A media mañana, con todo el esplendor de un día hermoso, el rey Kamose, el príncipe heredero Ahmose, el ujier Hur y todos los miembros del séquito, desembarcaron en la isla. Fueron recibidos fervorosamente por los indígenas, que se prosternaron besando la tierra ante él, y sus aclamaciones se hicieron aún más intensas al oír el nombre de Sekenenre, de Tutishiri, de Kamose y del príncipe Ahmose. El faraón los saludó con la mano levantada y habló a la enorme multitud de hombres, mujeres y niños. Comió dátiles y otras frutas que le ofrecieron, bebieron vino de Maryut tanto él como su séquito y sus oficiales, y todos se encaminaron hacia el palacio del gobernador. El faraón dio la orden de designar a uno de sus hombres más fieles, llamado Sammar, como monarca de la isla, y delegó en él la función de impartir justicia y aplicar la ley. En esta asamblea los comandantes se pusieron de acuerdo en la necesidad de tomar Siyin por sorpresa al alba del día siguiente. De este modo, se le asestaría un duro golpe antes de que pudieran reponerse de la sorpresa.
El ejército se acostó temprano con el fin de levantarse antes del alba, avanzar luego hacia el Norte protegido por la armada que cerraba las entradas del Nilo y cruzar la llanura antes de que las estrellas cerrasen sus brillantes ojos. Así lo hicieron. Rabia y ganas de lucha bullían en todos los corazones, preparados para la venganza. Se acercaron a Siyin cuando la oscuridad de los últimos momentos de la noche se mezclaba con la luz azulada y tímida de la mañana. El horizonte oriental abrió su claridad dejando al descubierto los rayos precursores del sol. Kamose ordenó a las fuerzas de carros que avanzaran sobre la ciudad por el sur y el este apoyadas por destacamentos de arqueros y lanceros. Mandó a la armada que cercase la orilla occidental de la ciudad. Todas las fuerzas atacaron por tres flancos al mismo tiempo. Los carros eran conducidos por oficiales veteranos que conocían bien la ciudad y sus alrededores, y se dirigían a los cuarteles y los centros de policía. Detrás iba la infantería con las armas en la mano, la cual sometió al enemigo a una matanza en la que corrió la sangre a raudales. Los hicsos pudieron defenderse en algunos frentes y luchar desesperadamente, pero caían como hojas de otoño bajo los efectos de una tempestad… En cuanto a la armada, no se le interpuso ninguna resistencia ni se enfrentó a ningún navío militar. Una vez que se apoderó del puerto, bajaron algunos de sus hombres a atacar los palacios cercanos al Nilo y apresar a sus dueños. Entre ellos se encontraban el gobernador de la ciudad, los jueces y los hombres más destacados. Luego las fuerzas empezaron a avanzar campo a través en dirección a la ciudad.
La sorpresa fue determinante en esta batalla, pues acortó su duración y aumentó el ímpetu de la lucha contra los hicsos. El sol no había salido aún por el horizonte ni había mandado sus rayos sobre la ciudad cuando las multitudes de los conquistadores se apoderaron de los cuarteles y de los palacios y conducían a los presos a las cárceles. Los caminos y los patios de los cuarteles estaban sembrados de cadáveres ensangrentados y por la ciudad y por los campos cercanos corrió la noticia de que Kamose, hijo de Sekenenre, había conquistado Siyin con un gran ejército y se había adueñado de ella. Una rebelión sangrienta estalló al mismo tiempo en la ciudad y los indígenas saquearon las casas de los hicsos atacándoles en sus propias alcobas y haciendo con ellos lo que quisieron, azotarlos o matarlos. Muchos escaparon corriendo, como antes habían hecho los egipcios cuando Apofis conquistó el Sur con sus hombres y sus carros… Luego los habitantes se tranquilizaron y el ejército logró dominar la situación. Kamose entró a la cabeza de sus soldados con las banderas de Egipto ondeando al viento y al son de la música. Los indígenas acudieron a recibirlos. Fue un día glorioso…
Los oficiales transmitieron al rey la noticia de que muchos jóvenes —algunos de ellos habían pertenecido al antiguo ejército— estaban entusiasmados por reunirse con ellos. Kamose se alegró y designó a uno de sus hombres llamado Shau para gobernar la ciudad. Le mandó que pusiera orden entre los voluntarios y los entrenara para que se incorporaran al ejército como soldados avezados. Los oficiales dieron al rey el inventario de los carros y caballos que habían arrebatado al enemigo. Era algo grandioso.
El ujier Hur propuso al rey que siguieran avanzando sin descanso para no dar tiempo al enemigo a prepararse y reorganizar su ejército.
—Emprenderemos la primera y verdadera batalla en Ambús —dijo.
