Llegó el día de la fiesta. Isfinis permaneció en la nave todo el día y por la tarde se vistió sus mejores galas, se peinó, se perfumó y salió de la nave seguido de sus esclavos, portadores de un cofre de marfil y un palanquín con las cortinas echadas. Se dirigieron hacia el palacio. Tebas bullía de gente jubilosa entre el retumbar de los tambores y el arrullo de las canciones. La luna iluminaba un sendero repleto de grupos de soldados borrachos. Los carros de los hombres del gobierno y los nobles también se dirigían hacia el palacio del faraón, precedidos por los esclavos que portaban las antorchas. El joven se quejó de cierta angustia y se dijo a sí mismo con tristeza: «Es mi destino participar con esta gente en la fiesta que conmemora la caída de Tebas y la muerte de Sekenenre». Dirigió una mirada de odio a los soldados y recordó las palabras del sabio Qaquimuna: «Los soldados, si se acostumbran a la bebida, debilitan sus miembros y rehúsan el combate».
Luego siguió a la muchedumbre que en verdaderas avalanchas iba a pie. Llegaron por fin a la explanada del palacio. Vio con sus propios ojos las murallas y las ventanas completamente iluminadas. No soportó el espectáculo porque el corazón le palpitaba con fuerza. El vientecillo de su juventud soplaba sobre su ardiente cabeza sin que su corazón entristecido ni su alma turbada consiguieran alegrarse, todo lo contrario, la tristeza aumentaba aún más cada vez que se acercaba a la cuna de su infancia y al pasto de su juventud.
El joven se acercó a un ujier y le enseñó la carta de Jinzar. Este la miró atentamente, luego llamó a un guardia y le mandó conducir al mercader y a su comitiva a un lugar donde esperar en el jardín. El joven lo siguió, luego se desvió hacia una galería lateral, pues la principal estaba llena de invitados, ujieres y guardianes. Isfinis recordaba muy bien el lugar, como si hubiera estado allí el día anterior. Cuando llegaron a la gran sala de columnas lotiformes que llevaba al jardín, los latidos de su corazón se hicieron más intensos y se mordió el labio inferior, tal era la impresión que le producía. Recordó sus juegos con Nefertari, cómo se vendaba los ojos y ella se escondía detrás de una de las columnas; luego al desatarse la venda se afanaba en buscarla hasta que por fin la encontraba. En aquel instante, le dio la impresión de que oía unos leves pasos y el eco de su dulce risa. Habían grabado sus nombres en algunas columnas, ¿estarían aún? Deseó entretener al guardián para ver las huellas del hermoso pasado, pero el hombre andaba a grandes zancadas, sin percatarse de que un corazón a una brazada de él se estaba derritiendo. Alcanzaron el jardín y el guardián, señalando hacia un banco, le dijo al joven:
—Espera aquí hasta que venga el mensajero.
El jardín estaba iluminado con brillantes antorchas. La brisa soplaba trayendo el aroma de los arrayanes y el perfume de las flores. Sus ojos buscaron el lugar donde se levantaba una estatua de Sekenenre, al final de la vereda que dividía el jardín en dos, y en su lugar encontró otra estatua; representaba a un hombre de cuerpo grueso, cabeza grande, nariz aguileña, larga barba y ojos saltones. No dudó un momento de que estaba delante de Apofis, el rey de los hicsos. Lo miró un buen rato con rabia y en su mirada agresiva había mucho odio y mucha rabia. Todo lo demás estaba como antaño. Vio el palacio de verano, en la colina, sobre la que se inclinaban las palmeras con sus penachos altos y esbeltos. Recordó los días felices en que toda la familia se dirigía a él en primavera y verano, y a su abuelo y a su padre concentrados en el juego de ajedrez. Nefertari se sentaba entre la reina Setekemose y su abuela, la reina Ahhotep, mientras que él se sentaba en el regazo de Tutishiri. Pasaban las horas como un soplo, pues solían sumirse en amenas charlas nocturnas, en lectura de poemas y en comer frutas. Isfinis se sentó durante un buen rato de la noche, leyendo sus recuerdos en las páginas del jardín, en las salas y en los vestíbulos. Ni se movió ni se inmutó. Cuando llegó un mensajero, le preguntó:
—¿Estás listo?
