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Por el palacio todo era actividad y movimiento. Sus salones se iluminaron con antorchas y los esclavos empezaron a cargar la ropa, las armas y las arcas de oro y plata. Se dirigieron a la nave del faraón en silencio bajo la supervisión del ujier mayor. La familia del faraón, mientras tanto, esperaba en la estancia del rey Kamose, con el alma acongojada y en silencio. Sus nobles miembros bajaron la cabeza con los ojos nublados por la desesperación. Permanecieron así durante mucho rato, hasta que entró el ujier Hur y dijo en voz baja:

—Todo ha terminado, señor.

Estas palabras del ujier le penetraron en los oídos como una flecha en el cuello. Levantaron la cabeza y se intercambiaron unas tristes miradas impregnadas de angustia. ¿Era verdad que todo había terminado? ¿Había llegado el momento de la despedida? ¿Sería este el último contacto con el palacio del faraón, con la gloriosa Tebas y con el eterno Egipto? ¿Les sería dado mañana contemplar el obelisco de Amenemhet, el templo de Amón y la muralla de las cien puertas? ¿Acaso Tebas los echaba hoy para abrir sus puertas mañana a Apofis y permitiría que subiera al trono y gobernara a sus habitantes? ¿Se convertirían los salvadores en descarriados, los señores en fugitivos y los dueños de la casa en desposeídos?

Kamose vio que no se movían. Se levantó sin ganas y balbuceó:

—Vamos a despedirnos del aposento de mi padre.

Se levantaron de la misma forma que él lo había hecho. La familia fue despacio al aposento del difunto rey y, consternados, se detuvieron ante la puerta cerrada sin acabar de entender cómo podían entrar sin pedir permiso ni cómo podían encontrarla vacía.

Hur dio un paso al frente y abrió la puerta. Entraron con la respiración agitada dando profundos suspiros. Sus ojos contemplaron con afecto y ternura el majestuoso diván, los confortables asientos y las elegantes mesas. Su espíritu rodeaba el oratorio del rey, la bella y sagrada hornacina donde se había esculpido su estatua, postrado delante del dios Amón. Todos se lo imaginaron sentado en su diván, apoyado en el cojín, sonriéndoles con su acostumbrada dulzura e invitándolos a sentarse. Sintieron que su espíritu estaba allí presente y les rodeaba. Sus tristes almas volaban por el firmamento de los recuerdos: los de la maternidad, los del matrimonio y los de la descendencia. Sus impresiones se mezclaron con sus profundos suspiros y sus abundantes lágrimas.

Kamose hizo que le prestaran atención los corazones perdidos que le rodeaban. Se acercó a la imagen de su padre y se prosternó ante ella con sumo respeto. Le besó en la frente y se puso a su lado. Tutishiri se acercó y se inclinó sobre la imagen adorada, le dio un beso con toda la carga de dolor, angustia y tristeza de su corazón. Toda la familia se despidió de la imagen de su señor adorado, luego salieron en silencio, como habían entrado.

Kamose vio al ujier Hur que les estaba esperando. Le preguntó:

—¿Y tú, Hur?

—Mi obligación, señor, es seguiros como un perro fiel.

El príncipe le puso la mano en el hombro en señal de agradecimiento. Todos avanzaron por las salas hipóstilas, precedidos por el comandante Pepi. Kamose avanzaba a la cabeza de su familia, seguido por los pequeños príncipes Ahmose y Nefertari, por Tutishiri y la reina Ahhotep y después por la reina Setekemose. Y detrás de todos el ujier Hur. Bajaron las escaleras hacia el vestíbulo de columnas y llegaron al jardín. A ambos lados iban los esclavos con las antorchas para alumbrarles el camino. Llegaron a la nave y entraron uno por uno. Luego llegó la separación. Echaron una mirada de despedida y sus ojos se perdieron en la oscuridad que envolvía a Tebas, como si estuviera de luto. Con el corazón desgarrado, el pecho roto, y el dolor de la nostalgia atenazándoles el alma, en profundo silencio se perdieron en la oscuridad. Pepi estaba entre ellos sin decir esta boca es mía ni atreverse a romper el silencio. Cuando el rey advirtió su presencia, suspiró y dijo:

—Es la hora de la despedida.

