Juntos entraron en la taberna y se encontraron con un lugar espacioso de altos muros, de cuyo techo pendía una lámpara polvorienta. En el centro se encontraban unas tinajas en un murete de dos brazos de largo y uno de ancho donde se alineaban las tazas de cerámica ante los bebedores. En medio del círculo el dueño de la taberna servía las tazas a los que le rodeaban o se las mandaba con un mozo a los que estaban sentados en el suelo por los rincones. No levantaba la cabeza de sus tinajas, y si algún bebedor le gastaba alguna broma o le molestaba con algún chiste, lo zarandeaba brutalmente y le insultaba. Isfinis y Latu pasearon la mirada por el lugar. El primero quiso meterse también entre los que rodeaban al tabernero y tomando de la mano a su compañero se abrió paso hacia el murete, hasta que lo alcanzó entre miradas extrañas y curiosas. Se sentía un poco cansado y preguntó al tabernero afablemente:
—Buen hombre, ¿podemos disponer de dos asientos?
La extrañeza de los que allí estaban aumentó aún más por el tono de la inusitada petición. No obstante, el tabernero contestó, sin hacerle mucho caso:
—Perdonad, príncipe, mis clientes son de esos que se alegran con la presencia de extraños.
Todos los clientes se rieron de él y de su amigo. Se acercó a ellos un hombre bajo, de cara y cuello gordos y enorme tripa. Se inclinó ante ellos burlonamente y balbuceó medio borracho:
—Señores, os cedo mi tripa para que os sentéis encima.
Isfinis se dio cuenta de que se había equivocado de lugar y que se había perjudicado a sí mismo y a su compañero y contestó, intentando remediarlo:
—Aceptamos tu oferta con mucho gusto. Pero ¿cómo podrás beber tu vino añejo sin esa tripa?
La sarta de borrachos se entusiasmó con la pregunta del joven y algunos gritaron al hombre gordo:
—Responde, Tuna, ¿cómo puedes terminar tus tazas si les cedes la tripa a estos dos señores?
El hombre frunció el ceño, sacudió la cabeza extrañado, con su labio inferior colgándole como un trozo de hígado ensangrentado, y luego sus ojos enrojecidos se iluminaron como si hubiera encontrado la feliz solución.
—Beberé vino ya digerido —dijo.
Todos se echaron a reír. Isfinis se quedó satisfecho y para hacer las paces con él, le espetó:
—Te redimo de ceder ese gran vientre que ha sido creado para ser odre de vino y no asiento.
Luego Isfinis miró al tabernero y le dijo:
—Buen hombre, llena tres tazas para nosotros y el simpático Tuna.
El tabernero llenó las tazas y se las llevó a Isfinis. Tuna le arrebató la suya y se la bebió de un trago sin dar crédito a la invitación. Luego se limpió la boca con la mano y dijo a Isfinis:
—Seguramente eres rico, generoso señor.
—Gracias a Dios por sus dones —respondió Isfinis sonriendo.
—Pero, por lo que delatan vuestras facciones, sois egipcio —replicó Tuna.
—¡Buena intuición! Pero ¿hay alguna contradicción entre ser egipcio y ser rico?
—Sí, a menos que seáis de los más próximos a los gobernantes.
—Esos imitan a sus señores, y no bajan a mezclarse con nosotros —terció otro de la clientela.
El rostro de Isfinis se consternó y recordó la imagen del joven que le había gritado enfadado hacía unos momentos: «¡Esclavo de los pastores!». Luego dijo:
—Somos egipcios de Nubia y hemos venido a Egipto recientemente.
El silencio se hizo intenso y la palabra Nubia resonó en los oídos de todos de una forma extraña. No obstante, la gente estaba borracha, con la mente dispersa por el efecto del vino, y no podían concentrar su atención. Un hombre miró las dos tazas aún llenas y dijo con la lengua semitrabada:
—¿Por qué no bebéis? El señor os ha escanciado el más exquisito vino de los paraísos.
—No bebemos a menudo, y, cuando bebemos, lo hacemos lentamente —respondió Latu.
—¡Buen juicio! —exclamó Tuna—. ¿Y cuál es la utilidad de escapar de una vida acomodada? Miradme a mí, soy desgraciado por mi oficio, soy desgraciado por mi familia e hijos y soy aún más desgraciado por mí mismo. Mi deseo es que la taza no abandone mis labios.
Otro borracho aplaudió lo que había dicho Tuna y dijo mientras movía la cabeza alegremente:
—Esta taberna es el refugio de los desgraciados, es el refugio de los que sirven abundantes mesas, estando hambrientos, de los que confeccionan las excelsas ropas estando desnudos, de los que alegran a la gente en las fiestas de los señores teniendo ellos herido el corazón y el alma partida.
