Lo primero que le espetó Isfinis al anciano que le acompañaba fueron estas palabras, antes de abandonar la embarcación:
—Desde ahora, ni Ahmose ni Hur, sino Isfinis el mercader y su delegado Latu.
—Has dicho algo muy sensato, mercader Isfinis —repuso el anciano sonriendo.
La flota levó anclas, largó las velas, movió lo remos y se dirigió, a favor de la corriente, a la frontera de Egipto, que cruzó sin impedimento alguno. Isfinis y Latu, sentados en la cubierta de proa de la embarcación, batallaban contra el mismo deseo, hasta el punto de que se les saltaban las lágrimas.
—Buen inicio —dijo Isfinis.
—Sí. Recemos por ellos al dios Amón y roguémosle que enderece nuestros pasos y corone nuestro objetivo con éxito —respondió Latu.
Se postraron en el suelo de la nave y rezaron juntos, luego volvieron a ponerse de pie.
—Si conseguimos reanudar las relaciones con Nubia, como estaban antes, habremos conseguido la mitad de cuanto nos proponemos. Así pues, démosles oro y recojamos hombres —dijo Isfinis.
—Puedes estar seguro de que no están acostumbrados a luchar contra la seducción. ¿Acaso no nos han abierto las fronteras, cerradas desde hace diez años? Los hicsos son soberbios, orgullosos y agresivos, pero además son holgazanes y sólo les gusta hacer trabajar a los demás. Desprecian el comercio y no soportarían la vida de Nubia. No les resulta fácil conseguir oro, a menos que se presente un voluntario como el mercader Isfinis y se lo lleve.
Juntos otearon el lejano horizonte que se sumergía en el curso del Nilo. De vez en cuando miraban el frondoso verdor que cubría los pueblos y las aldeas. Revoloteaban bandadas de pájaros, pastaban los sagrados toros y las sagradas vacas y los campesinos trabajaban la tierra por todas partes, desnudos, sin levantar la cabeza. Su visión provocó en el joven cariño hacia los campesinos y enojo por su situación, y su corazón se inflamó tanto de amor como de rabia.
—Mira los soldados de Amenemhet —dijo—. Trabajan como esclavos para los necios y soberbios blancos de sucias barbas.
La flotilla avanzaba pasando por Ambús, Silsilis, Mayana, Najeb y Turt. Sólo quedaba una hora para llegar a Tebas.
—¿Dónde conviene que atraque la embarcación? —preguntó Isfinis.
Latu contestó sonriendo:
—Al sur de la ciudad, donde están los barrios pobres y los pescadores. Todos son egipcios.
El joven dio por buena dicha opinión y en una de sus miradas a la corriente del río vio a lo lejos una embarcación que se acercaba lentamente. Cuando pudo distinguirla se dio cuenta de que era una gran nave, de esmerado montaje y de notable elegancia. En su centro se erguía una hermosa cámara, labrada con excelso arte. Pensó que antes había visto alguna parecida y llamó la atención de Latu dándole un golpecito en el codo:
—Mira.
El hombre miró y masculló para sus adentros: «¡Dios mío! Es una embarcación real». Luego, dándose cuenta de que iba sin guardia, pensó: «Puede que el pasajero sea un hombre de palacio o un príncipe que quiera estar a solas».
La embarcación regia se acercó tanto que casi choca con la flota. El extraño aspecto de esta suscitó el interés de los ocupantes de la embarcación y una mujer, seguida por un grupo de esclavas, asomaron por la escotilla. Como un rayo de luz que deslumbra las miradas avanzaba una mujer rubia; la brisa jugaba con su vestido blanco y bailaba con las suaves hebras de su dorado cabello. En seguida se dieron cuenta de que se trataba de una princesa del palacio de Tebas que salía para tomar un rato de asueto.