—Sí, Hur —respondió Kamose—. No es de extrañar que decenas de fugitivos estén ahora camino de Ambús. Ya no se podrá coger al enemigo por sorpresa; lo encontraremos muy bien pertrechado. Quizá Apofis salga a nuestro encuentro con su ejército en Herakunulis. En marcha…
Las huestes egipcias, tanto las de infantería como la armada del Nilo, emprendieron la marcha hacia el Norte, camino de Ambús. Se internaron en las aldeas, pero no encontraron ninguna resistencia ni ningún hombre de los hicsos. El faraón tuvo que admitir que los hombres del enemigo habían tomado sus pertenencias y habían huido con sus ganados hacia Ambús. Los campesinos, en cambio, salieron para recibir al ejército de salvación y saludar a su rey victorioso orando por él con corazones exultantes, pletóricos de alegría y esperanza. El ejército continuó su marcha hasta llegar a Ambús. Allí se presentaron también los exploradores dando la noticia de que el enemigo estaba acampado al sur de la ciudad, preparado para la lucha, y que una armada de regulares proporciones estaba atracada al oeste de Ambús. Kamose comprendió que la primera de las más importantes batallas estaba en puertas. El rey quiso informarse del número de soldados del enemigo, pero no pudo lograrlo porque estaba acampado en una llanura de difícil control. Un joven comandante llamado Mahab dijo:
—Señor, no creo que las fuerzas de Ambús superen unos cuantos miles.
—Traedme a cualquier oficial o soldado de Ambús —dijo entonces el faraón.
Pero el ujier Hur adivinó lo que quería el faraón y le dijo:
—Perdonad, señor. Ambús ha cambiado por completo en los últimos diez años. Se han construido cuarteles que antes no existían. Lo he visto personalmente en algunos de mis viajes comerciales. Es probable que los hicsos hayan hecho de ella un centro de defensa de todas las regiones cercanas a la frontera…
—En cualquier caso, señor —respondió el comandante Mahab—, será conveniente que ataquemos con una fuerza ligera para que nuestras pérdidas no sean cuantiosas…
El príncipe Ahmose no aprobó esta opinión y le dijo a su padre:
—Señor, yo opino de otro modo. Creo que sería más conveniente atacar con una fuerza imparable. Tenemos que hacer que todas nuestras tropas se breguen en la lucha y dar el último golpe al enemigo en el menor tiempo posible. Así asombraremos a las fuerzas destacadas en Tebas que vayan a luchar contra nosotros. De este modo combatiremos contra hombres que verán la muerte al hacernos frente. No hay que tener miedo en poner allí a todo nuestro ejército porque va a duplicarse con los voluntarios que se incorporen después de cada batalla. Las pérdidas del enemigo serán, en cambio, irreparables.
Esta opinión agradó al rey y dijo:
—Mis hombres no escatiman sus vidas por Tebas.
El faraón sabía que el triunfo de la armada en esta batalla sería decisivo, pues desempeñaba un gran papel en cercar a las ciudades ricas y en dejar a los soldados a la retaguardia del enemigo. Así pues, mandó a su comandante Qamkaf que atacara a las naves enemigas atracadas al oeste de Ambús.
Entre uno y otro ejército ya no mediaba más que un vasto campo. Los hicsos eran grandes guerreros y fuertes y terribles luchadores. Menospreciaban mucho a los egipcios, por eso empezaron a atacar desdeñando sus dotes de guerreros. Les atacaron con un destacamento de cien carros de guerra. Kamose, en cambio, dio la orden de ataque con una fuerza constituida por más de trescientos carros, que se abalanzó sobre el enemigo entre nubes de polvo, relinchos de caballos y tensar de cuerdas de arcos. La lucha era sangrienta. El príncipe Ahmose decidió acabar definitivamente con el enemigo e irrumpió con otros doscientos carros más atacando la infantería enemiga que esperaba ante las murallas mismas de Ambús el resultado de la batalla de los carros. Luego avanzó otro regimiento de las fuerzas de arqueros y otro de lanceros. Los carros saltaban sobre la infantería y atravesaban sus líneas en medio de una confusión indescriptible. Luego una lluvia de flechas cayó sobre los soldados enemigos dispersándose los que no caían muertos o heridos. La infantería que en estos momentos atacaba con un ímpetu imparable, acabó por asestarles el golpe definitivo. El enemigo, que no pensaba encontrar tal cantidad de fuerzas, no sólo se asombró sino que se derrumbó pronto, cayeron sus jinetes y se destrozaron sus carros. Los egipcios se hicieron dueños de la situación en un tiempo increíblemente corto, después de luchar con denuedo y abatir al enemigo con la fuerza de sus brazos nervudos y su temperamento fogoso.
