14

El monarca dio finalmente permiso a Isfinis para que se marchara. Se le facilitó un salvoconducto para cruzar las fronteras cuantas veces quisiera. La flota elevó anclas y zarpó con el frescor del alba. Isfinis, Latu y Ahmose, hijo de Ibana, tomaron asiento en la cámara de la nave embargados por el deseo y la nostalgia. Ahmose tenía lágrimas en los ojos por la despedida de su madre. Isfinis estaba sumido en sus ensueños. Recordó Tebas y a sus habitantes. Tebas, la ciudad más grande de la tierra, la ciudad de las cien puertas; la de las construcciones que rozaban el cielo; la de los grandes templos y los inmensos palacios; la de los largos caminos, las grandes plazas y los mercados, cuya actividad no cesaba de día ni de noche. La grandiosa Tebas, la Tebas de Amón, la que había cerrado las puertas a la oración durante diez años; Tebas, gobernada últimamente por los salvajes que hacían de ministros, jueces y nobles, y condenaron a esclavitud a los indígenas. El destino mancilló sus rostros en la tierra de los que hasta hace poco eran sus esclavos. El joven suspiró con el corazón entristecido, luego recordó a los hombres que dormían en el interior de las naves, unidos por la misma esperanza que les impulsaba a enfrentarse al peligro por el amor a Egipto, transmitido de generación en generación. Todos estaban compungidos por la separación de los que dejaron atrás, mujeres y niños, en manos de los enemigos. Todos se parecían a este joven valiente, Ahmose, que disimulaba sus sentimientos, mostrando en su rostro determinación y fuerza. Luego le vino a la memoria un sinfín de brillantes recuerdos. Bajó la cabeza para eludir la penetrante mirada de Latu. Si este hombre supiera en aquel momento en qué estaba pensando, se habría enfadado de nuevo. Hubiera desaprobado que el joven estuviera preocupado por la hija del demonio, como la llamó la primera vez. Se sorprendió de cómo su alma daba vueltas alrededor de su imagen, sin cesar de aspirar a ella. Se preguntó a sí mismo: «¿Es posible que el amor y el odio se unan en la misma persona?». En sus ojos se asomaba una mirada triste y se dijo: «En cualquier caso, ya no la veré otra vez, no tengo por qué preocuparme. ¿Acaso hay en el mundo algo imposible de olvidar?». Latu le cortó sus ensoñaciones en un tono de voz que denotaba cierta preocupación:

—Mira hacia el Norte. Veo una flotilla que avanza deprisa hacia nosotros…

Ambos jóvenes miraron para atrás y vieron una flota de cinco navíos surcar el Nilo a toda prisa. No era posible ver quiénes la ocupaban, pero al acercarse rápidamente, Isfinis pudo reconocer a un hombre que estaba de pie en la proa. Sumamente preocupado dijo:

—Es el comandante Raj…

Latu se puso rojo y preguntó con cierto nerviosismo:

—¿Querrá unirse a nosotros? El otro no supo qué contestar. Miraron la flota con interés y precaución. Latu sintió temor.

—¿Acaso vendrá este loco a entorpecer nuestra lucha? Isfinis se dio cuenta de que aún no se había librado de las consecuencias de su error, y que el peligro acechaba a su flotilla cuando estaba a punto de llegar a un lugar seguro y tranquilo. Miró a las embarcaciones de Raj y vio que se acercaban rápidamente, hasta el punto de que ya habían sobrepasado algunas de las naves que perseguían. He aquí cinco naves militares en cuyas cubiertas había varios destacamentos de soldados. Sin duda no venía para nada bueno. Luego la nave del comandante se acercó a la suya hasta estar junto a ella. El comandante le echó una mirada agresiva y luego le gritó con voz tosca:

—Para y echa al agua tus anclas.

Las naves cambiaron de rumbo para cercar a la flota. Isfinis mandó a los marineros que dejaran de remar y que echaran al agua las anclas. Cumplieron en seguida la orden y se asustaron al ver las embarcaciones de los hicsos llenas de soldados armados y preparados, como si estuvieran a punto de entrar en combate. La preocupación de Isfinis aumentó por momentos. Temió que el rencoroso comandante diera un golpe mortal a su flota enterrando todas las esperanzas de su pueblo.

—Si lo que quiere este hombre es mi cabeza —le dijo a un compañero—, yo seré el primero que caiga en esta nueva lucha. Si muero, Latu, no tienes más que continuar la marcha. No dejes que te domine la venganza y acabe con todas nuestras esperanzas…

El anciano le apretó la mano, viéndolo todo más negro que la noche. Isfinis prosiguió con determinación:

—Te aconsejo, Latu, lo mismo que me aconsejaste tú ayer, que evites el enojo. Deja que yo pague el precio de mi error. Mañana ve a ver a mi padre, le das el pésame por mi muerte y le felicitas por los soldados egipcios que le llevas. Eso será mejor que llevarme sano y salvo, pero con todas nuestras aspiraciones frustradas.