La vieron cómo señalaba con el dedo a una embarcación más retrasada, boquiabierta por la sorpresa. La misma sorpresa apareció también en el rostro de las hermosas esclavas. Isfinis se volvió, y vio a uno de los enanos que había traído con él por la cubierta de la nave. Entonces comprendió el motivo de la turbación de la bella princesa. Miró a Latu sonriendo dándole a entender que uno de los regalos había encontrado el buen destino que se merecía. No obstante, Latu miró a la mujer sin pestañear y con gesto triste. Las mujeres llamaron a Nauti. Este se aproximó a la borda de la embarcación y ordenó a Latu:
—Detente, nubio. Echa las anclas.
Isfinis hizo lo que se le ordenaba y mandó a la flota que se detuviera. La embarcación faraónica se acercó a donde estaba el enano y Nauti preguntó a Isfinis:
—¿Qué es esta flota?
—Es una flota de mercaderes, señor.
Señaló al enano que, en ese momento, corría hacia el interior de la embarcación, y dijo:
—¿Esa criatura hace daño?
—No, señor.
—Su Alteza quiere contemplar a esa criatura de cerca.
—Es la hija del faraón —susurró Latu.
Isfinis bajó la cabeza en señal de respeto y dijo:
—Con mucho gusto.
El joven Isfinis embarcó en una barquichuela y se dirigió a la nave donde estaba el enano y subió a bordo para recibir a la princesa que se acercaba con sus esclavas en otra barca. Subieron a bordo precedidas por la princesa y el joven se inclinó ante ella con aparente veneración. Reprimía sus sentimientos de desprecio y aparentaba nerviosismo y alteración.
—Es un gran honor para mi flota, Alteza —balbuceó.
Luego levantó la cabeza y le dirigió una mirada furtiva. Vio un rostro donde se manifestaban a la vez la belleza y el orgullo. Tenía tantos motivos de seducción como de temor. Unos ojos azules en cuya pureza se podía leer el hermetismo y la determinación. La princesa no hizo caso del saludo, siguió mirando el lugar donde antes estaba el enano y preguntó con voz cantarina que infundía encanto a los oídos de quienes la escuchaban:
—¿Dónde se ha ido la extraña criatura que estaba aquí?
—Ahora mismo vendrá —respondió el joven.
Isfinis se dirigió a un tragaluz que daba al interior de un camarote y gritó:
—¡Zulú!
El enano no tardó en asomar la cabeza por la escotilla. Se presentó ante su señor y este lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde estaba la princesa y sus esclavas. Andaba sacando pecho, y la gran cabeza erguida con orgullo cómico. Su altura no pasaba de cuatro palmos y era muy negro y con las piernas arqueadas.
—Saluda a tu señora, Zulú —le aconsejó Isfinis.
El enano se inclinó hasta que su pelo rizado tocó el suelo. La princesa se tranquilizó y preguntó sin apartar la mirada del enano:
—¿Es un animal o una persona?
—Es una persona, Alteza.
—¿Y por qué no le consideramos un animal?
—Por su lenguaje y su religión.
—¡Qué curioso! ¿Hay más como este?
—Sí, señora. Pertenece a un pueblo numeroso. Hay mujeres, hombres y niños, tienen un rey y flechas envenenadas que lanzan a las fieras y a los invasores. No obstante, los de Zulú se acostumbran en seguida a la gente, son cariñosos con quienes les consideran amigos y los siguen como perros fieles.
La princesa movió la cabeza cubierta con una cabellera de hebras de oro con un gesto de asombro y sus labios se entreabrieron mostrando las perlas de sus dientes bien ensartadas.
—¿Y dónde vive el pueblo de Zulú? —preguntó.
—En los extremos de los bosques de Nubia, donde nace el sagrado Nilo.
—Déjale que hable conmigo.
—No habla nuestra lengua. Sólo puede entender ciertas órdenes. No obstante, saludará a mi señora en su lengua.