Las fuerzas armadas conquistaron las puertas de Ambús y lograron entrar por la fuerza para conquistar los cuarteles y limpiarlos de los restos de soldados enemigos. Los oficiales fueron organizando sus filas en el campo y transportando a los heridos y a los muertos. Kamose se detuvo en medio del campo de batalla rodeado de su guardia con el príncipe Ahmose a la derecha y el ujier Hur a la izquierda. Le llegaban felices noticias: que su armada había atacado con fuerza a las embarcaciones enemigas y que estas se habían retirado desordenadamente… El rey se alegró y dijo sonriendo a los que le rodeaban:
—¡Buen inicio!
El príncipe Ahmose, con la ropa y la cara polvorientas y con la frente sudorosa, dijo:
—Estoy deseando emprender batallas aún más reñidas.
—Ya no tendrás que esperar mucho —le dijo el faraón, orgulloso del bello rostro de su hijo.
El faraón bajó de su carro y sus hombres hicieron otro tanto. Dio algunos pasos y se detuvo en medio de un mar de cadáveres hicsos y les echó un vistazo contemplando cómo manaba la sangre roja sobre su piel blanca desgarrada por las flechas.
—No penséis que la sangre es de nuestro enemigo. Es la sangre que han chupado a nuestro pueblo dejándole morir de hambre —dijo.
Pero el rostro de Kamose enrojeció y se tiñó del color oscuro de la tristeza. Alzó los ojos al cielo y balbuceó:
—Que tu alma disfrute con la paz y la alegría, padre.
Luego echó una mirada a los que le rodeaban y con voz que revelaba fuerza varonil les dijo:
—Nuestra resistencia se pondrá a prueba en dos grandes batallas, en Tebas y en Hawaris. Si salimos victoriosos, limpiaremos a la patria para siempre de los hicsos y devolveremos Egipto a la era gloriosa de Amenemhet, cuando nos levantemos, como ahora, sobre los cadáveres de los que defiendan Hawaris.
El rey se dio la vuelta para subir a su carro y en aquel preciso momento, de entre el montón de cadáveres uno se puso de pie rápido como un rayo, apuntó con su arco al rey y disparó… No se pudo detener la mano del destino ni abatir al asesino antes de que disparara. La flecha atravesó el pecho del rey. A los hombres les sobrecogió el espanto, dispararon contra los hicsos y acudieron todos donde estaba el rey, llenos de temor y cariño. Un profundo gemido salió de Kamose, luego se balanceó como si estuviera borracho y cayó en los brazos de su heredero.
—Traed un palanquín y llamad al médico —gritó el príncipe.
Luego se inclinó sobre su padre y dijo con voz compungida:
—¡Padre! ¡Padre! ¿Acaso no puedes hablar con nosotros?
El médico acudió en seguida con un palanquín. Levantaron al rey y lo tendieron despacio. El médico se puso de rodillas a su lado y fue despojando al rey de su coraza y de su ropa para descubrirle el pecho. La guardia rodeó el palanquín en silencio, mirando unas veces al rostro pálido del rey y otras a las manos del médico. La noticia se propagó por todo el campo y empezó un alboroto indescriptible. Luego un silencio tremendo se apoderó de un ejército tan numeroso.
El médico arrancó la flecha y dejó que la sangre corriera abundantemente por la herida. El rostro del rey se contraía de dolor y los ojos del príncipe Ahmose se nublaban de tristeza.
—¡Dios mío! El rey sufre —balbuceó Ham.
El médico lavó la herida y le aplicó unas hierbas, pero el rey no experimentó ninguna mejoría. Sus extremidades temblaban notablemente, luego suspiró profundamente y abrió los ojos en los que se vio una mirada nublada, sin signos de vida. El corazón de Ahmose se contrajo aún más y se dijo a sí mismo: «¡Cómo ha cambiado mi padre!». El rey movió los ojos hasta que se fijaron en Ahmose y una sonrisa apareció en sus labios. Luego dijo con una voz casi inaudible:
—Hasta hace poco pensaba que llegaría hasta Hawaris, pero Amón quiere que mi viaje termine a las puertas de Ambús.
—¡Daré mi vida por ti, padre! —gritó Ahmose con voz entristecida.
—No. Guarda bien tu vida, es muy necesaria… Sé más prudente que yo y recuerda que no tienes que dejar de luchar hasta que caiga Hawaris, el último bastión de los hicsos, y se disperse esa gente de nuestras tierras —dijo con voz débil.
El médico temió por el esfuerzo que el rey hacía intentando hablar y le indicó que callara. No obstante, el rey se estaba internando en la zona sublime que separa la inexistencia y la eternidad. Dijo en un tono completamente distinto y que parecía extraño:
—Dile a Tutishiri que me he reunido con mi padre con la misma valentía que él.
Extendió la mano hacia su hijo y el príncipe se puso de rodillas y se la apretó contra su pecho. El rey la retuvo durante un rato para despedirse, luego sus dedos se aflojaron y entregó su alma.