11

Los soldados buscaban a sus muertos y heridos en la oscuridad de la noche con ayuda de antorchas. El comandante Pepi estaba de pie junto a su carro, extenuado. Su corazón sufría por la muerte de aquel cuya sangre había regado el campo de batalla. Fue entonces cuando oyó que un oficial decía:

—¡Qué extraño! ¿Cómo ha terminado la batalla en tan poco tiempo? ¿Quién va a creer que hemos perdido la mayor parte de nuestras tropas en un solo día? ¿Cómo se ha podido vencer a los valientes soldados de Tebas?

—Son los invencibles carros. Ellos han acabado con todas las esperanzas de Tebas —replicó otra voz que, por el cansancio, parecía un gemido.

El comandante Pepi les gritó:

—¡Soldados!, ¿habéis cumplido con el deber de rescatar el cadáver de Sekenenre? Venid a buscarle entre los cadáveres.

Un temblor se adueñó de sus débiles almas. Cada uno tomó una antorcha y siguieron a Pepi en silencio, con las lenguas mudas por la profunda tristeza que les embargaba. Se dispersaron por el lugar donde había caído el rey, retumbándoles en los oídos los gemidos y los delirios de los soldados moribundos. Pepi casi no veía lo que tenía delante, tal era la tristeza y el dolor que le embargaban. No podía creer que de verdad estuviera buscando el cadáver de Sekenenre. Le dolía que hubiera terminado de aquella forma tan lastimosa. Decía, con los ojos anegados en lágrimas: «Sé testigo, oh tierra de Kabtus y extráñate. Estamos buscando el cadáver de Sekenenre entre tus dunas. Sé clemente con él. Sé un cómodo colchón para sus costillas rotas. ¿Acaso no cayó por ti y por la tierra de Tebas? ¡Ay, señor! ¿Qué es lo que le queda a Tebas después de ti? ¿A quién tenemos más que a ti?».

Permaneció perplejo hasta que oyó una voz que gritaba: «¡Compañeros, venid! Aquí está el cadáver de nuestro señor». El comandante corrió hacia él con la antorcha en la mano y los ojos fuera de sus órbitas por el temor de lo que iban a ver. Al llegar al lugar donde estaba el cadáver, le brotó de la garganta un grito inarticulado en el que se mezclaba el dolor con la ira. Acababa de ver al rey de Tebas hecho un montón de carne desgarrada, huesos mondos, sangre coagulada y una corona caída a su lado. Gritó hecho una furia: «Malditos cuervos. Han hecho cual lobos con un cadáver de león. Pero el que hayan desgarrado vuestro sagrado cuerpo, señor, no quita que hayáis vivido como corresponde a un rey de Tebas y que hayáis muerto como un héroe». Y continuó: «Traed el palanquín real. Vamos, gandules». Algunos soldados llevaron el palanquín y todos participaron en el levantamiento del cadáver para ponerlo en él. Pepi tomó la doble corona de Egipto y la puso en la cabeza del rey y luego amortajaron el cadáver y se lo llevaron tristes y silenciosos. Fueron con él hacia el apenado campamento y lo dejaron en la tienda que había perdido para siempre a su protector y dueño. Todos los oficiales y los soldados que se habían salvado de la matanza estaban cabizbajos junto al palanquín, apesadumbrados, con los ojos cubiertos por una profunda tristeza. Pepi se volvió hacia ellos y dijo con voz enérgica:

—Despertad, compañeros. No os entreguéis a la tristeza, puesto que no nos devolverá a Sekenenre. No olvidéis la obligación que tenemos con el cadáver, con su familia y con nuestra patria, por la cual ha dado su vida. Ha ocurrido lo que ha ocurrido, pero la tragedia aún no ha terminado. Debemos permanecer en nuestros puestos hasta cumplir con nuestro deber.

