Tebas se despertó sin saber lo que le había deparado el destino. Los campesinos llevaban a sus heridos que llegaban del campo de batalla y la gente los rodeaba y los acosaba a preguntas. Estos les contaban las verdaderas noticias y les dijeron que el ejército había sido derrotado, que el faraón había muerto y que su familia había emigrado a un lugar desconocido. La gente, asombrada, se intercambiaba miradas incrédulas y angustiadas. La noticia, al propagarse por la ciudad, provocó agitación y disturbios sin cuento y muchos de sus habitantes abandonaron sus casas, corrieron por los caminos y el mercado a reunirse en las casas del gobierno y en el templo de Amón para sentirse arropados y escuchar a sus dirigentes. Los hacendados, los dueños de los palacios, los nobles y los ricos, dejaron a porfía sus fincas y sus palacios. Unos huían en grupos hacia el Sur y otros se refugiaban en los barrios pobres.
Pronto llegaron otras noticias peores, relativas a la caída de los arqueros y Shanhur, y a que el ejército de los hicsos avanzaba hacia Tebas para cercarla y obligarles a entregarse. Los visires, los sacerdotes y los treinta jueces se reunieron en la sala hipóstila del templo de Amón y se consultaron unos a otros sobre las medidas a afrontar. Todos estuvieron de acuerdo sobre tres hechos: la precariedad de la situación, la proximidad del final y la inutilidad de la resistencia. No obstante, no consintieron entregarse sin fijar antes algunas condiciones. Acordaron permanecer tras las altas murallas hasta conseguir la promesa de salvar la vida de los habitantes. No obstante, Ausar Amón les dijo con mucho entusiasmo y a la vez con no menos rabia:
—No entreguéis Tebas jamás. Luchemos hasta la muerte como nuestro rey Sekenenre. Las murallas de Tebas son infranqueables. Si se vieran amenazadas de verdad, destruiríamos la ciudad y la incendiaríamos para no dejarle a Apofis nada de provecho.
Ausar Amón deliraba de rabia y gesticulaba como si estuviera pronunciando un discurso. No obstante, los hombres no se entusiasmaron con su idea. Naufar Amón dijo:
—Somos responsables de la vida de la gente de Tebas. Su destrucción llevaría a miles de hombres a la ruina, al hambre y a la miseria. Que nuestro objetivo, ya que hemos perdido, sea aliviar el sufrimiento y reducir la catástrofe.
Mientras tanto, el ejército de los hicsos atacaba la muralla norte sin descanso. La guardia se defendía con firmeza y valor. Los muertos caían por ambos bandos. Los visires examinaron las murallas y se tranquilizaron al ver la resistencia que ofrecían. No obstante, la armada del enemigo atacó a la egipcia después de recibir nuevos refuerzos y tras una batalla dura y cruel acabó por aplastar a la armada egipcia. La armada enemiga cercó el oeste de Tebas, donde llegaron muchos soldados y con ellos consiguieron cercar la ciudad por completo. Los ataques fueron violentos, tanto en la parte norte como en la parte sur y en la oriental. La noticia de la derrota de la armada fue un golpe mortal a toda tentativa de prolongar la resistencia. La gran ciudad fue cercada por hambre y sed. Los caudillos no tuvieron más remedio que capitular para evitar la gran catástrofe y mandaron a un oficial a que anunciara el fin de la lucha y solicitara la salida de un emisario para discutir las condiciones de la rendición. Volvió anunciando la aceptación y se pensó en una tregua en todos los frentes. Los caudillos eligieron a Naufar Amón, el sacerdote del gran Amón, como emisario.
El sacerdote aceptó sin mucho entusiasmo. Subió a su carro y se dirigió al campamento de los hicsos con la cabeza pesada y el corazón roto. En su recorrido, pasó entre los diferentes batallones alineados como señal de poderío, de vanidad y orgullo, ondeando al viento banderas de diferentes colores. Luego el carro se detuvo y se apeó en silencio. Lo recibió un grupo de oficiales encabezados por un hombre de baja estatura, robusto y de densa barba. Lo reconoció a primera vista, era el emisario Jayyán, mensajero de la desgracia que había arruinado el reino de Tebas. No le pasó desapercibida la consciente y continua humillación de tal recibimiento. El hombre era tosco, gordo y orgulloso. Miró a Naufar Amón de reojo y dijo sin mediar saludo previo:
—¿Has visto, sacerdote, hasta dónde os ha conducido el parecer de vuestro monarca? Sois muy pasionales y retóricos, pero no sabéis luchar… Ya se ha terminado vuestro reino para siempre…
El ujier no esperaba ninguna respuesta, así que echó a andar delante de él hacia la tienda del rey. Naufar Amón la vio como un pabellón, con las cortinas echadas. A la puerta hacían guardia unos soldados poco refinados, blancos de tez y con larga barba. Le dieron permiso y entró. En medio estaba el rey Apofis con las vestiduras de faraón y en la cabeza la doble corona del Alto y Bajo Egipto. Tenía un aspecto terrible, la mirada penetrante, la tez blanca, tendiendo a rojiza, y una larga y bonita barba. Estaba rodeado por una aureola de caudillos, ujieres y consejeros. El sacerdote se inclinó respetuosamente y se quedó silencioso, esperando sus órdenes. El rey dijo en tono burlón:
—Bienvenido, sacerdote de Amón, al que desde hoy no se adorará en Egipto.
El sacerdote rehusó contestar. El rey soltó una sonora carcajada y le preguntó en tono burlón:
—¿Has venido a imponernos condiciones?
—No, he venido a escuchar las vuestras —contestó Naufar Amón—, como corresponde al caudillo de un pueblo que ha perdido la guerra y a su rey. No tengo más que una petición: que perdonéis la vida de un pueblo que no tomó las armas más que para defenderse.
—Más te vale, sacerdote, escucharme con atención —dijo el rey moviendo su gran cabeza—. La ley de los hicsos no ha cambiado a lo largo de los tiempos y de las generaciones. Es la eterna ley de la guerra y del vasallaje. Nosotros somos blancos y vosotros morenos. Nosotros, señores y vosotros campesinos. El trono, el gobierno y el dominio son nuestros. Dile a tu pueblo mi mensaje: el que trabaje nuestra tierra como esclavo tendrá su recompensa, el que no lo acepte, que se busque otro sitio. Diles también que se derramará la sangre en todo el país si una sola mano alcanza a uno de mis hombres. Si quieres que perdone la vida de la gente, excepto la de la familia de Sekenenre, que vuestros jefes me traigan las llaves de Tebas prosternados. En cuanto a vosotros, sacerdotes, volved a vuestros templos y encerraos allí para siempre.
Apofis no quiso que la conversación se alargara más y se puso de pie anunciando con ello el final de la entrevista. El sacerdote se inclinó otra vez y abandonó el lugar.
Tebas bebió hasta emborracharse. Los visires y los jueces llevaron las llaves a Abu Fis y se prosternaron ante él. Abrieron las puertas de la ciudad y entró Apofis a la cabeza de su victorioso ejército. Aquel día, el rey derramó la sangre de lo que quedaba de la familia del gobernador de Tebas y mandó cerrar las fronteras entre Egipto y Nubia. Luego se celebró la victoria con fiestas en las que participaron todas las unidades. Repartió tierras y bienes entre sus hombres y el Sur se convirtió en un país conquistado.