—Completamente listo —dijo Isfinis, y se levantó.
—Sígueme —respondió el hombre dándose la vuelta.
Isfinis y sus hombres lo siguieron al instante, subieron las escaleras y atravesaron el patio, hasta llegar a la puerta del vestíbulo real. Esperaron a que les dieran permiso para entrar. Entonces, llegaron a sus oídos unas carcajadas, pasos de danzarines y el arrullo de una música. Un grupo de muchachas portaban jarros, copas y flores. Se dio cuenta, por lo tanto, de que no se abstenían de ningún tipo de diversión ni se inmutaban ante el libertinaje, del que daban buenas muestras. El rey les excusaba de la falta de respeto y de educación permitiéndoles volver a su salvajismo primitivo. Un esclavo pronunció su nombre y avanzó con paso solemne. El centro de la sala estaba vacío, mientras que a los lados se sentaba la gente, con su lujosa ropa oficial, siguiendo sus pasos con suma atención. Isfinis se puso un poco nervioso, pero además se percató de que el gobernador había sabido despertar la curiosidad de esa gente al hablar de él y de sus regalos, y quedar bien a los ojos del rey. Eso lo tranquilizó y le animó. Llevaba atravesada la mitad de la sala, cuando mandó a los que le seguían que se pararan. Avanzó solo hasta el trono, se inclinó respetuosamente y dijo en tono sumiso:
—Señor, dios adorado, señor del Nilo, faraón del Alto y del Bajo Egipto, príncipe de los dos orientes.
—Te concedo la paz, esclavo —contestó el faraón con gravedad.
Isfinis se alzó y pudo echar un rápido vistazo al hombre que en aquellos momentos se sentaba en el trono de sus antepasados. No dudó de que era el mismo al que representaba la estatua del jardín.
No obstante, por lo enrojecida que tenía la cara, por su mirada y el vaso de vino que en aquellos momentos tenía delante, Isfinis se dio cuenta de que estaba medio borracho. La reina estaba sentada a su derecha y la princesa Ameniridis, a su izquierda. Isfinis la miró y vio que con sus vestidos reales brillaba como una estrella. Ella lo miraba con tranquilidad y altanería.
El faraón le echó una mirada escudriñadora observando su aspecto. Le gustó, sonrió y dijo con su voz enronquecida:
—Juro por Dios que este rostro es digno de uno de nuestros nobles hombres.
—El señor ha dispuesto que sea de mi señor el faraón —dijo Isfinis, inclinando la cabeza.
—Veo que hablas muy bien —dijo el faraón en medio de una sonora carcajada—. Tu pueblo atrae nuestra clemencia y nuestro dinero. Es sabiduría de Seth dar la espada al señor fuerte y las buenas palabras al esclavo débil. Pero no te preocupes, nuestro amigo Jinzar me ha dicho que nos traes presentes de Nubia. Enséñanos tus regalos.
El joven inclinó la cabeza y se colocó a un lado. Luego hizo una señal a sus hombres y dos de ellos avanzaron con el cofre de marfil y lo pusieron delante del trono. El joven se acercó, lo abrió y sacó una doble corona de oro puro adornada con zafiros, esmeraldas, perlas y coral. La tomó entre las manos y arrebató las miradas de toda la concurrencia. Los presentes, maravillados, alborotaban con sus muestras de asombro y aprobación, mientras que Apofis lo miraba con ojos ansiosos y desorbitados. Levantó la corona inconscientemente, la tomó de nuevo entre sus gruesas manos y se la puso en la cabeza, ofreciendo una imagen majestuosa. El faraón se alegró y la satisfacción asomó a sus ojos.
—Mercader, tu regalo está aprobado.
