11

Isfinis volvió al jardín con sus esclavos pisando los talones del guía. Aspiró una bocanada del aire puro de Tebas y consiguió calmar su agitación interior. Lo aspiró profundamente, llenando bien los pulmones y saboreando los resultados de esta visita como un gran éxito. No obstante, no se le iba del pensamiento la princesa Ameniridis, se imaginaba su rostro luminoso, su pelo dorado, sus labios carmesí y el corazón de esmeralda que colgaba sobre su pecho. ¡Dios mío! Tendrá que rehusar que se lo paguen para que su corazón se quede con el de ella. Dijo para sí: «La princesa es la aliada de la buena vida y del amor. Sin duda creerá que todo lo que existe en el mundo está al alcance de su mano. Atrevida y simpática, lo es; pero su simpatía es la de los poderosos, agresiva. Se rio con el gobernador, burlándose de un mercader extranjero que apenas tiene dieciocho años. Si mañana la viera a lomos de un caballo disparando flechas, no me extrañaría».

No obstante, se prometió a sí mismo no entregarse a estos pensamientos. Para cumplir su promesa, volvió a recordar su éxito y se lo atribuyó al gobernador Jinzar. Era un gobernador enérgico y valiente, y un hombre de gran corazón. Quizá fuera también un gran necio, pues su amor al oro era tan grande como el de la mayoría de su pueblo, capaz de digerir los grandes regalos de oro, perlas, esmeraldas y zafiros, los animales y al pobre Zulú, sin ni siquiera una palabra de agradecimiento. Afortunadamente, esta avaricia era la que le había abierto las puertas de Egipto, la que le había llevado hasta el palacio del monarca y muy pronto lo llevaría al palacio del faraón. Ahmose caminaba a su lado, y hubo un momento en que le oyó susurrar: «¡Sharif!». Creyendo que le llamaba, se dio media vuelta y vio que miraba a un anciano que con pasos débiles cruzaba con una cesta de flores el jardín. El anciano oyó la voz y se volvió, buscando con sus débiles ojos a quien lo llamaba, pero Ahmose le dio la espalda para no cruzarse las miradas. Isfinis se quedó asombrado y lo miró con extrañeza, pero el joven bajó la vista sin decir palabra.

Llegaron a la nave, subieron a bordo y se encontraron a Latu esperándolos, con la impaciencia reflejada en el rostro. Isfinis sonrió y dijo:

—Hemos acertado, gracias a Amón.

Levaron anclas, movieron los remos y zarparon sin más. El joven se acercó al anciano y le contó el desarrollo de la entrevista, hasta que un llanto emocionado les cortó la conversación. Buscaron su procedencia y vieron a Ahmose apoyado en la pared de la nave, llorando como un niño. Isfinis se asustó y recordó lo que sin entender sucedió en el jardín. Se acercó a él, seguido de Latu, y le puso la mano en el hombro diciéndole:

—Ahmose, ¿cuál es la causa de tu llanto?

El joven, como si no le hubiera oído, no le respondió, tan vencido estaba por el triste llanto que le anegaba los ojos y le había hecho perder la conciencia del entorno. Los dos empezaron a preocuparse. Lo cogieron, lo llevaron a la cámara y lo sentaron entre ellos. Isfinis le llevó un vaso de agua y le preguntó:

—¿Qué te hace llorar, Ahmose? ¿Conoces al anciano a quien llamaste Sharif?

—¿Cómo no lo voy a conocer? ¿Cómo no lo voy a conocer? —respondió Ahmose entre sollozos.

—¿Quién es? ¿Y por qué te hace llorar así? —le preguntó, extrañado.

La tristeza lo sacó de su mutismo y reveló su secreto:

—¡Ay, mi señor Isfinis! Este palacio al que entré como uno de tus criados es el palacio de mi padre.

El asombro apareció en el rostro de Isfinis y Latu lo escudriñó atentamente mientras Ahmose proseguía su narración entre amargos y tristes sollozos:

—Este palacio en que habita el gobernador no es más que el fruto de la rapiña de Jinzar. Él fue la cuna de mi infancia, la pradera de mi juventud. Entre sus altos muros pasó mi desgraciada madre su bella juventud y en el regazo de mi padre su felicidad, antes de que ocurriera la catástrofe en Egipto y su tierra fuera pisoteada por los conquistadores.

—¿Quién fue tu padre, Ahmose?

