El comandante llegó al campamento pasada la media noche, cuando el diezmado ejército dormía a pierna suelta. Fue a su tienda y se tumbó agotado murmurando entre dientes: «Descansemos un poco para morir luego con la dignidad que se espera del comandante de las fuerzas de Sekenenre». Cerró los párpados y, no obstante, algunas ocurrencias formaron un denso velo antes de conciliar el sueño. Se le presentaron los fantasmas de los terrores vividos durante el día y el inicio de la noche. Cómo los arqueros se enfrentaban a los carros que les venían encima como un torrente, y a su señor, Sekenenre, cayendo muerto atravesado por una lanza. Cómo Kamose se rebelaba con rabia y luego se rendía a la tristeza, y a Tutishiri gimiendo por la herida de su ya anciano corazón. La despedida a Ibana y al pequeño Ahmose, y las nubes densas que cubrían el horizonte por el Sur. Los recuerdos se chocaban unos con otros como olas, luego se amortiguaban y besaban la playa del sueño que consiguió apoderarse de él.
Se despertó al alba al son del cuerno de guerra. Se levantó con inusitado dinamismo poco acorde con su agotamiento, con la aflicción que le embargaba y el escaso sueño reparador. Salió de su tienda, en el silencio del alba se oía el movimiento que se propagaba por el campamento. Siluetas de guerreros se acercaban hasta él y así reconoció a sus fieles y valientes oficiales. Los recibió calurosamente. Uno de ellos le explicó lo que habían hecho durante su ausencia.
—Hemos mandado a los heridos graves en embarcaciones a Tebas, y también a los heridos leves para que se unan a las fuerzas que defenderán las murallas de la ciudad. No hay duda alguna de que Tebas sabrá defenderse hasta conseguir mejores condiciones.
—Nosotros, los del Sur, no escatimamos nuestras vidas en los momentos cruciales. No hay ninguno que no haya perdido la paciencia esperando la batalla final —dijo con entusiasmo otro oficial.
—Qué ansia de martirio tenemos en este lugar sagrado, regado con la sangre de nuestro faraón —intervino un tercero.
Pepi les felicitó con muchos cumplidos y les contó lo que había sucedido en Tebas con respecto al éxodo de la familia del faraón. No obstante, a nadie confesó su destino. El impacto fue tremendo entre los oficiales, y aclamaron a Kamose como faraón y a Ahmose como príncipe heredero.
Las sombras de la madrugada empezaron a disiparse y la clara luz se reflejaba ya por el horizonte. Mientras tanto formaban filas los soldados preparándose para la batalla de la muerte. El rey de los hicsos conocía el estado en que había quedado el ejército egipcio después de la muerte de quien para él no era más que un gobernador y quiso aplastarlos con unas fuerzas que neutralizaran cualquier tentativa de resistencia. Preparó a su ejército en orden de batalla. Le precedía una fuerza constituida por carros y arqueros dispuestos a dar el último golpe al pequeño ejército que se interponía en su camino. Cuando ambos bandos se distinguieron en la lejanía, empezó el combate y el agitado mar se mezcló con el cristalino arroyuelo. El ejército de Apofis se cebó en la presa del ejército egipcio y la rueda de la muerte empezó a dar vueltas. Por más que los egipcios emplearan toda la fuerza humana, toda su valentía e hicieran gala de todo el heroísmo de que eran capaces, fueron cayendo deprisa un héroe tras otro y pisoteados brutalmente por los caballos. A Pepi le pareció que el combate acabaría pronto, al constatar que muchos de los oficiales habían perecido. Vio cómo el flanco derecho estaba a punto de desaparecer y al enemigo presto a cercarlos. En aquel instante quiso poner fin a su vida lo más dignamente posible y paseó la mirada por el ejército enemigo. Su corazón quedó preso en el lugar donde ondeaba la bandera de los hicsos. Allí estaba Apofis y sus hombres más destacados; entre los cuales, sin duda alguna, se encontraría el asesino de Sekenenre, y lo tomó como objetivo. Mandó a su guardia que le siguiera y le cubriera la retirada y a su guía que atacara. Fue un movimiento brusco y por sorpresa que el precavido enemigo no esperaba. El carro pudo esquivar a cuantos se interpusieron en su camino. Disparaba sus flechas a los corazones de los arqueros enemigos a medida que se iba acercando a Apofis, hasta que muchos advirtieron sus verdaderas intenciones y se pusieron a gritar desaforadamente presas del miedo. Pepi y sus compañeros luchaban como si estuvieran locos por morir, pero la muerte se hizo de rogar mucho rato, hasta que rompieron las filas enemigas y se acercaron a Apofis y sus caudillos. Allí Pepi se encontró rodeado por todas partes por la caballería enemiga y centenares de hombres se interpusieron entre su carro y el del rey. Luchó tan valientemente con la sangre corriéndole por el rostro, por el cuello y por las piernas, que su enemigo pensó que era inmortal. Las flechas, las lanzas, las espadas y los puñales se aliaron contra él, hasta que cayó como Sekenenre para unirse a su valiente guardia. El ejército se alborotó por este extraordinario ataque. La lucha desigual en el campo de batalla estaba tocando a su fin, y muchos egipcios agonizaban. Apofis mandó que se apartaran del cadáver del hombre que se había lanzado entre sus filas bien alineadas. Se apeó de su carro y caminó hasta llegar junto a la cabeza del muerto. Allí se quedó contemplando un cuerpo sembrado de flechas, como si fueran púas de un erizo. Luego movió su cabeza y, riendo destempladamente, dijo a los que le rodeaban:
—Ha muerto de una forma digna de nuestros hombres más valientes.