Isfinis se inclinó respetuosamente. Se dio la vuelta hacia sus hombres, les hizo una señal y descorrieron la cortina que estaba echada sobre el palanquín. Todo el mundo quedó entusiasmado ante los tres enanos allí sentados. Su aspecto despertó tal interés en toda aquella gente, que la mayoría de ellos se pusieron de pie y estiraron el cuello. El joven mercader les dijo que saludasen a su señor el faraón y los tres enanos saltaron a la vez para ponerse en fila. Luego se acercaron y con paso firme y tranquilo se prosternaron tres veces delante del faraón. A continuación se pusieron de pie sin ninguna expresión en el rostro.
—¿Qué son esas criaturas, mercader? —gritó el faraón.
—Son hombres, señor. Pertenecen a una tribu que vive en los extremos de la Nubia meridional. Ellos no pueden creer que el mundo contenga otra especie de gente. Cuando ven a alguno de nosotros, la lengua se les traba de asombro y nos gritan sorprendidos. Yo he educado muy bien a estos tres. Mi señor comprobará que son un ejemplo de obediencia y sumisión.
El faraón movió su gran cabeza y soltó una carcajada estridente, luego dijo:
—Es ignorante el que pretenda saberlo todo. En cuanto a ti, joven, has introducido la alegría en nuestros corazones. Te concedo por ello mi beneplácito.
Isfinis se inclinó de nuevo, luego se dio la vuelta y retrocedió. Cuando iba por la mitad de la sala, le salió al paso un hombre y le tomó del brazo. Isfinis se dio la vuelta para averiguar quién era el hombre de gruesa mano y vio a un hombre con un elegante traje militar, con luenga barba, gran bigote y cuello grueso. La sangre le había enrojecido el rostro y el brillo endemoniado de sus ojos revelaba su avanzado estado de embriaguez. Saludó a su señor y le dijo:
—A mi señor le agradará sin duda ver las artes marciales de un combate en las fiestas nacionales, tal como determinan nuestras tradiciones. Yo le garantizo a Vuestra Majestad una lucha sangrienta que gustará a los asistentes.
El faraón, por toda respuesta, alzó la copa a sus gruesos labios:
—Será hermoso ver cómo se derrama la sangre de los jinetes sobre el suelo de esta sala para acabar con el aburrimiento que reina en las almas. Pero ¿quién es el afortunado a quien has honrado con tu amistad, comandante Raj?
El borracho comandante señaló a Isfinis y dijo:
—Este es mi deudor, señor —dijo el comandante medio borracho señalando a Isfinis.
El faraón y gran parte de los nobles allí presentes se quedaron de piedra. El rey le preguntó:
—¿Cómo ha podido este mercader nubio provocar tu enfado?
—Rescató del castigo a una campesina que se atrevió a humillar mi persona, pagando por ella cincuenta piezas de oro.
El faraón soltó su acostumbrada carcajada estridente, y preguntó al comandante:
—Pero ¿consentirás que tu deudor sea un campesino?
—Señor, le veo macizo y con músculos poderosos. Si su corazón no es tan temeroso como el de un pájaro, yo haré caso omiso de su baja condición por satisfacer a mi señor y participar en la alegría de la fiesta.
No obstante, el gobernador Jinzar no estaba dispuesto a consentir esa lucha y dirigió una mirada recriminatoria a su hermano, el juez Sanamut, pues sabía que era él quien había informado al comandante de dónde estaba Isfinis, sin considerar lo delicado de la situación. Temió que la espada de Raj le cortara el fluir de los valiosos tesoros de Nubia. Se acercó al comandante Raj y le dijo amistosamente:
—No ultrajes tus medallas con un mercader campesino, comandante.
—Si es un oprobio que yo luche contra un campesino —dijo Raj, cortándole el paso al gobernador—, aún lo es más que un esclavo me desafíe y no le dé lo que se merece. Al ver al faraón otorgarle confianza a este mercader, he preferido ser justo con él y darle la oportunidad de defenderse.
