Las tinieblas se disiparon y dejaron al descubierto el adormilado cielo matutino. La vasta extensión del Nilo aparecía como si respirara la brisa del alba y sobre la tersa superficie se deslizaba una flota de navíos en dirección a la frontera septentrional con Egipto. La tripulación era de Nubia, salvo los dos comandantes que estaban sentados en la cubierta de proa de la embarcación, que eran egipcios a juzgar por su tez morena y sus facciones pronunciadas. El uno era joven, apenas frisaría en los veinte años. La naturaleza le había dotado de una notable estatura, un cuerpo esbelto y un pecho ancho y fuerte. Su rostro alargado denotaba lozanía y una considerable belleza, a la vez que sus ojos oscuros y límpidos, y su nariz recta y pronunciada revelaba fuerza y equilibrio. Diríase que era uno de esos rostros a los que la naturaleza ha dotado de nobleza y belleza al mismo tiempo. Vestía como los comerciantes ricos y envolvía su esbelto cuerpo con una túnica hecha a medida. Su compañero, en cambio, era un anciano de unos sesenta años, más bien gordo y bajo, de frente prominente, cuya forma de sentarse denotaba la serenidad que suele acompañar a la vejez. No obstante, su mirada era muy penetrante y daba la sensación de que su verdadera atención estaba dirigida a cuidar del joven, más que a las mercancías que portaban las embarcaciones. Cuando la flotilla se acercaba a la frontera, ambos se dirigieron a la proa de la embarcación, mirando con ojos ansiosos y nostálgicos. Entonces el joven preguntó con entusiasmo y temor:
—¿Pisarán nuestros pies la tierra de Egipto? Dime, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Atracar en esta playa y mandar a un mensajero en una barca hasta la frontera, y que se abra camino con unas monedas de oro respondió el anciano.
—Lo hemos basado todo en la corrupción y su respuesta en la sed del oro. ¿Y si se frustra nuestro plan?
Calló el joven y la angustia asomó a sus ojos con timidez.
—Mientras se piense mal, siempre se acertará con esta gente —sentenció el anciano.
La nave atracó junto a la playa y lo mismo hizo la flota. El joven prefirió ser él personalmente el emisario de la flota a la frontera. Era tal el entusiasmo y el tesón que ponía, que el anciano no se lo impidió. El joven se dirigió a una embarcación más pequeña y remó con sus musculosos brazos alejándose hacia otro punto de la frontera. El anciano le seguía con la vista y suplicaba al cielo, diciendo: «Oh, dios, adorado Amón, este tu hijo se dirige a su patria persiguiendo un noble objetivo: fortificar tu mando, ensalzar tu nombre y liberar a tus hijos. Ayúdale, Señor, dale la gloria y protégelo».
El joven fue remando sin desmayar, de espaldas a su objetivo. De vez en cuando se daba la vuelta para mirar, con el corazón sobrecogido a causa de la emoción y la nostalgia. A medida que se acercaba, sintió el deleite del aire de su patria y su corazón palpitó con fuerza. Una de las veces que giró la cabeza, vio un barco militar que se acercaba para impedirle el paso. Se dio cuenta de que los guardianes de las fronteras habían advertido su presencia y venían a interrogarle. Sin dudarlo un instante, acercó su barca a la nave militar hasta que oyó la voz del oficial que de pie, en la proa, le gritaba:
—¡Eh, tú!, ¿cómo te atreves a acercarte a la zona prohibida?
El joven permaneció callado hasta que su barca abordó al barco de inspección y tras saludar al oficial reverentemente le dijo, haciéndose el despistado:
—Que el dios Seth te guarde, valiente oficial. Me dirijo a vuestro glorioso país con una mercancía preciosa.
—¡Maldito seas, estúpido! ¿No sabes que este paso está cerrado desde hace diez años? —le espetó con tosquedad el oficial, que frunció el ceño con desprecio.
—¿Y qué va a hacer un hombre que ha juntado unos bienes preciosos para acercarse con ellos al faraón adorado de Egipto y a los hombres de su gobierno? ¿Por qué no me permites ver al noble gobernador de la isla de Biya? —preguntó aparentando extrañeza el apuesto joven.
—Vuélvete por donde has venido si no quieres ser enterrado en el mismo lugar donde estás de parloteo —respondió el oficial.
El joven sacó de su pecho una bolsa de cuero llena de piezas de oro y la arrojó a los pies del oficial.
—En mi país saludamos a nuestros dioses presentando ofrendas. Acepta mi saludo y mi ruego.
El oficial recogió la bolsa y la abrió. Jugueteó con las piezas de oro y sus ojos se encabritaron. Miró asombrado ya a las piezas de oro ya al joven, y luego movió la cabeza como si no ocultara su rabia hacia el joven que le había hecho cambiar de opinión a la fuerza.
—La entrada a Egipto está prohibida —dijo con voz melosa—, pero a lo mejor tu noble objetivo exige hacer una excepción a la orden de prohibición. Sígueme y te llevaré al gobernador de la isla.
El joven se alegró sobremanera y se sentó otra vez en su barca, apretó los remos con fuerza y entusiasmo y siguió al barco hacia la ribera de Biya. El barco atracó y luego lo hizo la barca. El joven echó pie a tierra con cuidado y cariño, como si estuviera pisando algo noble y sagrado. El oficial le dijo de nuevo: «Sígueme», y en seguida lo hizo. A pesar de sus intentos de controlarse, la emoción le embargó y una especie de embriaguez le recorrió el cuerpo. Una sublime nostalgia le oprimió el corazón, impulsándole a palpitar con fuerza, pero tales sentimientos pronto se disiparon. Estaba en tierras de Egipto. Egipto, del que guardaba tan bellos recuerdos, tan lúcidas imágenes y tan alegres impresiones. En aquel momento deseaba que le dejaran solo para llenar los pulmones de aire puro y pasar la mejilla por la tierra… Estaba en tierras de Egipto.
Se despertó de sus ensoñaciones con la extraña voz del oficial que le decía por tercera vez: «Sígueme». Miró a lo lejos y vio un hermoso palacio, ante el cual hacían guardia unos hombres armados. Comprendió que estaba ante el palacio del gobernador de la isla. El oficial entró y le siguió, sin hacer caso de las interrogantes miradas que se dirigían hacia él por todas partes.