Se le permitió entrar en la sala, después de hacerlo el oficial. Allí recibía el gobernador a la gente cuyas quejas no requerían más que oro. El joven echó una mirada al gobernador mientras avanzaba y le llamó la atención su larga barba, sus almendrados ojos y su nariz larga y arqueada como la vela de un barco del Nilo. Acechaba con ojos escudriñadores, atentos y desconfiados al hombre que entraba, ante el cual se inclinó el joven reverentemente y dijo:
—Dios refresque vuestra mañana, noble gobernador.
El oficial ya le había hablado del extraño visitante que sin darle importancia le había arrojado una bolsa llena de relucientes piezas de oro y dirigía una flota cargada de presentes y quería llevarlos a los hombres de Egipto. Le devolvió el saludo con un movimiento de la mano y le preguntó con su tosca voz:
—¿Quién eres y de qué país vienes?
—Señor, me llamo Isfinis, y soy de Nabata, del país de Nubia.
—Sin embargo, veo que no eres nubio. Si no me equivoco, eres campesino —dijo el hombre con cierta incredulidad, acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza.
El corazón de Isfinis latió con fuerza por este calificativo, pronunciado por el gobernador con cierto tono despectivo.
—Ha acertado vuestra intuición, señor —respondió el joven—. Efectivamente, soy campesino, de una familia egipcia que emigró a Nubia hace varias generaciones. Llevo dedicado al comercio mucho tiempo, hasta que se cerraron las fronteras entre Egipto y Nubia. Entonces todo se acabó.
—¿Y qué quieres?
—Tengo una flota entera repleta de riquezas de las tierras de las que vengo. Con ellas pretendo acercarme a los señores de Egipto.
El gobernador jugueteó con su barba y le echó una mirada desconfiada.
—¿Quieres decir que has hecho un viaje tan largo sólo para acercarte a los señores de Egipto? —preguntó.
—Mi señor y noble gobernador, nosotros vivimos en unas tierras tan abundantes en fieras como en tesoros y la vida allí es muy difícil de sobrellevar, pues el hambre y la sequía incesantes clavan sus garras en la gente. Hemos perfeccionado la orfebrería de oro, pero quedamos extenuados antes de conseguir una onza de pepitas. Si mis señores aceptan mis presentes y me permiten el comercio entre el Norte y el Sur, llenaré vuestros mercados con las más preciadas joyas y los animales más caros y haré que mi pueblo cambie la miseria por riqueza.
El gobernador soltó una carcajada y dijo:
—Veo que los sueños te han obnubilado los sentidos. ¿Por qué no empiezas pidiendo y suplicando? Estás deseando que el faraón promulgue órdenes en tu provecho… muy bien. Los locos abundan. ¿Qué riquezas llevas en tu flota?
Isfinis inclinó la cabeza respetuosamente y dijo con la seducción del avezado mercader:
—¿Por qué no me honra mi señor con una visita a mi flota y aprecia por sí mismo las riquezas y elige entre las preciosas joyas?
La avaricia y la codicia cegaron al gobernador, el cual aceptó sin más la idea y, mientras intentaba levantarse para ir con él, dijo a Isfinis:
—Te haré ese honor.
Le precedió al barco militar y luego a la flota. Allí le mostraron la bisutería, las joyas y los animales más extraños. Miró todas las preciosidades con ojos desmesurados que reflejaban una avaricia desmedida. Isfinis le regaló un cetro de marfil con el mango de oro puro, adornado de esmeraldas y rubíes, y lo aceptó sin darle las gracias. Él mismo cogió pulseras, anillos y arracadas preciosas, mientras decía para sus adentros: «¿Por qué no permitir a este mercader entrar en Egipto? Estas no son mercancías sino regalos fascinantes. El faraón los aceptará, sin duda. Si accede a la petición, el comerciante habrá conseguido lo que quería, y si se la deniega, no es asunto mío. Hay una buena oportunidad que debo aprovechar. El gobernador del Sur es aficionado a las cosas raras. Le mandaré al Mercader, y me agradecerá el haberle ofrecido tan preciado tesoro Y haberle dado la oportunidad de acercarse a su señor. Y si algún día quisiera designar un gobernador para alguna de las grandes provincias, se acordará de mí».
—Te daré una oportunidad para que pruebes tu suerte —dijo, dirigiéndose a Isfinis—. Ve en seguida a Tebas. Toma un mensaje para el monarca del Sur y con él podrás ofrecerle tus preciosidades y solicitarle que interceda por ti.
La alegría se apoderó de Isfinis. Se inclinó ante el gobernador, satisfecho y agradecido.