Los que oyeron estas palabras del comandante pensaron que tenía razón y desearon unánimemente que el mercader aceptase el reto para asistir ellos al combate y divertirse. Isfinis, en cambio, estaba indeciso, sin saber cómo encontrar una salida digna a todo aquello. Sabía que los presentes estaban deseosos de oírle, y sentía la mirada de desafío y de desprecio que le dirigía el comandante borracho. La sangre le bullía en las venas. Recordó los consejos de Tutishiri y de Latu, que la muerte de aquel tosco comandante le iba a impedir recoger una fruta ya madura y que le haría perder tan buena ocasión. Con los nervios más apaciguados pero sin saber qué determinación tomar, pensó: «¡Dios mío! No queda más remedio que bajar la cabeza y huir». El comandante lo despreciaría y los ojos de los asistentes lo mirarían con desdén. Tendría que salir cabizbajo y con el corazón roto.
—Me has desafiado, campesino. ¿Podrás enfrentarte a mí? —oyó que le decía el comandante.
Isfinis se calló muy abatido, luego oyó una voz que decía:
—Dejad al joven, pues no sabe luchar. Dejad que el joven luche con su alma, no con su cuerpo.
En ese momento enrojeció de rabia pero sintió que una mano se posaba sobre su hombro y una voz le decía:
—No eres un luchador, y no es una vergüenza que pidas disculpas.
Miró y vio a Jinzar. Sintió que un hormigueo se propagaba por su cuerpo al tocarle la mano que había asesinado a su abuelo. En aquel momento difícil, dirigió su mirada a la princesa Ameniridis, que no le perdía ojo. Lleno de rabia y de coraje, y perdido el dominio de sí mismo, se decidió a aceptar la invitación:
—Agradezco al comandante que quiera luchar conmigo y acepto la mano que me tiende —dijo sin pestañear.
La alegría se apoderó de todos los presentes. El rey se echó a reír y bebió otro sorbo. Levantaron las cabezas, curiosos por ver a los dos contendientes. La satisfacción se podía ver en el rostro del comandante. Sonrió burlona y vengativamente, luego le preguntó a Isfinis:
—¿Luchas con la espada?
Isfinis inclinó la cabeza en señal de asentimiento, luego se quitó el manto, la chaquetilla y el pantalón, y dejó aparecer un cuerpo alto y fuerte que llamaba la atención por su esbeltez y hermosura. Le ofrecieron una adarga y la cogió con la mano izquierda, sujetando la espada con la derecha. Se detuvo a unas brazadas del comandante, como una de las estatuas de los templos.
El faraón dio la señal para el inicio de la lucha. Ambos alzaron la espada. El enfurecido comandante atacó primero, asestando un mandoble, que pensaba sería definitivo, a su rival. No obstante, el joven lo esquivó con admirable ligereza y el golpe se perdió en el aire. El comandante no le dio tiempo y le envió a la cabeza otro golpe más fuerte que el primero con la rapidez del rayo. El joven lo paró con la adarga con un movimiento rápido. Las aclamaciones se alzaron por todas partes, y el comandante comprendió que estaba frente a un hombre que sabía luchar. Tomó sus precauciones y volvió a la carga con otra técnica. Se acercaron uno a otro, se enlazaron entre sí y luego se separaron. Avanzaban y retrocedían, el comandante, furioso y violento; el joven, con una extraordinaria tranquilidad. Paraba los golpes de su enemigo con facilidad, ligereza y seguridad. Siempre que desviaba con extrema destreza algún golpe de su enemigo, el furor de este aumentaba. Todos conocieron entonces que Isfinis se limitaba a defenderse y no atacaba más que cuando pretendía frustrar o eludir algún golpe. Su arte se hizo patente y superó a su rival en ligereza y habilidad, de tal manera que encendió el entusiasmo de los presentes, a quienes la belleza de la lucha les hizo olvidar las diferencias raciales. La rabia de Raj aumentó aún más y multiplicó sus ataques con fuerza y violencia. Le dirigía un golpe tras otro. Isfinis paraba con su adarga lo que podía y esquivaba con su agilidad el resto, permaneciendo fresco, tranquilo y con una gran confianza en sí mismo. No se dejaba llevar por la ira ni se ponía nervioso, impasible como una fortaleza. La desesperación empezó a apoderarse del enrabietado comandante, quien sintió que su situación era delicada y se puso nervioso. La desesperación lo llevó a la aventura. Levantó el brazo con la espada y reunió todas sus fuerzas para dar el golpe definitivo. Estaba seguro de la táctica defensiva de su enemigo, pero este dirigió un golpe extraordinario a la empuñadura de la espada enemiga y la punta hirió la muñeca de Raj. La mano le tembló. El joven le dirigió otro golpe, despojándole de la espada, que fue a caer junto al trono del faraón. Raj se quedó desarmado y con la mano sangrando, pero sin contener la rabia. Toda aquella gente daba gritos de alegría y admiración por la valentía y la generosidad del mercader. El comandante le gritó:
—¿Por qué tardas en acabar conmigo, campesino?
