15

El campo de batalla quedó desierto. El faraón se dirigió al Nilo, seguido de su escolta, exhortando a sus guías a que se dieran prisa, pues le consumían nuevos sueños y pensamientos. ¡Qué golpe ha sufrido su corazón hoy! ¡Qué sorpresa ha recibido! No pensaba encontrar a Ameniridis otra vez. Ya había perdido la esperanza y se le figuró como un sueño que alumbrara su noche por una hora; luego, sin pretenderlo ni esperarlo, de nuevo se hizo la claridad. El destino la había arrojado a su clemencia, y ya era propiedad suya. Mucho se había agitado su pecho y había latido su corazón. En su alma habían resurgido cálidos sentimientos que resucitaban dulces recuerdos. Se sumió en ellos y se olvidó de todo.

Pero ¿y ella? ¿Lo había reconocido? Si no lo había reconocido, ¿se acordaría del feliz mercader Isfinis, a quien salvó la vida de una muerte inminente? Ella, la que le dijo llorando «hasta la vista», la que se acordó de él en su destierro y le mandó un mensaje en donde el amor estaba escondido como el fuego entre las cenizas. ¿Su corazón estará aún palpitando en la cámara de la nave real como la primera vez? ¡Dios mío! Pero ¿por qué persiste una felicidad desmedida? ¿Su corazón le dice la verdad o le miente? El rey volvió a recordar su desgraciado aspecto cuando los soldados la empujaban hacia él. Se estremeció sacudido por cierto hormigueo que se propagó por todo su cuerpo. Recordó cómo la gente la escupía, cómo la insultaba, cómo maldecía a su padre. Recordó el malhumor, la rabia y el orgullo que se reflejaban en su cara. ¿Se calmaría ese malhumor si supiera que era la prisionera de Isfinis? Sintió una angustia que no había experimentado ni en los momentos más críticos. Su séquito llegó a la embarcación real, llamó al oficial a quien había encargado la custodia de la princesa y le preguntó:

—¿Cómo está la princesa?

—Se la ha instalado, señor, en una cámara especial. Se le ha traído ropa nueva y se le ha dado de comer. No obstante, no la ha probado. No hacía más que menospreciar a los soldados y llamarlos esclavos. Aun así, se le ha dado un trato especial, como mandó Su Majestad.

El faraón parecía incómodo y se encaminó a pasos tranquilos a la cámara, donde un guardián abrió la puerta y la volvió a cerrar al entrar él rey. La cámara era pequeña y acogedora, alumbrada por una lámpara que pendía del techo. A la derecha de la puerta estaba sentada la princesa, vestida con ropas sencillas de algodón. Se había recogido el pelo, que antes le habían desordenado los soldados, en una larga trenza. La miró sonriente y vio que ella lo miraba extrañada, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Pareció como si estuviera indecisa. Él la saludó diciendo:

—Buenas tardes, princesa.

Ella no contestó, su confusión seguía creciendo por momentos. El joven la miraba largamente, a la vez con deseo y con cariño.

—¿Necesitas algo? —le preguntó.

Ella se le quedó mirando fijamente, paseó su mirada por su casco y su escudo y le preguntó:

—¿Quién eres?

—Me llamo Ahmose, y soy faraón de Egipto.

La incredulidad se asomó a sus ojos. Él la quiso confundir aún más y se despojó de su casco dejándolo sobre un estante, pensando que ella no daría crédito a sus ojos.

Él vio que miraba su pelo rizado con extrañeza y dijo con fingido asombro:

—¿Por qué me miras así, como si me hubieras confundido con alguien?

La princesa no supo qué contestar. Él, en cambio, deseó escuchar su voz y dijo:

—Supongamos que te dijera que me llamo Isfinis, ¿qué contestarías?

Apenas oyó la palabra Isfinis, se puso de pie y le gritó:

—Entonces, ¿tú eres Isfinis?

El rey dio un paso adelante, la miró con cariño y la cogió por el brazo diciendo:

—Yo soy Isfinis, princesa Ameniridis.

—No entiendo nada —dijo ella soltándose violentamente.