—Mi padre fue el comandante del ejército de nuestro faraón Sekenenre.

—¿El comandante Pepi? ¡Dios mío! Cierto, este era el palacio del valiente comandante —exclamó Latu.

Ahmose miró a Latu con asombro y le preguntó:

—¿Conociste a mi padre, Latu?

—¿Acaso hay alguien de mi generación que no lo conociera?

—El corazón me dice que eres uno de los señores desterrados a causa de la conquista.

Latu cerró la boca para no mentir al hijo de Pepi y le preguntó:

—¿Y cómo acabó la vida del valiente comandante?

—Cayó mártir, señor, en la última defensa de Tebas. Mi madre cumplió el consejo que le dio de escapar llevándonos al barrio pobre donde vivimos ahora. Los antiguos señores de Tebas igualmente se dispersaron, unos disfrazándose con harapos y otros mudándose al barrio de los pescadores. La familia de nuestro faraón se fue por mar hacia un lugar desconocido y el templo de Amón cerró sus puertas con sus sacerdotes dentro y se cortó todo contacto entre ellos y el mundo exterior. Es decir, que se dejó el ambiente propicio para que los blancos con barba pisotearan la tierra alegremente y lo poseyeran todo. Jinzar fue más afortunado que ninguno, ya que el rey de los hicsos lo desposó con su hermana, le regaló la finca y el palacio de mi padre y le nombró monarca del Sur, en recompensa de su vil acción.

—¿Y cuál fue la vileza del gobernador? —preguntó Latu.

Ahmose ya se había tranquilizado un poco y hablaba con un tono más sereno aunque denotaba la rabia que le embargaba:

—Sus sucias manos fueron las que acabaron con la vida de nuestro faraón Sekenenre.

Isfinis dio un respingo como si se hubiera quemado el asiento, perdió la paciencia y se puso de pie amenazante, con la cólera reflejada en el rostro. Mientras tanto, Latu bajó la vista, jadeante y con el rostro enrojecido. Ahmose miró a uno y a otro y finalmente comprendió que ambos compartían sus abrasadores sentimientos. Levantó la vista hacia el cielo y dijo:

—Que Dios bendiga este sagrado enfado.

La nave atracó en el embarcadero a la hora en que el sol se ocultaba en el Nilo y el horizonte se teñía de rojo. Se dirigieron luego a la casa de Ibana y encontraron a la señora encendiendo una lámpara. Cuando los oyó entrar, se dirigió a ellos con una sonrisa de bienvenida. Latu e Isfinis se acercaron a ella y se inclinaron respetuosamente.

—Que el Señor haga buena la tarde de la viuda de nuestro gran comandante Pepi —dijo el anciano con voz grave.

La sonrisa desapareció de los labios de la mujer y sus ojos se abrieron desencajados por el asombro y el temor. Echó una mirada de reproche e inculpación a su hijo. Quiso decir algo pero no pudo: sus ojos se llenaron de lágrimas. Ahmose se acercó a ella y le cogió la mano entre las suyas, diciéndole cariñosamente:

—Madre, no te preocupes ni te entristezcas, estos dos hombres no me han hecho más que bien y ellos son de los desterrados por la injusticia, que vienen atraídos por la nostalgia a ver de nuevo el país.

La mujer se tranquilizó y les tendió la mano. Ellos la miraron con ojos límpidos y sinceros y se sentaron todos juntos.

—Tenemos el gran honor —dijo Isfinis— de sentarnos junto a la viuda de nuestro valiente comandante Pepi que murió defendiendo Tebas, alcanzando a su señor por el mejor de los caminos, y junto a su joven y entusiasta hijo Ahmose.

—Me siento muy feliz —contestó Ibana— de la suerte que me ha traído a dos generosos hombres de la antigua época para rememorar juntos nuestros días pasados y sentir juntos nuestro presente. Ahmose es un joven de gran entusiasmo, digno de su nombre. Su padre le puso este nombre por considerar de buen augurio el nombre de Ahmose, nieto de nuestro faraón Sekenenre, hijo del príncipe Kamose, pues nacieron el mismo día. Que Dios le dé buenas tardes, dondequiera que esté.

Latu abrió las manos en señal de asentimiento y aprobación y luego añadió con sinceridad:

—Que Amón guarde a nuestro amigo Ahmose y que guarde a su homónimo esté donde esté.