—No tengo motivos para ello —contestó Isfinis con calma.
El comandante apretó los dientes y se inclinó ante el faraón. Luego se dio la vuelta y abandonó la sala. El faraón soltó una sonora carcajada que le provocó un temblor por todo el cuerpo, luego le hizo una seña a Isfinis y este le dio la espada y la adarga a un ujier, se acercó al trono, se inclinó ante el rey y este le dijo:
—Tu forma de luchar no es menos asombrosa que tus enanos. ¿Cómo la aprendiste?
—Oh, rey adorado, en las tierras de Nubia un mercader nunca está seguro en su caravana, a menos que sepa defenderse a sí mismo y a sus compañeros.
—¡Vaya tierras! —replicó el rey—. Nosotros éramos grandes luchadores, tanto hombres como mujeres, cuando atravesamos el frío desierto del Norte. Pero desde que nos albergamos en palacios, vivimos entre el lujo y la molicie y bebemos vino en lugar de agua, nos resulta más agradable la paz. Yo he visto a un comandante de mi ejército perder un combate contra un mercader campesino.
El faraón hablaba con el rostro relajado y sonriente. El monarca Jinzar se acercó al trono, hizo una reverencia y dijo:
—Señor, este joven es valiente y digno de confianza. El faraón movió la cabeza, pesada por la borrachera, y respondió:
—Has dicho verdad, Jinzar. La lucha ha sido justa y noble. Yo le concedo la paz.
El gobernador encontró que era la ocasión propicia para decir:
—Señor, este joven está dispuesto a prestar muchos servicios a la corona trayendo los más caros y extraños tesoros de Nubia, a cambio de cereales egipcios.
El faraón miró al gobernador durante un buen rato y recordó la corona que en aquellos momentos adornaba su cabeza y dijo sin dudar:
—Le doy mi autorización para ello.
Jinzar se inclinó, agradecido. Isfinis se prosternó ante el faraón, extendió la mano y besó el filo del manto real. Luego se levantó humildemente, luchando contra su deseo de mirar a la izquierda del trono y retrocedió hasta desaparecer por detrás de la gran puerta. Estaba alegre y radiante; no obstante, se preguntaba a sí mismo: «¿Qué dirá Latu cuando sepa lo del combate?».
Isfinis y los esclavos llegaron a la nave pasada la medianoche; allí encontraron a Latu, aún despierto, esperándolos. Se acercó al joven, impaciente por escuchar sus noticias e Isfinis le contó tanto el éxito como las dificultades que había encontrado en el palacio, a lo que Latu replicó:
—Demos gracias al dios Amón por el éxito que nos ha concedido. No obstante, traicionaría mi deber si no te hablara con sinceridad y te dijera que has cometido un gran error, al dejarte llevar por la ira y la altanería. No debiste poner en peligro nuestras grandes esperanzas. ¿No era lógico que te venciera el comandante? ¿No era de esperar que el rey acabara contigo? Es preciso que recuerdes siempre que nosotros aquí somos esclavos y ellos señores, y que estamos pidiendo un favor que está en sus manos conceder. Debes mostrarte agradecido y fiel, incluso al gobernador que asestó el último golpe al gran Sekenenre y a todo Egipto. Haz esto por Egipto y por lo que hemos dejado en Nubia con miedo y pesar.