El comandante Raj le gritó:

—Sal a la cubierta de la nave, campesino.

El joven apretó la mano de Latu y se fue con paso firme. El comandante le dijo, de pie en medio de la embarcación:

—Me arrebataste la espada, esclavo, mientras estaba borracho. Ahora te espero con el corazón firme y el pulso tranquilo.

Isfinis sabía que el comandante era por naturaleza vengativo y que pretendía luchar contra él para lavar su vergüenza. Isfinis contestó con cierta tranquilidad, al saber que la represalia no iba contra su flota:

—¿Quieres repetirlo, comandante?

—Sí, esclavo. Esta vez te mataré con mis propias manos de la manera más atroz.

—No me da miedo luchar contra ti —le dijo Isfinis muy tranquilo—, pero me tienes que prometer que cualesquiera que sean las consecuencias, no vas a perjudicar a mi flota.

—Te dejaré la flota por respeto a la voluntad de mi señor, pero irá sin tu cadáver —contestó el comandante con desprecio.

—¿Y dónde quieres que sea el combate?

—En la cubierta de mi embarcación.

El joven no dijo ni media palabra. Saltó a una barca y remó con sus fuertes brazos hasta alcanzar la nave del comandante. Subió la escalerilla y se detuvo frente a su enemigo. El comandante le echó otra mirada y se puso rabioso al ver su hermoso rostro tranquilo, firme y despectivo. Hizo una seña a uno de sus soldados y este le dio al joven una espada y una adarga. El comandante le dijo mientras se preparaba para la lucha:

—Hoy no habrá piedad. Defiéndete.

—Luego se abalanzó sobre él como una fiera y se enzarzaron en un violento cuerpo a cuerpo, en medio de un círculo de soldados fuertemente armados. En la proa de la otra nave estaban Latu y Ahmose, absortos, presenciando el combate… Los golpes del comandante se sucedieron e Isfinis los paró con suma destreza. Luego dirigió un fuerte golpe a su rival, que cayó sobre la adarga provocando gran ruido. Su impacto se notó claramente en el comandante. El joven aprovechó la ocasión para atacarlo con fuerza e inteligencia. El comandante se vio obligado a retroceder y se limitó a parar los golpes de su fuerte rival que no le dio oportunidad de descansar ni volver a atacar. La rabia apareció en el rostro del comandante y apretó los dientes con odio mal disimulado. Luego se abalanzó sobre su enemigo, desesperado, pero el joven lo esquivó dándole un golpe en el cuello. Le temblaron las manos, dejó de luchar, se tambaleó como un borracho y cayó de bruces sobre su propia sangre. Los soldados dieron un grito frenético, desenvainaron sus largas espadas y se prepararon para abalanzarse sobre el joven a la primera señal que hiciera el oficial que los mandaba. Entonces Isfinis se dio cuenta de que su muerte estaba próxima, que de nada servía resistir, sobre todo cuando todos dirigieron las espadas contra su cuello. Se quedó esperando la amargura de la muerte sin apartar los ojos del comandante que caía ante él y en aquel momento oyó una voz muy cercana que ordenaba:

—Oficial, manda a tus soldados que envainen su espadas…

Creyó reconocer esa voz y casi se le salió el corazón del pecho. Se dio la vuelta para ver la procedencia de la voz y vio una ave faraónica, casi pegada a la nave del comandante. En la borda estaba apoyada la princesa Ameniridis, con el bello rostro teñido de cólera.

Los soldados envainaron sus espadas e hicieron el saludo militar. Isfinis bajó la cabeza en señal de veneración, antes de que se repusiera de la sorpresa y supiera que, efectivamente, se había salvado de la muerte. La princesa le preguntó al oficial:

—¿Ha muerto el comandante Raj?

El oficial se acercó al comandante, le puso la mano en el corazón y le examinó el cuello, luego se levantó diciendo:

—Veo que su herida es muy grave, Alteza, pero aún le queda algo de vida.

—¿Fue una lucha justa? —preguntó ella con frialdad.

—Sí, Alteza.

Entonces la princesa replicó:

—¿Cómo os vais a atrever a matar a un hombre a quien el rey ha concedido la paz?

La confusión apareció en el rostro del oficial, impidiéndole decir palabra. Entonces la princesa ordenó:

—Soltad a este mercader y llevad al comandante herido a los médicos de palacio.

