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El ejército abandonó Ambús al amanecer y a esa misma hora la flota zarpó. La vanguardia fue entrando en los pueblos y allí se les recibía calurosamente. Por fin llegaron a Abu Laptópolis Mayam. Allí se prepararon para emprender una nueva batalla. No obstante, la vanguardia no encontró ninguna resistencia y entraron en la ciudad. Al mismo tiempo, las unidades de la armada bajaban por el Nilo a toda vela, sin encontrar rastro alguno de las naves enemigas. Hur, prudente por naturaleza, aconsejó al faraón que mandara algunas de sus fuerzas de reconocimiento a los campos orientales, no fuera a ser que cayeran en una trampa. El ejército y la flota pasaron la noche en Abu Laptópolis Mayam y la abandonaron al despuntar el alba. El rey y su guardia iban a la cabeza del ejército, detrás de las tropas de vanguardia. A la diestra del rey estaba el carro de Hur, ambos rodeados por un séquito de expertos conocedores de aquellas tierras.

—¿Acaso no vamos a Hira Akunópolis? —le preguntó el rey a Hur.

—Sí, señor; es el primer puesto para defender a la propia Tebas. En su valle se producirá la primera y más cruenta batalla entre dos fuerzas parecidas —respondió el ujier.

A media mañana llegaron noticias de los servicios de reconocimiento diciendo que la flota egipcia se había enfrentado a la flota de los hicsos, que por el número se pensaba que era toda la armada del enemigo y que el combate se desarrollaba con dureza. El rey miró hacia el oeste y en su hermoso rostro aparecieron el ruego y la esperanza.

—Señor, los hicsos son novatos en la guerra naval…

El faraón se quedó en silencio, sin hacer ningún comentario. El sol ascendía por el firmamento y el ejército avanzaba con sus regimientos y sus equipos. Ahmose se quedó absorto y pensativo. Se imaginaba a su familia recibiendo la noticia de la muerte de Kamose, el espanto de su madre Setekemose y la angustia y pesar de Ahhotep, los sollozos de la paciente madre Tutishiri y el llanto de su mujer Nefertari, ahora reina de Egipto. «¡Dios mío! Kamose ha caído a traición y el ejército ha perdido al hombre más valiente y de más amplio conocimiento», se decía. Y, en efecto, le había dejado una herencia llena de responsabilidades. Su imaginación se trasladó después a Tebas, donde reinaba Apofis y donde el pueblo sufría las más atroces formas de sufrimiento y humillación. Después recordó a Jinzar, el grande y valiente gobernador. No descansaría hasta vengar a su abuelo mártir, dándole muerte. A continuación le vino a la memoria la princesa Ameniridis y recordó la cámara donde habían probado el fuego sagrado del amor. ¿Estará aún prendada del apuesto mercader Isfinis y aspirará a que le cumpla lo prometido?

Entonces Hur tosió y le recordó con ello que no debía enamorarse de Ameniridis, pues estaba al frente del ejército invasor para limpiar a Egipto de invasores. Quiso desechar estos pensamientos y miró hacia su ejército, tan numeroso que cubría el lugar hasta más allá de donde el horizonte se juntaba con la tierra. Dejó de mirar y volvió a pensar en el combate que en aquellos momentos se estaba librando en el Nilo… Al mediodía los informadores vinieron a comunicarle que ambas flotas estaban luchando encarnizadamente, y que caían muchos soldados por ambas partes. La cara del rey se contrajo sin poder disimular su angustia.

—No hay motivo para preocuparse, señor. La flota de los hicsos no es de despreciar, pero la nuestra está ahora llevando el peso de la batalla definitiva —dijo Hur.

—Si la perdemos, perderemos la mitad de la guerra —comentó Ahmose.

—Y si la ganamos, señor, como creo que sucederá, habremos ganado toda la guerra —dijo Hur muy seguro.

El ejército estaba tan sólo a unas horas de las puertas de Hira Akunópolis y se hizo obligado un alto para el descanso y preparación. Llevaban un rato cuando llegaron mensajeros anunciando que las avanzadillas estaban luchando contra fuerzas dispersas del enemigo. Ahmose exclamó:

—Los hicsos están descansados. Seguramente estarán deseando un enfrentamiento en este momento.

El rey mandó una fuerza de carros para reforzar a las avanzadillas en caso de que se las atacara con una fuerza que les superara en número. Convocó a sus comandantes y les ordenó que estuvieran preparados para el combate en cualquier momento.

Ahmose sentía la gran responsabilidad de dirigir un ejército por primera vez en la vida. Se dio cuenta de que él era el protector de este gran ejército y el responsable del destino del país.

—Tenemos que dirigir nuestras fuerzas para inutilizar los carros del enemigo —le dijo a Hur.

—Eso es lo que intentará cada uno de los dos ejércitos. Si neutralizamos los carros enemigos y nos apoderamos del campo de batalla, su ejército estará a merced de nuestros arqueros —contestó el ujier.

En ese momento, mientras Ahmose se preparaba para emprender el combate, llegó un mensajero que venía corriendo de la parte del Nilo y anunció al rey que la flota egipcia estaba recibiendo fuertes descalabros. Ahmose Ibana pensó que sería mejor retroceder con las unidades principales para volverlas a organizar lejos del frente de batalla. La lucha seguía muy encarnizada. La preocupación se apoderó del joven y temió perder su gran flota. No le quedaba tiempo para pensar. Sabía que el enemigo había iniciado el ataque. Saludó a Hur y a su séquito, avanzó con su guardia y ordenó al destacamento de carros que atacase. El ejército irrumpió formando un cuerpo central y dos alas laterales y corrió en filas bien formadas, tan rápidas y tan densas que la tierra empezó a temblar.

No tardaron en darse cuenta de que el ejército de los hicsos avanzaba en varios grupos de carros como una tempestad y que el enemigo les haría frente con un ejército salvaje, el mismo que siempre los había despreciado. La furia se apoderó de ellos y gritaron al unísono como un trueno: «¡Vivir como Amenemhet o morir como Sekenenre!», y se lanzaron al combate con el corazón anhelante de lucha y venganza. Los dos bandos combatían con coraje, agresividad y con más ferocidad que nunca. La tierra se cubría de sangre, los gritos de los soldados se mezclaban con el relincho de los caballos y con los silbidos de las flechas. La lucha seguía indecisa, cada vez más agresiva y violenta, hasta que el sol se hundió en el horizonte, fundiéndose en un lago de sangre. En el ambiente empezaron a rondar negras sombras que se perdían en la oscuridad. Los dos ejércitos dejaron de luchar y volvieron a sus campamentos. Ahmose caminaba entre el círculo de su guardia que siempre lo acompañaba, tanto cuando avanzaba como cuando retrocedía.

Sus hombres, con Hur a la cabeza, lo recibieron.

—Ha sido una lucha violenta que nos ha costado la pérdida de valientes héroes —les comentó, y prosiguió—: ¿No hay novedades sobre la batalla del Nilo?

—Las dos flotas siguen luchando —dijo el ujier.

—¿Y sabéis algo de la nuestra?

—Ha luchado todo el día y ha retrocedido. Luego la mayoría de las naves se ha enzarzado con las unidades del enemigo y no han podido separarse hasta que ha oscurecido. La lucha continúa y están esperando novedades —contestó Hur.

El rostro cansado del rey se ensombreció y dijo a los que le rodeaban:

—Ruguémosle a Amón que dé la victoria a nuestros hermanos que están luchando en el Nilo.