Los hombres levantaron la cabeza, apretaron los dientes con furia y fijaron su mirada en el comandante, en señal de promesa de fidelidad hasta la muerte. Pepi dijo:

—El verdadero valiente es aquel a quien las desgracias no impiden cumplir con su obligación. Puede que sea verdad que hayamos perdido, pero nuestro deber no ha terminado aún. Tenemos que probar que somos dignos de una muerte noble, como lo fuimos de una vida noble.

—Nuestro rey nos ha dado ejemplo y tenemos que seguirlo —gritaron a coro.

El rostro de Pepi se iluminó y dijo con alegría:

—¡Vivan los soldados valientes! Y ahora escuchadme. No ha quedado de nuestro ejército más que la retaguardia, pero mañana pelearemos mientras haya un hombre con vida, impediremos el avance de Apofis, y daremos oportunidad a que se salve la familia de Sekenenre. Mientras los miembros de esta familia sigan con vida, no parará nuestra guerra con los hicsos, aunque por el momento se detenga. Os dejaré por algunas horas para cumplimentar al cadáver y a su descendencia. Me reuniré con vosotros antes del alba. ¡Muramos todos en el campo de batalla!

Les pidió que rezaran todos juntos ante el cadáver de Sekenenre y ellos se prosternaron, él hizo otro tanto, y se sumieron en una profunda oración. Pepi terminó su plegaria diciendo:

—Oh, Dios clemente, recibe a nuestro valiente rey con tu misericordia junto a Osiris, y danos una feliz muerte como la suya para reunimos en el más allá con seres que no se avergüencen con el encuentro. —Luego llamó a algunos soldados y les mandó trasladar el palanquín a la nave del faraón. Se dio la vuelta hacia sus compañeros y dijo—: Os dejo con Amón. Hasta pronto.

Caminó detrás del palanquín hasta que lo depositaron en la cámara de la nave. Luego les dijo:

—Cuando la nave atraque en Tebas, llevadlo al templo de Amón y dejadlo en el atrio sagrado, y no contestéis a nadie que os pregunte por él hasta que yo llegue.

El comandante volvió a su carro. Ordenó al guía que se dirigiera a Tebas y partieron a galope tendido.

Tebas se rendía al sueño bajo la oscuridad de la noche que cubría sus templos, sus lugares de diversión y sus palacios, ajena a los graves acontecimientos que se habían desarrollado fuera de sus murallas. Tomó el camino recto hacia el palacio faraónico y notificó a los guardianes su presencia. En seguida llegó el ujier mayor, le devolvió el saludo y preguntó angustiado:

—¿Qué hay, comandante?

Pepi respondió con voz que expresaba claramente miedo y tristeza.

—Lo sabrás todo en su momento, ujier mayor. Ahora solicito permiso para entrevistarme con el príncipe heredero.

El ujier abandonó la sala preocupado para volver en seguida diciendo:

—Su Alteza te espera en el pabellón particular. —El comandante se dirigió hacia el pabellón del príncipe heredero y le hicieron entrar en la sala hipóstila. Se arrodilló ante un príncipe extrañado por la inesperada visita. Cuando Pepi levantó la cabeza, el príncipe pudo ver su rostro pálido, sus ojos angustiados y sus labios secos, y empezó a preocuparse. Le preguntó lo mismo que su ujier:

—¿Qué sucede, comandante Pepi? Debe ser un asunto grave el que te ha obligado a dejar el campo de batalla a estas horas.

El comandante contestó con un tono que denotaba tristeza y pesadumbre:

—Señor, los dioses, por algún motivo que ignoro, continúan enojados con Egipto y sus habitantes.

Estas palabras actuaron sobre el príncipe como una mano en el cuello. Captó que auguraban tristes presagios y preguntó, preocupado y asustado:

—¿Ha caído alguna desgracia sobre nuestro ejército? ¿Es que mi padre necesita refuerzos?

—¡Qué lástima, señor! Egipto ha perdido a su protector esta tarde —murmuró en voz queda y con la cabeza baja.

—¿De verdad ha sido alcanzado mi padre? —dijo el príncipe Kamose, asustado.