—¿Qué importan los nombres? —dijo Ahmose con delicadeza—. Ayer me llamaba Isfinis y hoy me llamo Ahmose, pero soy la misma persona con el mismo corazón.

—¡Qué extraño! ¿Cómo te atreves a decir que eres la misma persona? Eras un mercader que vendía joyas y enanos, y ahora luchas y vistes como los reyes.

—¿Por qué no? Ayer paseaba de incógnito por Tebas y hoy dirijo a mi pueblo para recuperar mi trono perdido.

Le dirigió una larga mirada que él no supo cómo interpretar. Intentó acercarse a ella otra vez, pero la princesa lo paró con un gesto de la mano. Por las facciones tensas y la agresividad y el orgullo reflejados en sus ojos, dedujo que su esperanza quedaba frustrada y desfallecía el anhelo que albergaba en su pecho. La oyó decir con rabia:

—Aléjate de mí.

—No te acuerdas… —le dijo suplicante.

La princesa le cortó antes de que terminase de hablar, poseída por la furia que caracteriza a los de su raza.

—Recuerdo y recordaré siempre que eres un espía, un plebeyo…

El rey sintió un golpe bajo que le hizo fruncir el ceño y replicó encolerizado:

—¡Princesa! ¿No te das cuenta de que te estás dirigiendo a un rey?

—¿Qué rey?

La cólera se apoderó de nuevo de él y dijo:

—El faraón de Egipto.

—Me niego a ser uno de tus súbditos —dijo con cierta burla.

De nuevo la cólera se apoderó del rey y su orgullo sobrepasó todos sus sentimientos.

—¡Ni siquiera tu padre es digno de ser uno de mis súbditos! A pesar de eso, él se apoderó del trono de mi país. Yo le vencí en buena lid y le obligué a huir por las puertas septentrionales de Tebas, dejando a su hija prisionera en manos del pueblo con quien fue injusto. Lo perseguiré con mis ejércitos hasta que se refugie en los desiertos que un día lo empujaron a nuestro valle. ¿Acaso no te das cuenta de esto?… Yo, en cambio, soy el rey legítimo del valle del Nilo, porque soy de la grandiosa estirpe de los faraones de Tebas y porque soy un comandante triunfador que está recuperando su tierra con bravura y tesón.

—¡Un buen rey cuyo pueblo sabe luchar contra las mujeres! —dijo ella con frialdad y sarcasmo.

—¡Qué curioso! ¿No sabes que le debes la vida a este pueblo del que hablas? Estabas bajo su clemencia, y si te hubieran matado no se hubieran apartado de la ley inventada por tu padre, exponiendo a las mujeres y a los niños a las flechas de los campesinos.

—¿Y me comparas con esas mujeres?

—¿Por qué no?

—Disculpa, oh rey, no puedo imaginarme ser igual que alguna de tus mujeres, ni que exista en mi pueblo alguien semejante a vosotros, a menos que sean iguales los señores y los esclavos… No sabes que nuestro ejército abandonó Tebas sin sentir la humillación de la derrota. Decían con ironía: «Nuestros esclavos se han rebelado contra nosotros».

El rey se encolerizó aún más y ya no pudo contenerse.

—¿Quiénes son los esclavos y quiénes son los señores? —le gritó—. No comprendes nada, eres una muchacha fatua, porque naciste en este valle que denota gloria y grandeza. Si tu nacimiento no hubiera tardado un año, habrías nacido en los más recónditos y fríos desiertos del Norte, y no habrías oído a nadie que te llamara «princesa» o que invocara a tu padre con el título de «rey». De esos desiertos vino tu gente a apoderarse de nuestro valle, a someter a esclavitud a sus señores. Luego dijeron, por ignorancia o por estupidez, que ellos eran los señores y nosotros los esclavos, que ellos eran blancos y nosotros morenos. Ahora la justicia vuelve a equilibrar la balanza y se devuelve al señor su señorío, al esclavo su esclavitud, la blancura se convierte en la característica de los que habitan los fríos desiertos y la tez oscura vuelve a ser el símbolo de los señores de Egipto, bronceados por los rayos del sol. Esta es la indiscutible verdad…

La rabia se apoderó del corazón de la princesa, la sangre ruborizó su rostro y dijo con desprecio:

—Yo sé que mis antepasados bajaron del desierto del Norte, pero ¿cómo se te ha podido olvidar que ellos eran los señores del desierto, antes de convertirse por su valor en los señores de este valle? Eran y siguen siendo señores y de ese señorío nace su orgullo y su nobleza. No conocen más que la espada para abrirse camino hacia su objetivo. No se disfrazan con ropa de mercaderes para luego apuñalar a aquellos ante quienes se habían prosternado hacía poco.