El oficial acató la orden y liberó a Isfinis. El joven bajó a su barca y se dirigió a la embarcación faraónica, diciéndose a sí mismo: «¿Cómo es que la princesa ha llegado en el momento oportuno?». Luego subió a bordo, sin que ninguno de los guardianes se interpusiera en su camino. En ese momento, la princesa se dirigía a su cámara y fue hacia ella con paso firme. Pidió permiso a una esclava para entrar. Esta tardó un poco antes de volver con el permiso. Entró con el corazón palpitante. Vio a la princesa sentada en un cómodo triclinio, apoyando la espalda con elegancia en un cojín de seda. Tenía el rostro resplandeciente. Se inclinó ante ella, manifestando una sincera veneración. Pudo ver, mientras se incorporaba, su collar con el corazón de esmeralda alrededor del cuello. Se puso colorado. A ella, por su parte, no se le escapó nada de lo que revelaba su rostro y sus ojos. Dijo con voz dulce, señalando con el dedo el collar:

—¿Acaso has venido a pedirme el importe de este collar?

El joven se tranquilizó por su agradable tono y se alegró por su broma.

—Más bien he venido, Alteza, para agradeceros sinceramente el haberme salvado la vida —dijo—. Estaré en deuda con vos mientras viva.

La princesa mostró una sonrisa que pasó por sus labios como un relámpago y dijo:

—Efectivamente, estás en deuda conmigo. Y no te extrañes de que te lo diga, pues no soy uno de esos a quien la falsedad obliga a mentir y a hacerse los humildes. Esta mañana me enteré de que el comandante había zarpado con una pequeña flota para interceptar la tuya. Lo seguí en mi barco y pude asistir a parte de vuestra pelea. Intervine en el momento preciso para salvar tu vida.

Esta manifestación de favor le cayó como agua al sediento. Vio en su mirada un poco soñolienta y en su voluntad de salvarle la vida algo que le hizo tambalearse de felicidad.

—¿Puedo aspirar a que mi señora me diga sinceramente, ya que desprecia la mentira y el fingimiento, por qué se ha molestado en salvar mi vida? —le preguntó.

Ella, que ni se inmutó ni se inhibió, contestó como burlándose de lo que debía pensar que le iba a incomodar:

—Para hacerte mi deudor de por vida.

—Es una deuda que en lugar de empobrecerme, me hace feliz.

La princesa alzó sus ojos azules, mirándolo de tal manera que pensó que iba a tambalearse y caer a sus pies.

—¡Qué fingidor y mentiroso eres! —le dijo—. Eso es lo que le dice un deudo a su señor, dándole la espalda en un viaje sin retorno.

—No, mi señora. Es un viaje cuya vuelta será muy pronto.

—Me estoy preguntando a mí misma para qué me puede servir esta deuda —replicó ella, como hablándose a sí misma.

Su corazón latió deprisa. Miró la claridad de sus ojos y percibió una mirada de entrega y cariño mejores que la mismísima vida que le acababa de dar. Sintió como si el aire que los separaba se agitara con el fuego de una magia que abrasaba sus almas para unirles y que se abrazaran. Perdió la noción de las cosas y se prosternó a sus pies.

La princesa le preguntó, mientras unas mechas de su dorado cabello le caían sobre la frente:

—¿Vas a ausentarte durante mucho tiempo?

—Un mes, señora —dijo él suspirando.

Una mirada triste se asomó a sus ojos y preguntó:

—Pero volverás, ¿verdad?

—Sí, mi señora. Os lo juro por mi vida, que os pertenece. Os lo juro por esta sagrada cámara.

—Hasta la vista —dijo, y le tendió la mano.

—Hasta la vista —dijo él besándole la mano.

Latu lo recibió con los brazos abiertos y los ojos húmedos y lo apretó contra su pecho. Ahmose se abalanzó a su cuello y le besó en la frente. La flota levó anclas. Todos se pusieron de pie, despidiendo con la mirada el barco de la princesa que en esos momentos se alejaba hacia el Norte, mientras que ellos lo hacían hacia el Sur, hasta que los ojos, cansados, dejaron de mirar.

Volvieron a la cámara y se sentaron como si nada hubiera ocurrido.

Isfinis se distraía mirando las aldeas y sus forzudos hombres de cuerpos de cobre. No obstante, su corazón lo llevaba a la cámara. ¿Qué estaría pensando Latu? Latu es un buen hombre cuyo corazón está ya viejo, y ha renunciado a todo menos al amor de Egipto. Él mismo no era ajeno a una preocupación que le asaltaba, sin saber si había acertado o, por el contrario, había errado. Pero ¿qué mortal podía alcanzar su objetivo tal y como se lo había planteado, sin calcular lo que podía surgir? ¿Cuántas personas, dirigiéndose a la cima de la montaña, se ven precipitadas al profundo valle? ¿Cuántos cazadores disparan la flecha a la presa y esta se les echa encima y los persigue?