La sala del tribunal estaba llena de denunciantes, acusados y testigos. Los estrados estaban llenos de gente de diferentes clases sociales. En medio estaban sentados los jueces de luengas barbas y caras blancas. Sobresaliendo sobre las cabezas, una estatuilla de la diosa de la justicia Zuma. Los dos mercaderes tomaron asiento juntos y Latu susurró a Isfinis:
—Aparentemente, imitan nuestro sistema de justicia.
Miraron al público y a los jueces y se dieron cuenta de que la mayoría de los presentes eran hicsos. Los jueces llamaban a los acusados y les hacían unos interrogatorios someros y rápidos para emitir luego veredictos apresurados y crueles. Las voces de queja y los llantos se alzaban entre la gente desnuda de cuerpo bronceado y rostro negroide. Llegó el turno de la señora esperada:
—La señora Ibana —gritaron.
Los dos mercaderes se miraron con impaciencia y vieron cómo se acercaba una mujer con pasos medidos. Su aspecto denotaba señorío y su rostro una serena belleza, a pesar de sus cuarenta años. Un hicso, ricamente vestido, se inclinó respetuosamente ante el juez y le dijo:
—Señor juez, soy el delegado del comandante Raj, a quien esta mujer ha agredido, me llamo Jum y represento a Su Excelencia ante la justicia.
El juez asintió con la cabeza y suscitó la curiosidad de Latu e Isfinis. Luego preguntó:
—¿Qué demanda tu señor a esta mujer?
El hombre contestó como disgustado:
—Mi señor dice que esta mañana se encontró con esta mujer. Quiso incorporarla a sus esclavas y en cambio ella lo rechazó desafiante, lo empujó con desfachatez y esto es algo que mi señor ha considerado como un ataque a su honor militar.
Las palabras del hombre dichas con altanería provocaron un alboroto de disgusto entre los presentes. Todas las bocas se abrieron en murmullos y murmuraciones. El juez hizo a la gente una seña con su cetro y todos quedaron silenciosos. Luego dirigió la pregunta a la mujer:
—¿Qué dices a eso, mujer?
Ibana guardó silencio, pero desesperanzada de que fueran a ser justos con ella se atrevió a decir la verdad.
—Lo que ha dicho este hombre no es cierto.
El juez montó en cólera y dijo zarandeándola:
—Cuidado con decir algo que alcance al gran rango del demandante y compliques aún más tu delito. Cuenta y deja que preguntemos nosotros.
La mujer se puso roja de indignación, pero dijo mientras seguía conservando su tranquilidad:
—Iba andando por el barrio de los cazadores y un carro se interpuso en mi camino. Bajó un oficial y me invitó a subir, sin darme tiempo a pensar y sin que yo lo conociera de nada. Me asusté y quise evitarlo, pero él me tomó de la mano con fuerza insistiendo en que me honraba en incorporarme a sus mujeres. Le contesté que rechazaba lo que me pedía; no obstante, él se burló de mí y dijo que el aparente rechazo de la mujer es, en realidad, una aceptación.
El juez hizo una señal y la mujer enmudeció, como si le molestara que tocara unos detalles que dejaban mal parado al oficial.
—Contesta, ¿le has agredido? —le preguntó.
—No, señor. Sólo insistí en rechazar su propuesta e intenté evitarlo. Pero no le agredí ni física ni verbalmente. Esto pueden testimoniarlo un grupo de residentes del barrio.
—¿Te refieres a los pescadores?
—Sí, señor.
—No se acepta ese testimonio en este sagrado lugar.
La mujer calló y apareció en sus ojos una mirada de asombro indecisión.
—¿Tienes algo más que alegar? —le preguntó el juez.
—No, señor, y os juro que no le he hecho daño alguno ni de palabra ni de acción.
—El demandante es una persona honorable. Es un comandante de la guardia del faraón. Lo que él dice es verdad, a menos que presentes pruebas convincentes que lo avalen.
—¿Cómo podré refutarlo si el tribunal ha rechazado escuchar a mis testigos?
—Los pescadores no entran en este lugar, a menos que vengan como inculpados —replicó el juez con energía, y desvió la mirada para dirigirse a sus compañeros a consultar con ellos un rato. Luego se incorporó en su asiento y, dirigiéndose a la señora Ibana, exclamó:
—Mujer, el comandante sólo quería tu bien, pero tú se lo has pagado de la peor manera que se pueda imaginar. El tribunal te da la opción de elegir entre pagar una multa de cincuenta piezas de oro o la cárcel durante tres años, además de ser azotada.
Los presentes escucharon el veredicto y todos parecieron satisfechos, menos uno, que gritó en tono desesperado, como si hubiera perdido la continencia:
—Señor juez… Esta señora ha sido injustamente condenada. Soltadla porque es inocente…, perdonadla porque es inocente.
El juez volvió a montar en cólera. Echó al protestón una mirada que lo acalló y todos los ojos se dirigieron a él desde todos los rincones de la sala. Isfinis lo reconoció en seguida y dijo a su compañero con cierto asombro:
—Es el joven a quien no le gustó nuestra conversación con él, el que nos acusó de ser esclavos de los hicsos. —Isfinis estaba triste y acongojado. Añadió—: No dejaré que este estúpido juez mande a esa señora a la cárcel.
—Nuestra misión es mucho más trascendental que salvar a una mujer con quien han sido injustos. ¡Ojo con las consecuencias que nos pueda acarrear! —dijo Latu con cierta preocupación.
No escuchó a su amigo pero esperó hasta que el juez le preguntó a la mujer:
—¿Pagarás lo que se te pide al contado?
Isfinis se puso de pie y dijo con una voz sonora y decidida:
—Sí, señor juez.
Todas las cabezas se volvieron para ver al generoso y atrevido joven que se ofrecía a salvar a la mujer en el último momento. Ibana lo miró asombrada, lo mismo que al joven que levantó su voz llorando y suplicando para defenderla. No obstante, el delegado del comandante le dirigió una mirada asesina, preludio de una severa amenaza. El joven, sin embargo, no hizo caso a nadie y avanzó hasta el estrado del tribunal, destacando por su alta y esbelta estatura y su hermoso rostro y pagó la multa requerida por el tribunal.
El juez se puso a pensar desconcertado, preguntándose: «¿De dónde le vendrá el oro a este campesino? ¿De dónde ha sacado esa valentía?». Como no podía hacer otra cosa, se dirigió a la mujer diciéndole:
—Mujer, vete libre, y que lo que ha estado a punto de acaecerte te sirva de escarmiento.