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Abandonaron la sala de justicia Latu, Isfinis, Ibana y el extraño joven. De camino, la mujer miró a Isfinis y le dijo con voz casi inaudible:

—Señor, vuestra gentileza me ha salvado de las tinieblas de la cárcel. Me habéis atado con vuestra buena acción y me habéis cargado con una deuda que nunca podré devolver.

El joven le tomó la mano y se la besó con los ojos anegados en lágrimas. Luego le dijo con voz enronquecida:

—Dios me perdone que haya pensado mal y os recompense todo el bien que nos habéis hecho salvando a mi madre de la cárcel y del dolor de la tortura.

Estas palabras impresionaron a Isfinis, quien con delicadeza y ternura explicó:

—No os preocupéis por eso. Habéis sido víctimas de una despiadada injusticia y cuando la injusticia recae sobre una determinada persona duele a todas las almas justas. Lo he hecho sencillamente porque me enfurecí y con ello quise aliviar mi enfado. No hay ni deuda ni pago.

El argumento no convenció a Ibana, pero aún impresionada y agitada exclamó:

—¡Qué acción tan noble! ¡Qué acción tan indescriptible por encima de cualquier alabanza!

El hijo, menos impresionado, vio cómo Isfinis lo miraba y para disculparse terció:

—Al encontraros, pensé que erais artesanos de los hicsos, eso dabais a entender con vuestra lujosa apariencia, y he aquí que sois gentiles egipcios que no sé de dónde habéis venido. Juro no separarme de vosotros hasta que visitéis nuestra sencilla choza. Celebraremos nuestro encuentro con un vaso de cerveza. ¿Qué decís?

La invitación le gustó a Isfinis, pues estaba deseando mezclarse con los suyos. Además, el valor y gentileza del joven le atraía.

—Aceptamos la invitación con mucho gusto —dijo.

Tanto el joven como su madre se alegraron, aunque ella manifestó:

—Ruego que nos perdonéis las molestias, porque vais a encontrar que nuestra choza es indigna de vuestro rango.

—La presencia de los dueños de la choza nos compensará —replicó Latu—, a pesar de que somos mercaderes acostumbrados a las penalidades de la vida y a los contratiempos.

Siguieron andando, sumidos en una sensación común de afecto mutuo, como si fueran amigos de toda la vida. De camino, Isfinis preguntó al hijo de Ibana:

—¿Cómo te llamas? Yo soy Isfinis y este es mi amigo Latu.

El joven bajó la cabeza respetuosamente y dijo sonriendo:

—Me llamo Ahmose.

Isfinis sintió como si le estuvieran llamando a él y miró con extrañeza al joven.

Llegaron a la choza después de haber andado durante media hora. Era del estilo de la de los pescadores. Tenía una terraza exterior y dos pequeñas habitaciones. No obstante, a pesar de la sencillez de su mobiliario y de la evidente pobreza, era limpia y ordenada. Ahmose y sus dos invitados se sentaron en la terraza y abrieron la puerta de par en par para que entrase la brisa del Nilo y así gozar del espléndido panorama. Ibana se fue a preparar algo para beber y se quedaron un rato intercambiándose las miradas. Luego Ahmose dijo, tras cierta vacilación:

—Es extraño encontrar a egipcios con vuestro aspecto. ¿Cómo os han permitido los hicsos enriqueceros sin que seáis artesanos suyos?

Isfinis contestó:

—Somos egipcios de Nubia y hemos entrado en Tebas hoy mismo.

El joven dio un salto de júbilo y alegría y exclamó:

—¡Nubia! Muchos emigraron allí cuando los hicsos conquistaron nuestra tierra. ¿Sois de los que emigraron?

Latu era desconfiado por naturaleza y contestó rápidamente, adelantándose a Isfinis:

—No, somos de los que emigraron antes, para comerciar…

—¿Y cómo habéis podido entrar en Egipto, si los hicsos han cerrado las fronteras?

