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Se despertaron al alba y empezaron los preparativos. Los espías vinieron trayendo importantes noticias: el movimiento no había cesado durante toda la noche en el campamento del enemigo y algunos de los que se atrevieron a adentrarse en los campos que rodeaban el lugar de batalla dijeron que nuevos efectivos enemigos habían ido llegando a Hira Akunópolis a lo largo de la noche, y que habían seguido llegando hasta poco antes del alba. Hur pensó durante un buen rato y dijo:

—El enemigo, señor, reúne sus fuerzas aquí para recibirnos con todo su ejército. Eso no es de extrañar, porque si logramos entrar en Hira Akunópolis, nada, excepto las murallas de la gloriosa Tebas, nos detendrá.

Buenas noticias, en cambio, llegaron del Nilo. Al faraón se le comunicó que su flota había luchado valerosamente y que el enemigo no se había apoderado de ella como deseaba, sino que, por el contrario, había conseguido echar al agua a muchos soldados de las naves enemigas. La flota de los hicsos se había visto obligada a retroceder, después de dejar fuera de combate a una tercera parte. Las dos flotas abandonaron la batalla durante unas horas y volvieron a entrar en combate al alba. La flota de Ahmose Ibana fue la primera en entrar en combate. El faraón, más sosegado, se preparó para la lucha con el corazón alegre.

Al amanecer, los dos ejércitos avanzaron dispuestos a luchar. Salieron las filas de carros y los egipcios gritaron su lema: «¡Vivir como Amenemhet o morir como Sekenenre!». Luego se entregaron en cuerpo y alma al campo de la muerte. Los choques se sucedían sin tregua ni descanso, se intercambiaban los ataques, se luchaba con arcos, lanzas y espadas. El rey Ahmose advirtió, a pesar de la dureza del combate, que el cuerpo del ejército enemigo se comportaba con mucha sabiduría y que quien mandaba a las tropas lo hacía con orden y precisión. Miró a ver quién podría ser el diestro comandante y vio que no era el gobernador de Hira Akunópolis, sino el propio rey Apofis, a quien había regalado la corona adornada con piedras preciosas en el palacio de Tebas. Era él en persona, con su cuerpo robusto, su larga barba y su mirada penetrante. Ahmose se preparó para un fuerte ataque. Luchó como un héroe, mientras su guardia le defendía de los embates del enemigo. No se enfrentó a ningún jinete enemigo sin derrotarlo en seguida, hasta el punto de que temieron luchar contra él y desesperaron de vencerlo. La batalla duró mucho y nuevas fuerzas irrumpieron en el campo por ambas partes. El combate siguió encarnizado y cruento hasta el atardecer. Entonces, con las fuerzas de ambos bandos ya agotadas, un destacamento enemigo formado por carros atacó el ala izquierda de los egipcios al mando de un hombre muy fuerte. Lo cercó cuanto pudo pero la resistencia, ya agotada, nada consiguió contra él. Poco a poco fue abriéndose paso para acabar con las fuerzas atacantes o para atacar a la infantería. Ahmose se dio cuenta de que aquel comandante había aprovechado su cansancio y había ahorrado sus fuerzas para dar el golpe definitivo. Por temor a que el hombre consiguiera su objetivo y provocara el desorden entre las líneas de su ejército, o una matanza entre su infantería, decidió atacar al corazón del enemigo para ponerlo en un aprieto. El diestro comandante se vio a punto de ser cercado y sin darse un respiro para vacilar porque la situación era muy delicada, ordenó a sus soldados que atacasen irrumpiendo inesperadamente en el corazón de la formación enemiga. La lucha fue tremendamente intensa y terrible. Los egipcios se vieron obligados a retroceder bajo la fuerte presión y Ahmose mandó un destacamento de carros para cercar a la fuerza que en aquellos momentos inmovilizaba el ala izquierda. No obstante, aquel comandante era muy experto y modificó su táctica cuando estuvo a punto de abrirse la esperada brecha. Mandó un pequeño destacamento de carros que pararan a los atacantes, mientras él y el resto de sus soldados se incorporaban rápidamente a su ejército. En aquel momento, Ahmose divisó al atrevido comandante. Era Jinzar, el tirano gobernador de Tebas, un hombre de constitución robusta y músculos de acero. Su ataque costó muchas vidas de entre los más jóvenes jinetes de carros egipcios. Poco tiempo después se terminó la lucha y el rey y su ejército volvieron al campamento. Ahmose decía irritado y amenazador: «Nos veremos las caras, Jinzar». Sus hombres lo recibieron deseándole muchos años de vida. Entre ellos estaba uno nuevo que era Ahmose Ibana. Se alegró al verlo en el campamento y le preguntó:

—¿Qué hay, comandante?

Y Ahmose Ibana contestó:

—La victoria, señor. Hemos vencido a la armada de los hicsos, hemos apresado cuatro de sus grandes embarcaciones y hemos hundido a la mitad. Los demás han escapado.

El rostro del rey se relajó y puso la mano sobre el codo del comandante diciéndole:

—Has ganado para Egipto con esta victoria la mitad de la guerra. Estoy muy orgulloso de ti.

El rostro de Ahmose Ibana se sonrojó y dijo satisfecho:

—Hemos pagado un precio muy alto por esta victoria, señor; pero ahora somos los dueños absolutos del Nilo.

—El enemigo nos ha causado grandes pérdidas —replicó el faraón—. Temo no poder resistir. La victoria en esta guerra será para quien pueda acabar con la caballería del enemigo. —Calló Ahmose y luego prosiguió—: Nuestros gobernantes del Sur están entrenando al ejército y construyendo más barcos y más carros; pero la preparación de los jinetes de los carros necesita mucho tiempo. Sólo nos valdrá, entonces, nuestro valor para no exponer a nuestra infantería otra vez a los carros del enemigo.