La mañana del segundo día transcurrió para Isfinis ultimando los preparativos para la visita al gobernador. Isfinis daba mucha importancia a esta visita. Sabía que todas sus esperanzas dependían de lo que consiguiera en ella, y lo mismo sucedía con las esperanzas de los demás. Cargó su nave con cofres llenos de curiosidades y animales raros; llevaba además al enano Zulú y un buen número de esclavos. Antes del atardecer llegó Ahmose, subió a bordo, los saludó alegremente y dijo:
—Desde ahora seré uno de vuestros esclavos.
Isfinis lo tomó del brazo y entraron los tres en la cámara; luego la nave zarpó con rumbo al Norte favorecida por un tiempo despejado y un viento apacible. Reinó el silencio entre los que estaban en la cámara, sumidos en sus pensamientos, mirando de vez en cuando la playa de Tebas. La nave pasó por delante de los barrios pobres, luego llegó a los majestuosos palacios rodeados de palmeras y sicómoros donde revoloteaban pájaros de todas las especies. Detrás se extendían los verdes campos, surcados por arroyos y ríos plateados, los palmerales y los viñedos. En las praderas pastaban rebaños de toros y vacas. Por doquier se inclinaban sudorosos los pacientes campesinos desnudos, y sobre la ribera se extendían las redes sacadas del Nilo entre suaves melodías. La brisa jugueteaba con las hojas de los árboles llevando el aroma de las plantas, el canto de los pájaros, el bramido de los toros y el oloroso perfume de las flores. Isfinis sintió los dedos de los recuerdos juguetear en su cálida frente. Le vinieron a la memoria los días de primavera, cuando salía al campo sobre su palanquín, rodeado de esclavos y la guardia, mientras los campesinos lo saludaban con alegría por su límpida juventud y le arrojaban flores a su paso.
Le volvió en sí la voz de Ahmose que decía:
—Este es el palacio del gobernador.
Isfinis lanzó un suspiro y miró hacia donde indicaba el joven. Latu miró también en la misma dirección sin poder evitar que aflorara a sus ojos una expresión de asombro e incredulidad.
La nave puso la proa hacia el palacio y navegó sin remos. Una embarcación de guerra con soldados le cortó el paso y su oficial gritó con voz colérica y altanera:
—Aleja tu sucia embarcación, campesino.
Isfinis salió a cubierta y se acercó a la borda de la nave. Saludó al oficial respetuosamente y le dijo:
—Tengo una carta personal para el gobernador.
—Dámela y espera —le espetó el oficial, dirigiéndole una mirada despectiva.
Isfinis sacó el escrito del bolsillo de su túnica y se lo dio al oficial. Este lo examinó atentamente, dio orden a sus hombres que llevaran la nave hasta el muelle del jardín y llamó a un guardián, quien entregó la carta. Este la cogió y se ausentó, volviendo al cabo de un rato apresuradamente y susurró unas palabras al oficial. Este hizo una señal a Isfinis para que se acercara con su nave.
Isfinis mandó a sus marineros que remasen hasta que la embarcación atracó junto al muelle del palacio. El oficial le dijo:
—Su Excelencia está esperando. Llévale tus mercancías.
El joven mandó a los nubios, entre los que se encontraba Ahmose, que llevaran los cofres. Otros cargaron las jaulas de los animales y el palanquín de Zulú. Latu le dijo a Isfinis al despedirlo:
—Que Amón te acompañe.
Isfinis alcanzó a la caravana que en aquel momento cruzaba el frondoso jardín en absoluto silencio.