—Saluda a tu señora —le dijo Isfinis al enano. Este movió su cabezota como si temblara, luego pronunció unas palabras extrañas parecidas a un rugido y la princesa, sin poder contener una dulce carcajada, dijo:
—Es verdaderamente extraño, pero es feo. No quiero comprarlo.
La pena por tal contratiempo se asomó al rostro del joven y dijo con la destreza del mercader astuto:
—Alteza, Zulú no es lo mejor que tengo en mi flota. Para vos hay joyas maravillosas que cautivan las almas y fascinan los espíritus.
Ella paseó la mirada con desdén de Zulú al joven que se vanagloriaba de sus preciosidades y lo miró atentamente por primera vez. Le impresionó su altura y su juventud, extrañada de que ese fuera el aspecto de un mercader corriente.
—¿De verdad tienes joyas que provocan admiración?
—Sí, señora.
—Entonces enséñame una muestra, un ejemplo de lo que tienes.
Isfinis dio una palmada y llegó un esclavo a quien susurró unas palabras. El hombre desapareció durante un rato para volver con un cofre de marfil, con ayuda de otro hombre. Lo dejaron delante de la princesa, lo abrieron y se apartaron. La princesa miró dentro del cofre y los cuellos de las esclavas se alargaron. Contenía brillantes perlas, pendientes y pulseras que alegraron sus corazones. La princesa las miró con ojos atentos, luego extendió la suave y blanca mano hacia un collar, modelo de sencillez y perfección: un corazón de esmeralda en una cadena de oro puro. Tomó el corazón y susurró:
—¿De dónde has sacado esta piedra preciosa? No hay nada parecido en todo Egipto.
—Es lo más precioso de los tesoros de Nubia —dijo el joven alegremente.
—Nubia, el país de Zulú, ¡qué preciosidad! —exclamó la princesa.
Isfinis sonrió mientras miraba con ternura los dedos de la encantadora joven y le dijo:
—La joya ha atraído la admiración de Su Alteza y no está permitido que vuelva al cofre.
Ella respondió con espontaneidad:
—Sí, pero no llevo dinero. ¿Te diriges a Tebas?
—Sí, señora.
—Pues, entonces, no tienes más que ir a palacio y cobrarás su importe.
El joven se inclinó respetuosamente. La princesa dirigió una mirada de despedida a Zulú, luego se dio la vuelta y se marchó luciendo su esbelta y elegante estatura, seguida de sus esclavas. Los ojos del joven la siguieron hasta que desapareció por la borda de la embarcación. Luego él volvió a su nave, donde le esperaba Latu con inquietud.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó.
Isfinis le relató las palabras de la princesa y le preguntó riéndose:
—¿De verdad es la hija de Apofis?
—Es un demonio, hija del demonio —respondió Latu sumamente irritado.
Le hizo volver en sí el áspero tono de Latu y sus miradas airadas, y se dio cuenta de que quien había despertado su admiración no era más que la hija del opresor de su pueblo y el asesino de su abuelo, a pesar de que en su presencia no había sentido odio ni rencor. Inquieto y temeroso porque su manera de expresarse sobre ella hubiera provocado sospechas en el fiel anciano, se dijo a sí mismo: «Tengo que dedicarme exclusivamente a cumplir la misión para la que he venido». Por eso, no miró más a la embarcación de la princesa, sino que dirigió la vista al horizonte. Intentó odiar a la princesa, sintiendo que ella era una verdadera fuerza de atracción que necesitaba de toda su resistencia para rechazarla. Se había alejado de su camino para siempre, pero… quizás… Era una belleza arrebatadora. A quien la miraba, no le quedaba más remedio que cerrar los ojos para no ser deslumbrado.
En aquel momento, recordó a su joven esposa, Nefertari, con su estatura mediana, su rostro moreno y sonrosado y sus hechiceros ojos negros, y susurró: «¡Qué dos imágenes de contradictoria belleza!».