiene que estar bajo las normas de nuestra gentileza y nuestra religión. Sorprendido, me pregunto cómo se atreve el rey a interesarse por su hija, si piensa así de la guerra.

El hombre contestó:

—Mi señor pregunta por algún motivo. Él ni ruega ni teme…

Ahmose se quedó pensando durante un buen rato, pues sabía el verdadero motivo que había empujado a su enemigo a preguntar por su hija. Por eso dijo con toda claridad y con un acento que denotaba menosprecio:

—Vuelve con tu señor y dile que los campesinos son gente honrada que no mata a las mujeres, y que los soldados egipcios no ven bien asesinar a sus prisioneros. Dile también que su hija es una prisionera que disfruta de la nobleza de sus guardianes.

El hombre pareció satisfecho y dijo:

—Esta palabra es la que salva la vida de miles de los vuestros, tanto hombres como mujeres, apresados por el rey. Ha supeditado su vida a la de la princesa.

—Y la vida de la princesa está también supeditada a la de ellos —replicó Ahmose.

El hombre se calló durante un rato y añadió:

—Se me ha ordenado que no vuelva hasta verla con mis propios ojos.

La extrañeza se leía en el rostro de Hur. No obstante, Ahmose dijo anticipándose:

—La verás por ti mismo.

El caudillo señaló un cofre de marfil, que llevaba uno de sus seguidores, y dijo:

—Este cofre está lleno de ropa suya. ¿Me permitís que lo dejemos en su cámara?

El rey se quedó silencioso durante un rato, luego dijo:

—Hazlo.

Hur se apresuró a susurrar a su señor:

—Tenemos que examinar la ropa primero.

El rey vio bien la opinión de su ujier y este mandó que depositaran el cofre delante del rey. Hur lo abrió y sacó su contenido pieza por pieza. Encontró un pequeño cofrecito, lo cogió, lo abrió y encontró el collar con el corazón de esmeraldas. El corazón del rey latió con fuerza al verlo. Recordó cómo la princesa lo había elegido de entre sus joyas, cuando él se hacía llamar Isfinis y vendía piedras preciosas. Se sonrojó. Hur preguntó:

—¿Acaso la prisión es un lugar adecuado para la elegancia?

A lo que replicó el mensajero:

—Este collar es el preferido por la princesa. Si el comandante lo cree oportuno se lo dejamos; si no, nos lo llevamos.

—Déjalo si quieres —dijo Ahmose.

El rey se dio la vuelta hacia donde estaban los oficiales y les ordenó que acompañasen a los mensajeros a la cámara de la princesa. Los mensajeros se fueron seguidos por los oficiales…