Los soldados levantaron el trono, como se les había ordenado, y lo colocaron en una gran nave. El comandante les precedía camino del templo de Amón y una vez que llegaron allí cogieron el trono de nuevo y caminando detrás de su comandante, y precedidos por algunos sacerdotes, se acercaron al sagrado recinto. En el lugar sagrado, cerca del sancta sanctorum, vieron el palanquín del faraón, rodeado de soldados y sacerdotes. Pusieron el trono junto a él y el asombro se apoderó de los sacerdotes, que no sabían nada del asunto. Pepi mandó a los soldados que se retiraran y pidió que se presentara el sumo sacerdote. Tardó un poco en aparecer seguido del sacerdote de Amón que intuía la gravedad de aquella visita nocturna y con apresuramiento le tendió la mano al comandante diciendo con su poderosa voz:
—Buenas noches, comandante.
—Buenas noches, Excelencia. ¿Me permitís que hablemos a solas? —replicó el comandante Pepi con manifiesta preocupación y temor en su tono de voz.
Los sacerdotes se retiraron en seguida, a pesar de su curiosidad y preocupación. El lugar quedó desierto. El ujier mayor se percató de la presencia del palanquín y del carro, y también la preocupación apareció en su rostro, por lo que dijo al comandante:
—¿Qué causa ha traído este carro aquí? ¿Y qué hace ese palanquín y cómo habéis dejado el campo de batalla a estas horas de la noche?
—Escuchad, Excelencia —respondió Pepi—. Es inútil retardar o menospreciar la situación en la que estamos. Es preciso que me escuchéis hasta el final. Dejad que os diga todo lo que os tengo que decir antes de marcharme a cumplir con mi deber. Ha ocurrido algo que se recordará siempre. Algo envuelto a la vez en dolor y orgullo. No hay que extrañarse de que hayamos perdido la batalla. Nuestro rey ha muerto defendiendo a su patria y manos asesinas desgarraron su sagrado cadáver. Por otra parte, la familia real se ha visto obligada a emigrar. Los habitantes de Tebas se despertarán mañana sin encontrar señal alguna de sus reyes ni de su gloria.
«Esperad, Excelencia, esperad. Ya es medianoche y mi deber me obliga a darme prisa. Este palanquín guarda el cadáver de nuestro rey Sekenenre y su corona, y aquí está su trono. Este es nuestro patrimonio nacional. Os lo confío, sacerdote de Amón, guardad el cadáver en un lugar seguro y conservad esta herencia en un sitio infranqueable. Ahora os dejo con Amón, sacerdote de Tebas. Cuidad de que nunca muera, aunque esté gravemente herido».
El sacerdote, visiblemente alterado, intentó interrumpir al comandante, pero este no se lo permitió. Se quedó sin habla, completamente paralizado, como si hubiera perdido todos sus sentidos. Pepi se dio cuenta del aturdimiento y del dolor del sacerdote y dijo:
—Os dejo con el dios Amón, Excelencia, seguro de que cumpliréis con vuestro deber respecto al querido y sagrado patrimonio.
El comandante se acercó al palanquín y se inclinó respetuosamente hasta besar su cobertura. Le hizo el saludo militar y se retiró con los ojos anegados en lágrimas que le nublaban la visión. Llegó a la escalera que conducía a la sala hipóstila, se dio la vuelta y salió apresuradamente del templo sin mirar atrás. Sintió que era el momento de regresar con sus oficiales y soldados para efectuar un último ataque, como les había prometido.
No obstante, tanta concentración en sus responsabilidades no le hizo dejar de lado algo que surgió en su memoria y que empezó incesantemente a acosarle el corazón. Se acordó de su familia. Ibana, su mujer, su hijo Ahmose y toda su familia vivían en una finca en los alrededores de Tebas. ¡Qué largo es el camino! Él no puede recorrer por la noche el camino hasta su finca. Si lo hiciera, no cumpliría la palabra que había dado a sus soldados y estos creerían que había desertado. Moriría sin ver por última vez a Ibana y a Ahmose. No obstante, había algo que le dolía más. Se preguntaba a sí mismo con tristeza: ¿Dejarán los hicsos a algún terrateniente sus tierras y a algún ricachón sus propiedades? Los señores se exiliarán mañana o morirán en sus casas, mientras Ibana y Ahmose se quedarán sin nadie que les defienda. Se angustió y su corazón le llevaba a pensar con fuerza en su casa y en su familia. Mientras el corazón le indicaba una cosa, su voluntad le imponía férreamente otra. Suspiró lánguidamente y exclamó: «Le escribiré una nota». Extendió un papiro sobre el carro y escribió a Ibana, saludándola y despidiéndose de ella, deseándole a su hijo la salvación y la felicidad. Luego le contó lo que había ocurrido y el destino del ejército y del rey. Le notificó también la emigración de la familia real a un lugar desconocido —sin mencionar Nubia, por supuesto— y le aconsejó que recogiera todos los bienes que pudiera y huyera con su hijo, la familia y los vecinos fuera de Tebas, a los barrios pobres donde podían mezclarse con la gente humilde y compartir con ellos el mismo destino. Luego la bendijo y bendijo a su hijo, terminando del siguiente modo: «Seguramente nos encontraremos, Ibana, aquí o en el mundo de abajo». Le dio el escrito a su guía mandándole que lo llevara a su palacio y se lo entregara a su esposa. Luego saltó al carro y echó una última mirada al templo de Amón y a la ciudad dormida y sumergida en la oscuridad. Exclamó desde lo más profundo de su corazón: «¡Señor, guarda a tu país…! ¡Adiós, Tebas!». Luego soltó las riendas de sus dos caballos y cabalgó hacia el Norte.