Los dos mercaderes se dieron cuenta de que Ahmose, a pesar de su juventud, sabía muchas cosas. Isfinis sentía hacia él cierto cariño y confianza, y le contó cómo habían entrado en Egipto. Mientras tanto, Ibana volvió con los vasos de cerveza y pescado asado. Se los sirvió y se sentó a escuchar la historia de Isfinis que terminó sus aventuras diciendo: «El oro pierde a esa gente y arrebata sus corazones. Iremos a ver al monarca del Sur para enseñarle las cosas más raras que traemos. Esperamos que acepte o que nos consiga un permiso para el intercambio mercantil entre Egipto y Nubia y reanudar nuestro trabajo y nuestro comercio, como hacíamos antes».

Ibana les ofreció los vasos de cerveza y el pescado y dijo:

—Si conseguís lo que pretendéis, trabajaréis solos, pues ni los hicsos ni los egipcios trabajan en el comercio en su actual situación de miseria.

Los dos mercaderes no tenían nada que decir acerca del asunto y prefirieron callar. Comieron pescado y bebieron cerveza, agradeciéndoselo mucho a la señora y alabando su sencilla mesa. Ella se sonrojó y agradeció al joven su buena obra. Tan impresionada estaba que dijo:

—Me has tendido tu generosa mano en el momento oportuno. ¡Cuántos míseros egipcios están aplastados por la piedra de la injusticia mañana y tarde sin poder dar con quien les ayude!

Ahmose era de temperamento impulsivo. Apenas oyó lo que dijo su madre, se puso rojo de cólera y con genio y manifiesto malhumor dijo:

—Los egipcios somos esclavos, nos echan las migajas y nos azotan. El monarca, los visires, los comandantes, los jueces, los funcionarios y los propietarios son todos hicsos. El mando es ahora de los blancos de sucias barbas, mientras que los egipcios no somos más que esclavos en las tierras de las que éramos dueños en el pasado.

Isfinis miraba a Ahmose mientras hablaba con ojos de admiración y cariño; Latu, por el contrario, no levantaba la vista del suelo para disimular su impresión.

—¿Y hay muchos descontentos por tal injusticia? —preguntó Isfinis.

—Sí, pero todos disimulamos el enfado y aguantamos la maldad. Es el caso del débil que nada puede hacer. Y yo me pregunto: ¿acaso no tiene fin esta noche? Ya han pasado diez años desde que Amón, enojado con nosotros, quiso que le despojaran a nuestro rey Sekenenre de su corona.

El corazón de los mercaderes latió con fuerza. Isfinis se puso rojo mientras que Latu miró asombrado al joven y le preguntó:

—¿Y cómo sabes esta historia, a pesar de tu corta edad?

—Mi memoria guarda pocas y nebulosas imágenes, pero son imborrables. Son imágenes de los primeros años de la desgracia, aunque le debo a mi madre la historia de la desgraciada Tebas, que no cesa de repetirme…

Latu miró a Ibana con extrañeza. Ella se inquietó y el hombre dijo para tranquilizarla:

—Eres una buena mujer y tu hijo un joven noble.

Latu pensó que la mujer, a pesar de todo, seguía siendo precavida. Quería preguntar sobre algunos asuntos que le concernían personalmente, pero prefirió dejarlo para otra ocasión. El anciano cambió inteligentemente el curso de la conversación, dirigiéndola hacia temas triviales, y devolvió la tranquilidad a todos. Confiados se intercambiaron sentimientos de verdadera amistad. Cuando los dos comerciantes quisieron abandonar la casa, Ahmose le dijo a Isfinis:

—¿Cuándo vais a ir a ver al monarca de las tierras del Sur?

—Quizá mañana —contestó Isfinis, un poco extrañado por la pregunta.

—Tengo que pediros algo.

—¿Qué?

—Que me dejéis acompañaros a su mansión.

A Isfinis le pareció una buena idea y dijo:

—¿Conoces el camino?

Ibana quiso interponerse en la decisión de su hijo, pero este la hizo callar con una señal nerviosa de la mano. Isfinis sonrió y dijo:

—Si no hay ningún impedimento, serás nuestro guía.