El faraón convocó al comandante Ahmose Ibana y le dijo:
—Delegaré en ti mañana, valiente comandante, la orilla occidental de Tebas. Atácala o cércala. Haz lo que creas oportuno según las circunstancias.
Los comandantes empezaron a pensar en cómo atacar Tebas. El comandante Muhib expresó su pensamiento con las siguientes palabras:
—Las murallas de Tebas son inexpugnables y costarán a los atacantes valiosas vidas. No obstante, no hay más remedio que asaltarla, pues sus puertas meridionales son el único camino hacia ella.
A lo cual contestó el comandante Dib:
—Cercar las ciudades por bien amuralladas que estén y sitiarlas por hambre es lo mejor, pero no debemos pensar en someter Tebas al hambre y no tenemos más remedio que atacarla. No nos faltan medios como son, por ejemplo, las escaleras y los testudos de protección, aunque tampoco son suficientes. Espero que nos lleguen en mayores cantidades. En cualquier caso, si el precio de Tebas es caro, tendremos que pagarlo de buena gana.
—Este es un juicio muy sensato. No tenemos que perder tiempo porque nuestro pueblo está retenido dentro de las murallas de la ciudad, y es probable que sufra la salvaje venganza de nuestro enemigo —replicó Ahmose.
Aquel día, la flota egipcia se acercó a la orilla occidental de Tebas y se encontró con una flota que los hicsos habían reunido con las embarcaciones que consiguieron escapar de Hira Akunópolis. Se atacaron y los dos ejércitos emprendieron una cruenta lucha. No obstante, los egipcios superaban a sus enemigos en hombres y embarcaciones. Cercaron a su enemigo y le sometieron a un verdadero infierno.
Ahmose mandó un comando de los regimientos de arqueros y lanceros a probar las fuerzas que se resistían detrás de las murallas. Disparaban sus arcos sobre puntos alejados unos de otros de la gran muralla, y he aquí que los hicsos llenaban la muralla de fuertes guardianes y de armas sin cuento. Los comandantes egipcios organizaron sus fuerzas y cuando recibieron la orden de atacar, mandaron destacamentos por el valle a atacar la muralla en varios puntos, protegiéndose con sus largos escudos. Las flechas del enemigo caían sobre ellos como una lluvia y dirigieron sus arcos hacia las entradas de la defendida muralla. La lucha se desarrolló sin piedad. El campamento no paraba de mandar grupos de soldados entusiasmados. Estaban luchando con ahínco y sin temer a la muerte, pero pagaron un alto precio por su atrevimiento. El día acabó en una verdadera carnicería. El faraón quedó afectado por el número de muertos y heridos y dijo enfadado:
—Mis soldados no temen a la muerte y esta los siega.
—¡Vaya batalla, señor! Veo que los cadáveres cubren el campo —dijo Hur mientras su mirada se perdía más allá de la ciudad.
El comandante Muhib tenía el rostro sombrío y la ropa polvorienta.
—¿No estamos atacando a la muerte en balde? —preguntó.
—No voy a empujar a mi ejército hacia una muerte segura. Sería más conveniente que mandara un número fijo de hombres detrás de los testudos, hasta que la muerte llene con el enemigo las entradas de la muralla —dijo Ahmose.
El faraón permaneció turbado. Ni siquiera le pudieron consolar las noticias que le llegaron referentes a que la flota egipcia se había apoderado de lo que quedaba de la flota de los hicsos y que se había convertido indiscutiblemente en el dueño del Nilo…
Aquella misma tarde llegó el mensajero que había mandado a su familia en Nabata, trayendo un mensaje de Tutishiri. Ahmose extendió el mensaje entre sus manos y leyó lo siguiente:
De Tutishiri a mi nieto y señor el faraón del Alto y Bajo Egipto Ahmose, hijo de Kamose, por quien ruego a Amón que le proteja la valiosa vida y que le guíe por el buen camino, su corazón a la fe y su mano a acabar con el enemigo. Me ha llegado tu mensajero notificándome la muerte de nuestro malogrado, el valiente Kamose, y comunicándome sus últimas palabras dirigidas a mí. Será mejor —estando tú luchando contra nuestro enemigo— que calle lo que todos nuestros corazones experimentan ahora. El mío fue condenado a probar el cáliz de la muerte dos veces en una sola y breve vida. No obstante, voy a callar mis condolencias a quien en estos momentos está viviendo una grande y terrible guerra en la que no se escatiman vidas y en la que los héroes desafían a la muerte. Tampoco disimularé —a pesar de mi dolor y tristeza— que un mensajero que me llega con la noticia de la muerte de Kamose y de la victoria de nuestro ejército, es mejor que si me hubiera llegado el propio Kamose con la noticia de la derrota… Ve por el mismo camino. El dios clemente te guardará y te protegerán mis ruegos y los de los sensibles corazones que me rodean, todos desgarrados por la tristeza, la paciencia y la esperanza. Has de saber, señor, que nos estamos preparando para trasladarnos a Dabur, muy cerca de la frontera con nuestro país, para estar cerca de tus mensajeros. Paz.
Ahmose leyó el mensaje y captó el gran dolor y la gran esperanza que se escondían entre líneas. Se figuró las caras de las que se despidió en Nabata: Tutishiri con su rostro delgado rodeado de canas, la abuela Ahhotep con su majestuosidad y tristeza, su madre Setekemose con su dulzura, y su esposa Nefertari con sus grandes ojos y su cuerpo esbelto. Balbuceó: «¡Dios mío! Tutishiri está aguantando las puñaladas del dolor mortal con entereza y esperanza. No obstante, su dolor no le ha hecho olvidarse de nuestra gran esperanza. Tengo que recordar siempre su sabiduría y seguirla con mi corazón y con mi mente…».