—Nuestro rey Sekenenre cayó luchando al frente de su ejército como un verdadero héroe. Aquella página brillante y eterna de la historia de vuestra noble dinastía ha pasado —dijo Pepi con voz pesada y triste.

—¡Netjer! —contestó Kamose levantando la cabeza—. ¿Cómo es posible que hayas favorecido a tu enemigo en contra de tu fiel hijo? ¡Netjer!, ¿qué significa esta catástrofe que está azotando Egipto? Pero ¿de qué sirve quejarse? Este no es el momento para las lágrimas. Mi padre ha caído, yo debo ocupar su lugar… Un momento, comandante Pepi. Volveré contigo con mi armadura y mis armas.

El comandante Pepi se apresuró a replicar:

—Señor, no he venido aquí para llamaros a la lucha. Desgraciadamente, ya se ha acabado.

Kamose lo miró con ojos inquisitivos y le preguntó:

—¿A qué te refieres?

—Es inútil luchar.

—¿Acaso ha sido aniquilado nuestro valiente ejército?

Pepi bajó la cabeza y dijo con voz muy triste:

—Hemos perdido la batalla con la que pensábamos liberar Egipto. El cuerpo de nuestro ejército ha sido destruido y no podemos esperar nada de otra batalla decisiva. No combatiremos más de lo necesario para que la familia de nuestro faraón se salve.

—¿Quieres luchar para que escapemos nosotros como cobardes, dejando a nuestros soldados y a nuestra tierra presa del enemigo?

—Todo lo contrario, escapar es de sabios que saben valorar las consecuencias y miran el lejano porvenir, que admiten la derrota cuando ocurre y abandonan el campo de batalla provisionalmente. Luego no tardan en reunir sus fuerzas y atacan a su enemigo como al principio. Señor, por favor, llama a las reinas de Egipto y que el asunto se someta a consulta…

El príncipe Kamose llamó a un ujier y le mandó convocar a las reinas, luego empezó a andar de un lado para otro, desgarrado por la tristeza y la ira, mientras el comandante permanecía de pie sin añadir ni una palabra. Inmediatamente llegaron las reinas: Tutishiri, Ahhotep y Setekemose. Cuando sus ojos se fijaron en el comandante Pepi, este se inclinó para saludarlas. Vieron el destino dibujado en el rostro de Kamose, aunque este aparentaba tranquilidad. Experimentaron miedo y agitación y desviaron la vista. Kamose, muy nervioso, las invitó a sentarse.

—Señoras, os he llamado para daros malas noticias —dijo.

Se calló un momento para no sorprenderlas, pero ellas se asustaron. Tutishiri dijo angustiada:

—¿Qué sucede, comandante Pepi? ¿Cómo está nuestro señor Sekenenre?

—Abuela —respondió Kamose con voz ronca—, tu corazón es muy sensible, de certera intuición… Que Amón tranquilice vuestros corazones y os ayude a soportar la lamentable noticia… Mi padre Sekenenre ha muerto en el campo de batalla. Hemos perdido la batalla…

Volvió la cabeza para que no vieran su dolor y dijo, como hablando con su alma abatida:

—Mi padre ha muerto y nuestro ejército ha sido derrotado. Nuestro pueblo, desde el Sur hasta el Norte, ha sido condenado a sufrir todos los males.

Tutishiri no pudo aguantar más y suspiró fuertemente, como si quisiera con ello revelar los sentimientos más recónditos de su corazón. Exclamó con la mano en el pecho:

—¡Qué profunda es la herida de este viejo corazón…!

A Ahhotep y Setekemose, sin embargo, les pesaba mucho la cabeza, y sus ojos derramaron ardientes lágrimas. Si no fuera porque el comandante se encontraba allí, habrían estallado en amargo llanto.

