El mercader fue al encuentro del gobernador. Un criado lo siguió a la sala de recepciones con los esclavos portando detrás su carga. El joven Isfinis se encontró de pronto en un vestíbulo lujoso y elegante. El arte se echaba de ver en el suelo, en las paredes y en el techo. En el centro de la sala se hallaba sentado el gobernador en un cómodo almohadón, vestido con una túnica amplia, parecía la masa de una estatua bien esculpida. Sus facciones eran fuertes y pronunciadas, sus ojos vivos y despedían reflejos de valentía, arrojo y sinceridad.
Isfinis hizo una señal a sus hombres para que dejaran los cofres y las jaulas.
—Que el adorado dios Seth os proteja, venerable gobernador.
El monarca le dirigió una de sus miradas penetrantes y apreció su noble aspecto y su estatura. En su rostro apareció un atisbo de confianza y le preguntó:
—¿De verdad vienes de Nubia?
—Sí, señor.
—¿Y qué pretendes con este viaje?
—Deseo regalar a los señores de Egipto rarezas que se encuentran en las tierras de Nubia. Espero que sean de su agrado y pidan más.
—¿Y qué pides tú a cambio?
—La parte que sobre de las cosechas en Egipto.
El gobernador movió su gruesa boca, dejando que en sus ojos apareciese una mirada burlona. Sosteniéndola, le dijo con franqueza:
—Tienes poca edad, pero eres muy atrevido y aventurero. Por fortuna me gustan los aventureros… Ahora enséñame lo que llevas.
Isfinis llamó a Ahmose. El joven se acercó al gobernador y puso un cofre a sus pies. El mercader lo abrió y dentro aparecieron diversas joyas hechas de zafiros. El gobernador las contempló una a una con ojos ávidos, codiciosos y maravillados, y les fue dando vueltas entre las manos, luego le preguntó al joven:
—¿Hay muchas joyas de estas en Nubia?
Isfinis contestó con ingenio, pues había preparado la respuesta antes de entrar en Egipto.
—Es curioso, señor, que estas piedras preciosas se encuentren en lo más profundo de los bosques de Nubia, donde abundan las fieras y las enfermedades más peligrosas.
Luego presentó al gobernador un cofre de esmeraldas, otro de coral, un tercero de oro y un cuarto de perlas. El monarca los fue examinando despacio y maravillado, hasta quedar al final como ebrio. Luego le presentó las jaulas de las gacelas, las jirafas y los monos diciendo:
—Estos animales estarán muy bien en el jardín del palacio.
El gobernador sonrió y dijo para sí: «Vaya joven, es más imparable que un demonio». El asombro del gobernador llegó a su máximo grado cuando descorrieron la cortina del palanquín y apareció Zulú, como una criatura extraña. El gobernador no pudo evitar levantarse, se acercó al palanquín y comenzó a dar vueltas alrededor de él.
—¡Qué extraño! ¿Es animal o humano? —preguntó.
—Es humano, señor, y forma parte de un pueblo muy numeroso —contestó Isfinis sonriendo.
—Esto es lo más extraño que he visto u oído en mi vida. —Llamó a un esclavo y le dijo—: Llama a la princesa Ameniridis, a mi esposa y a mi hijo.