Isfinis no pudo contenerse y se echó a llorar; luego se fue a su aposento y rezó con fervor.
Al día siguiente se dirigieron a la choza de Ibana, como habían prometido a sus amigos. Allí los recibieron Ahmose y su madre, y algunos amigos, entre ellos Sanab, Ham, Dib y Kum. Todos estaban preocupados e impacientes por escuchar las noticias. Ham les dijo:
—Nuestros corazones están preocupados y atormentados y arden en deseos de oír tus palabras. Hemos dejado en las chozas cercanas a cientos de amigos que no han pegado ojo en toda la noche.
Isfinis sonrió dulcemente y dijo:
—Alegraos, amigos. El faraón nos ha dado permiso para ejercer el comercio entre Egipto y Nubia.
La alegría se pintó en los rostros y en sus ojos brilló la luz de la esperanza.
—Ha llegado, pues, la hora de trabajar —repuso Latu—. No desperdiciéis el tiempo en vano. Sabed que el camino es largo y que tenemos que llevar a cuantos podamos. No reparéis en incitar al pueblo a que participe en vuestro viaje. Dadles confianza en el éxito, sin confiarles la verdad hasta que alcancemos nuestro objetivo de pasar la frontera. Serán fieles, sin duda, como es costumbre entre la gente de Tebas y de todo Egipto. ¡Vamos! Haced el equipaje.
Un movimiento a gran escala se propagó clandestinamente, favorecido por el entusiasmo y la fe. Los hombres se disfrazaron de pescadores, se dirigieron a las naves y ocuparon todo el espacio posible, tanto en la cubierta como en las cabinas. Luego Isfinis se enfrentó a un problema delicado que era o volver a tierra a las mujeres y a los niños, que ocupaban los sitios reservados a los hombres y a los jóvenes, o llevarlos consigo, con todo lo que ello implicaba. El joven consideró oportuno someter la cuestión a consulta y habló con sus mejores amigos. Abundaron las opiniones, hasta que Ahmose, hijo de Ibana, dijo:
—Isfinis, necesitamos un gran ejército de hombres. Las mujeres no deben atrasar la tarea de equipar este gran ejército. No les perjudicará para nada quedarse en Tebas hasta que regresemos victoriosos. Nos hará más esforzados luchar en el país donde están nuestras mujeres. Esto es mejor que dejarles detrás de nosotros en Nubia. Si esto nos duele, que cada uno pague su impuesto de dolor y sacrificio para conseguir nuestro supremo objetivo.
La impresión de Ibana fue tan fuerte, que exclamó:
—Buen juicio… Nuestro sitio está aquí. Compartiremos el destino de los de Tebas: si nos toca morir, moriremos y si nos toca vivir, viviremos…
Nadie vaciló en acatar esta orden. Las mujeres aceptaron separarse de los maridos y de los hijos. Unos y otros se fundieron en un abrazo que la separación hizo doloroso y cundió el llanto, los ruegos y las felicitaciones.
Isfinis no descansaba un momento en aquellos días repletos de trabajo y colmados de sacrificios. Recibía a los hombres, visitaba a las familias y organizaba a los viajeros. La esperanza le servía de acicate para esto. Recordaba el presente y el futuro y remediaba a fuerza de paciencia su rabia y su deseo de venganza. Además de todo esto, reprimía unos deseos que le abrasaban el corazón, luchaba contra una sensación que le carcomía el alma y se debatía entre el amor y el odio. Su lucha en aquellos días era feroz, y su paciencia y resignación…