El rey le echó una mirada dura y escudriñadora. Vio que era orgullosa, soberbia y agresiva, sin miedo ni doblez. En ella se representaba la rudeza y el orgullo de su pueblo. Su rencor aumentó. Sintió un fuerte deseo de someterla y humillarla, sobre todo después de que ella hubiera despreciado los sentimientos de él con su orgullo y su presunción. Le dijo con voz tranquila y sosegada:

—No sé por qué sigo discutiendo contigo. No debo olvidar que yo soy el rey y tú mi prisionera.

—Todo lo prisionera que quieras, pero nunca dejaré que me humillen.

—Te escudas en mi clemencia, por eso te crees valiente.

—Mi valor nunca me ha abandonado… Pregunta a los hombres que me raptaron a traición cómo es mi valor y el desprecio que les manifesté hasta en los momentos más cruciales y más peligrosos para mí.

Movió sus anchos hombros como despreciándola, luego se dio la vuelta hacia la mesa, cogió el casco y se lo puso. Pero antes de dar el primer paso, la oyó decir:

—Has dicho, efectivamente, que soy una prisionera; pero tu barco no es el lugar adecuado para los prisioneros, así que, por favor, llévame con los prisioneros de mi pueblo.

Él la miró con rabia y le dijo para enfadarla y aterrorizarla:

—No es lo que tú crees. Es costumbre que los presos si son hombres pasen a ser esclavos, pero en cuanto a las mujeres, se las incorpora al harén del rey victorioso.

—¡Pero yo soy una princesa! —dijo con los ojos saltándosele de las órbitas.

—¡Lo eras! Ahora eres sólo una prisionera.

—Cada vez que recuerdo que un día te salvé la vida, me vuelvo loca.

—¡Qué viva ese recuerdo! —dijo él con tranquilidad—. Gracias a él te he salvado la vida de los rebeldes que deseaban cortarte la cabeza para mandársela a Apofis.

Luego le dio la espalda y abandonó la cámara. La guardia lo saludó y él les mandó que navegasen hasta la parte norte de Tebas. Fue a la proa con paso lento, llenando su pecho con el aire fresco de la noche. La nave no tardó en bajar con la corriente del Nilo, que fluye desde la eternidad, surcando la oscuridad hacia el norte de Tebas. El rey lanzó una mirada a la ciudad como para escaparse de sus propias preocupaciones. La luz brillaba en las naves atracadas a la orilla de la ciudad. Los altos palacios, en cambio, estaban sumidos en la oscuridad, después de que sus dueños los hubieran abandonado. A lo lejos, entre los palacios y los jardines, se podían ver las luces de las antorchas que llevaban los alegres trasnochadores. La brisa llevó hasta el faraón sus cantos y sus aclamaciones. Este esbozó una amplia sonrisa, pues comprendió que se debía a que Tebas estaba recibiendo al ejército de salvación, como solía recibir a su victorioso ejército con sus eternas fiestas.

La nave fue acercándose al palacio del faraón hasta rozarlo mientras avanzaba. El rey vio que el palacio estaba alumbrado y que la luz parpadeaba en las ventanas y en el jardín, y dedujo que Hur lo estaba limpiando y preparando. Había vuelto Hur, efectivamente, a cumplir con su misión en el palacio de Sekenenre. Ahmose vio el muelle del jardín del palacio y le sobrevino un desagradable recuerdo: la noche en que la embarcación real llevó a su familia al extremo sur, mientras la sangre corría por todo el valle.

El rey volvió a recorrer la cubierta de una punta a la otra. Su mirada se dirigió a la cámara cerrada de la princesa y luego se preguntó varias veces: «¿Por qué la trajeron?… ¿Por qué me la trajeron?».