Lentas transcurrieron las horas del día mientras el ejército vendaba a sus heridos, descansaba, se distraía, cantaba y bebía a placer. Los soldados tebanos se dirigieron a la casa de sus familiares: se abrazaron y se alegraron del reencuentro. En Tebas reinó, por tanto, el cariño y el amor, y fue el corazón palpitante del mundo. Ahmose, en cambio, no dejó la embarcación. Convocó al oficial encargado de custodiar a la princesa y le preguntó por ella. El oficial le comunicó que había pasado la noche sin probar bocado y que pensaba trasladarla a otra nave y encargar a guardianes de su confianza que la custodiaran. No obstante, sus pensamientos no le condujeron a nada concreto. No le cabía la menor duda de que Hur no estaba de acuerdo en que la princesa permaneciera en la nave real. Conocía bien al ujier para saber que no le agradaba que la hija de Apofis fuera tan importante para él, y sabía que su corazón no lo ocupaba más que la batalla de Tebas. En cambio él llevaba sus propios sentimientos a flor de piel. Tenía que hacer esfuerzos mil por no revolotear alrededor de la cámara y de su dueña. Era inútil intentar disuadirse de pensar en ella, a pesar de su enfado y su rabia, pues el enfado no mata al amor sino que lo camufla provisionalmente como la niebla impide ver el rostro de una bella mujer. Cuando la niebla se disipa, el rostro vuelve a brillar. Por eso Ahmose no se entregó a la desesperación, sino que se decía a sí mismo para consolarse: «Quizá su comportamiento se deba a ver su orgullo humillado y a la rebeldía propia de los prisioneros. Quizá se tranquilice y considere que el amor que disimula supera con creces su rencor. Entonces se dulcificará y dará al amor su parte, como dio al odio la suya». ¿Acaso no fue ella la que un día le salvó la vida y le dio todo su afecto y su cariño? ¿Acaso no fue ella la que, angustiada por su ausencia, le escribió un mensaje lleno de reproche con ahogados gemidos mal disimulados de un amor callado?… ¿Cómo se pueden marchitar así los sentimientos dando lugar a un estado de incomprensión por orgullo y enfado?
Esperó que llegara la tarde, alzó los anchos hombros y fue a la cámara. Los guardianes le saludaron, le abrieron paso y entró con desmedida esperanza. La princesa estaba sentada, quieta y tranquila, con manifiestas señales de tristeza y aburrimiento en sus ojos azules. Su tristeza le dio pena y se dijo a sí mismo: «Tebas, a pesar de lo grande que es, le resultaba pequeña. ¿Cómo puede aguantar estar sentada en este diminuto escondite?».
Se detuvo de pie delante de ella y la princesa le dirigió una mirada fría.
—¿Cómo has pasado la noche? —le dijo con delicadeza.
La princesa no contestó. Se contentó con agachar la cabeza y mirar al suelo, pero él la miró con deseo a la cara, a los hombros, al pecho, y le volvió a preguntar, pensando que su esperanza podría realizarse:
—¿Cómo has pasado la noche?
Parecía que no quería salir de su mutismo, pero alzó la cabeza rápidamente y dijo:
—Ha sido la peor de mi vida…
Él ignoró su tono y le volvió a preguntar:
—¿Por qué? ¿Echas de menos algo?
—Lo echo de menos todo —replicó ella sin cambiar de tono.
—¿Cómo? ¡Si he mandado al oficial encargado de custodiarte…!
—No te canses hablando de esto —contestó ella, angustiada—. Echo de menos todo lo que amo. Echo de menos a mi padre, a mi pueblo, y mi libertad. Pero tengo todo lo que odio: esta ropa, esta comida, este escondite, estos guardianes…
El faraón se sintió frustrado otra vez y sus esperanzas se desvanecieron. Con el rostro desencajado le dijo:
—¿Quieres que te libere y te mande donde está tu padre?
Movió la cabeza con un gesto violento y dijo:
—¡No!
El faraón la miró extrañado, sin saber qué partido tomar. Pero ella prosiguió en el mismo tono.
—Para que nunca se diga que la hija de Apofis suplicó al enemigo de su padre, ni que aceptó su compasión.
El enfado y la rabia se apoderaron de Ahmose al verla tan orgullosa y le dijo:
—No reparas en manifestar tu orgullo porque estás segura de mi clemencia…
—Mientes…
La cara del faraón se sonrojó y le echó una mirada agresiva diciéndole:
—¡Vaya! ¡Una mujer cegada porque no sabe lo que es la tristeza ni el dolor! ¿Sabes el castigo que merece menospreciar a un rey? ¿Has visto alguna vez azotar a una mujer? Si quisiera, hubiera hecho que besaras los pies al último de mis soldados y que le pidieras perdón…
Se quedó mirándola durante largo rato para ver el impacto de su amenaza, pero ella lo siguió mirando desafiante y agresiva, sin pestañear. El enfado era algo que se apoderaba de ella con mucha facilidad, como les ocurría a todos los de su raza. Dijo con tono agresivo y descortés:
—Somos un pueblo que no conoce el miedo. Nuestro orgullo no se mancillará hasta que los cielos no dobleguen los brazos de la gente.
Ahmose se preguntó a sí mismo si merecía la pena humillarla. ¿Por qué no hacerlo y pisotear su orgullo? ¿Acaso no era su prisionera y podía hacerla su esclava? Sin embargo, desechó estos pensamientos porque pretendía algo mejor y más hermoso. AI borde del desespero asomó su orgullo y dejó de seducirla. No obstante, siguió fingiendo y le dijo en un tono igualmente orgulloso:
—Mi voluntad es no torturarte… por eso no lo voy a hacer. No está bien que uno piense maltratar a una hermosa esclava como tú.
—Más bien a una princesa con orgullo.
—Eso era antes de que cayeras prisionera. Yo, antes que torturarte, prefiero incorporarte a mi harén. Que se cumpla mi voluntad.
—Verás que tu voluntad se te aplicará a ti y a tu pueblo, pero no a mí. No me tocarás viva.
El faraón se encogió de hombros, sin dar mucho crédito a lo que le acababa de decir.
Ella prosiguió:
—Es una tradición heredada entre nosotros que si una persona cae prisionera y es humillada y no puede salvarse, no pruebe bocado hasta morir dignamente…
—¿De verdad? Sin embargo he visto cómo los jueces de Tebas, conducidos hasta mí, se prosternaban humillados, suplicando clemencia y perdón. —Se puso rojo y se calló. El rey no pudo aguantar más su conversación y, frustrado, no soportó quedarse allí más tiempo. Dijo mientras salía—: De nada te servirá abstenerte de comer.
Abandonó la cámara enfadado y decidido a cambiarla de embarcación. Pero, apenas se quedó a solas en su nave particular, se tranquilizó y rechazó su propia decisión.