A Pepi, callado en medio del absoluto silencio, con el corazón herido y los nervios deshechos, le entristecía que se perdiera el tiempo en vano. Temía que la familia de su señor perdiera la ocasión de huir y dijo:

—Oh, reinas de la familia de mi señor Kamose, debéis tener mucha paciencia y resignación, aunque la catástrofe supere todas las manifestaciones de duelo. Ahora más que nunca es cuando se necesita buen juicio y no entregarse a la desesperación. Os ruego, en nombre de mi señor Sekenenre, que dejéis de llorar, que tengáis paciencia y que hagáis el equipaje, pues Tebas no será un lugar seguro mañana…

Tutishiri le preguntó:

—¿Y el cadáver de Sekenenre?

—Tranquilizaos, señora, yo cumpliré mi obligación con él.

—¿Y dónde quieres que nos vayamos? —preguntó.

—Señora, el reino de Tebas caerá de un momento a otro en manos de los invasores. No obstante, tenemos otro país seguro y ese es Nubia. Los hicsos no la desearán porque la vida allí es muy dura para quien está acostumbrado a la comodidad. Será un exilio seguro para vosotras. Allí encontraréis amigos y seguidores entre nuestros vecinos. Allí podréis pensar tranquilamente. Poned vuestra esperanza en el nuevo futuro, alimentadlo con la paciencia y la resignación hasta que Amón quiera. Entonces los rayos de la alegre luz alumbrarán la oscuridad de esta noche profunda.

Kamose escuchaba en silencio. Cuando habló lo hizo con las siguientes palabras:

—Que la familia viaje a Nubia. Yo, en cambio, prefiero ir al frente de mi ejército para compartir con él su suerte, tanto en la vida como en la muerte.

El comandante se angustió aún más, miró a su señor con ojos suplicantes y dijo:

—Señor, no puedo disuadiros de vuestro propósito. Decidid según vuestro juicio. Sólo os pido que me escuchéis un momento… Señor, la lucha en estos momentos es un juego inútil, y significa la perdición segura. A Egipto no le favorecerá vuestra muerte ni le aliviará su dolor; por el contrario, le perjudicará mucho la pérdida de vuestra vida… ya que toda esperanza de salvación está relacionada con ella. No le neguéis a Egipto la esperanza, después de que le haya sido negada la felicidad… Poned rumbo a Nabata y preparad para ello a los hombres. Allí tendréis tiempo para pensar y preparar los medios de resistencia. Esta guerra no se va a acabar como desea Apofis. No sería lógico para un pueblo como el nuestro que ha vivido soberano y libre someterse a la humillación durante mucho tiempo. Tebas se liberará muy pronto: el entusiasmo será imparable y perseguirá a los sucios hicsos hasta echarlos de nuestro país. La luz de este día glorioso aparecerá ante los ojos en la oscuridad del triste presente. No vaciléis y actuad sabiamente, ahora que se ha despejado el camino de la verdad. Hágase vuestra voluntad.

Pepi se calló, pero sus ojos seguían implorando. Tutishiri se dirigió a Kamose y susurró estas palabras:

—El comandante ha hablado con cordura. Sigue su consejo.

El afligido comandante sintió una chispa de esperanza y su corazón empezó a latir con alegría. Kamose bajó la cabeza sin rechistar y Pepi continuó, mintiendo por primera vez en su vida:

—Yo, señor, os alcanzaré dentro de poco. Tengo delante de mí dos sagradas obligaciones: cuidar del cadáver de mi señor y asegurar las murallas de Tebas. Quizá con la acertada resistencia pueda entregarse en mejores condiciones. —Las reinas no pudieron contenerse y rompieron a llorar. Pepi dijo muy impresionado—: Tenemos que soportar nuestra prueba con valentía. Que Sekenenre sea un buen ejemplo para nosotros. Debemos recordar siempre, señor, que los carros de guerra fueron la causa de nuestra derrota. Si algún día atacáis al enemigo, que sean los carros vuestro armamento. Ahora voy a llamar a los esclavos para que recojan el oro y las cosas más valiosas del palacio, todo lo que no podemos dejar.

El comandante Pepi dijo esto y se marchó.