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El ejército descansó en Hira Akunópolis unas cuantas jornadas, después de la sangrienta batalla de doce días. Ahmose cuidó personalmente de organizar la ciudad y devolverle su primigenio aspecto egipcio en cuanto a gobierno, campos, mercados y templos. Consoló a los indígenas por todas las vejaciones de las que habían sido objeto y por la rapiña y el hurto que había sufrido la ciudad con la retirada de los hicsos.

El ejército se dirigió hacia el Norte y con él zarpó la flota. Entró en la ciudad de Najeb, sin encontrar resistencia, aquella misma tarde. Pasó allí la noche y al alba del día siguiente reanudó la marcha sin encontrar a ninguna patrulla enemiga. Conquistó los campos y plantó en ellos las banderas egipcias. Se acercó al valle de Latubúpolis después de tres días. El rey y sus hombres creían que el enemigo la defendería, por eso el faraón mandó a su élite y Ahmose Ibana cercó sus orillas occidentales. No obstante, las tropas de vanguardia entraron en la ciudad sin resistencia y el ejército la ocupó tranquilamente. Los habitantes egipcios les contaron cómo las unidades del ejército de Apofis habían pasado llevando a sus heridos, y cómo los terratenientes hicsos habían tomado sus pertenencias y sus bienes y se habían unido al ejército de su rey asustados y alborotados…

El ejército avanzó con sus temibles unidades, apoderándose de los campos y ciudades sin ninguna resistencia, hasta que llegó a Tirt y a Hezmentis. Todos aspiraban a reunirse con su enemigo para satisfacer sus deseos soterrados. La alegría afloraba a sus rostros siempre que alzaban su bandera en las aldeas o pueblos. Sentían que habían liberado una parte de la querida patria. La noticia de la derrota de los carros de los hicsos llenaba de júbilo a los soldados y avivaba en sus corazones la esperanza y el entusiasmo. Marchaban cantando canciones militares y acortaban la distancia del valle con sus piernas de bronce, cuando de pronto divisaron las murallas de la ciudad de Habu, muy dentro de la región de Tebas. El valle se inclinaba hacia su parte occidental de una manera abrupta. Las tropas de vanguardia se dirigieron a la ciudad, pero se encontraba como las demás ciudades, sin guardianes. El ejército se apoderó de ella tranquilamente. La entrada en Habu entusiasmó a los soldados, porque esta y Tebas eran como una misma ciudad, y porque la mayoría de los soldados del ejército eran de allí. En sus plazas se abrazaron y entonaron canciones de amor y nostalgia. Los soldados avanzaron hacia el Norte con los corazones ansiosos de lucha y las almas fortalecidas. Sabían que estaban a punto de culminar una obra histórica y entrar en el combate más determinante que decidiría el destino de Tebas. Bajaron por el gran valle que los tebanos llaman «el camino de Amón», un valle que se ensancha a medida que se avanza por él, hasta que se les apareció la gran muralla con sus puertas que les cortaba el paso. El camino seguía al Este y al Oeste. Detrás se podían ver las montañas, los muros de los templos y los grandes edificios. Todo lo que representaba la gloria y la eternidad. Les rodeaban los grandes recuerdos. Una ola de entusiasmo y de nostalgia hizo temblar los corazones y las conciencias. Todo el valle empezó a gritar al unísono: «¡Tebas… Tebas!». Su nombre corrió por todas las gargantas y lo entonaron los corazones inflamados. Siguieron gritando hasta que las lágrimas arrastraron su orgullo. Lloraron y lloró con ellos el anciano Hur…

El gran ejército acampó. Ahmose se detuvo ante la bandera de Tebas que Tutishiri había bordado con sus propias manos, ondeando sobre su cabeza. Miraba la ciudad con ojos soñadores y decía:

—Tebas, Tebas…, tierra de gloria…, morada de mis padres y mis antepasados. Alégrate. Mañana será el día de la gloria…