Pepi le contestó con voz acongojada y entrecortada, intentando contener sus impetuosos sentimientos:

—Señor, me hubiera gustado morir antes de verme en esta situación. Mi único consuelo es veros siempre camino del dios Amón y de la gloriosa Tebas. Veo que la hora de la despedida ha llegado, como vos decís, señor. Que Amón os proteja con su misericordia y os vigile con su ojo guardián. Espero que a mí me prolongue la vida para ver vuestra vuelta como veo vuestra ida, para que mi corazón se alegre de ver otra vez mi querida Tebas. Adiós, señor… adiós, señor.

—Di, mejor, hasta pronto.

—Sí, hasta pronto, señor.

Se acercó a su señor y le besó la mano. Reprimía sus sentimientos para no mojar la noble mano con sus lágrimas cuando besó la mano de Tutishiri, la de Ahhotep, la de la princesa Setekemose, la del príncipe Ahmose y la de su hermana, la princesa Nefertari. Luego apretó la mano del ujier Hur con afecto, inclinó la cabeza ante todos y abandonó la nave en silencio.

En la escalera del jardín se detuvo y contempló el lento chapotear de los remos en el agua. La nave se fue alejando del muelle, lentamente, como si sintiera el peso de la tristeza de los que iban sobre ella. Todos estaban en cubierta, despidiéndose con la mirada de la amada Tebas. No pudo contenerse y se echó a llorar. Derramó abundantes lágrimas con el cuerpo estremecido, sin dejar de seguir a la querida embarcación que se adentraba en la oscuridad hasta que la noche se la tragó. Suspiró profundamente y siguió en este estado, sin saber cómo abandonar la orilla. Sintió cierta nostalgia, como si cayera en una profunda tumba. Con lentitud volvió al palacio. Decía para sí: «Señor, señor, ¿dónde estás? ¿Dónde estáis, señores? ¡Oh, gente de Tebas!, ¿cómo dormís mientras la muerte revolotea sobre vuestros cuellos? Despertad. Sekenenre ha muerto y su familia ha emigrado al otro extremo de la tierra mientras vosotros dormís. Despertad. El palacio ha quedado vacío de sus señores, y Tebas ha despedido a sus reyes. Mañana se sentará en vuestro trono vuestro enemigo. ¿Cómo podéis dormir? Despertad. La humillación está detrás de sus murallas».

El comandante tomó una antorcha y se puso a caminar por las salas del palacio, triste y abatido. Se encontró a sí mismo ante el salón del trono, se dirigió a él y traspasó el umbral diciendo: «Perdonad, señor, que entre sin permiso». Avanzó con paso vacilante a la luz de una antorcha, entre dos filas de asientos sobre los cuales se tejían y destejían los asuntos del reino, hasta que llegó al trono de Tebas. Se prosternó y luego besó el suelo. Se puso de pie, mientras la luz de la antorcha se reflejaba en su rostro enrojecido y tembloroso. Dijo con voz sonora:

—En verdad se ha pasado una bella y eterna página. Nosotros, los muertos, seremos mañana los más felices de este valle que nunca conoció la noche. ¡Oh, trono! Me entristece anunciarte que tu dueño nunca volverá a ti y que tu heredero se ha marchado a un país lejano. En cuanto a mí, no permitiré que seas mañana el lugar por donde se anuncien las palabras que harán desgraciado a Egipto. Apofis no se sentará en ti. Perecerá como pereció tu señor.

Pepi ya había decidido llamar a algunos soldados de la guardia real para llevar el trono a donde quería.