—Escuchad, hombres de Nubia —intervino un tercero—. La vida no es buena para ningún bebedor mientras pueda sostenerse de pie y no caiga después de haber perdido el conocimiento. Tenéis un ejemplo en mí, no hay noche que pueda volver a casa más que llevado a cuestas.
Isfinis se estremeció. Se dio cuenta de que estaba entre un grupo de gente desgraciada y les preguntó:
—¿Sois pescadores?
—Sí, todos —dijo Tuna.
El dueño de la taberna movió los hombros y dijo sin apartar la vista de su faena:
—Yo no, yo soy tabernero, señor.
Tuna soltó una carcajada, luego señaló con el dedo a un hombre bajo, delgado, de finas extremidades y ojos grandes y brillantes, y dijo:
—Y para más detalle, ese es un ladrón.
Isfinis miró al hombre con extrañeza, nervioso.
—No se preocupe, señor, yo no robo en este barrio —dijo el hombre para tranquilizarlo.
—Es decir, que como no hay nada que merezca la pena robar en el barrio —comentó Tuna—, convive aquí con nosotros y ejerce su oficio en otras partes de Tebas, donde las riquezas son abundantes y la felicidad frondosa.
El ladrón, que también estaba borracho, dijo como disculpándose:
—No soy un ladrón, señor, sino un viajero que va de un sitio a otro allí donde lo conducen sus pies. Cuando tropiezo en mi camino con algún pato o alguna gallina perdida, les indico el camino que conduce a mi choza.
—¿Y te la comes?
—¡Qué va! La buena comida me sienta mal. Por eso la vendo al primer comprador.
—¿No temes a los guardianes?
—Les tengo mucho miedo, señor, pues aquí el robo sólo está permitido a los ricos y a los gobernadores.
—La regla general en Egipto —asintió Tuna— es que los ricos roben a los pobres, pero no está permitido que los pobres roben a los ricos. —Hablaba sin apartar los ávidos ojos de las dos tazas llenas. Cambió la conversación diciendo con disgusto—: ¿Por qué dejáis vuestras tazas suscitando la envidia de los bebedores?
—Son para ti, Tuna —dijo Isfinis sonriendo.
Al pobre hombre se le caía la baba por la comisura de los labios. Tomó las tazas con sus gruesas manos, echando chispas por los ojos a los que le rodeaban. Luego las vació una tras otra y suspiró aliviado. Isfinis captó aquellas miradas de pocos amigos de los que le rodeaban y pidió para ellos cerveza y vino, todo el que quisieran. Bebieron y alborotaron de alegría sin dejar de hablar, de cantar y de reír. La pobreza y la miseria estaba pintada en sus rostros, pero en aquellos instantes se les veía felices y alegres, sin pensar en el mañana. Isfinis se integró en el ambiente hablando alegremente, aunque se ponía triste de vez en cuando. Pasó con ellos un buen rato hasta que entró un hombre cuyo aspecto indicaba que era uno de ellos. Les saludó con una inclinación de cabeza y pidió un vaso de cerveza; luego dijo a los que lo rodeaban con un tono inexpresivo:
—Han cogido a la señora Ibana y la han llevado al tribunal.
Muchos, por la borrachera, no le hicieron caso, aunque algunos le preguntaron:
—¿Por qué?
—Dicen que un alto oficial de los pastores se interpuso en su camino a orillas del Nilo. Quiso incorporarla a su harén pero ella se resistió y lo empujó.
Muchos protestaron e Isfinis preguntó:
—¿Y qué va a hacer el tribunal con ella?
El hombre lo miró extrañado y respondió:
—La condenarán a pagar una multa superior a sus posibilidades. Entonces, la mandarán azotar e ingresará en prisión.
Isfinis quedó consternado y se le encendió el rostro. Le preguntó al hombre:
—¿Puedes indicarnos el camino hacia el tribunal?
A lo cual contestó Tuna balbuceando:
—La bebida es más digna de tu oro que pagar por una mujer. Esto enfadará al oficial y tendrás que enfrentarte a muchas consecuencias.
El hombre que trajo la noticia le preguntó:
—¿Eres forastero, señor?
—Sí, y deseo estar presente en el juicio —dijo Isfinis.
—Te guiaré a la sala del juicio si quieres.
Mientras abandonaba la taberna, Latu le susurró al oído:
—¡Cuidado! No vayas a meterte en algún lío que complicaría nuestra arriesgada misión.
Isfinis no contestó y siguió los pasos del hombre.