Sonó el toque de diana poco antes del alba. Los fuertes arqueros tomaron posiciones en pequeños grupos en apoyo de sus exiguos carros. Sekenenre se detuvo delante de su tienda, junto a su comandante Pepi, en medio de una aureola formada por sus más fuertes guardianes.
—No es prudente lanzar nuestros carros a un enfrentamiento con fuerzas infinitamente superiores —les dijo—. No obstante, estos carros estratégicamente situados cubrirán a nuestros arqueros al disparar sus flechas contra los jinetes enemigos. No hay duda de que Apofis empezará su ataque utilizando los carros, porque los demás batallones no se enfrentarán hasta que los carros decidan la batalla. Tenemos que prestar mayor atención a inutilizar los carros de los hicsos para permitir a nuestro invencible ejército entrar en combate y terminar con el enemigo.
La idea de acabar con las fuerzas de carros era una obsesión. Imploraba a su dios Amón con sinceridad y sumisión diciendo: «¡Oh, Dios adorado, determina nuestra superación de esta dificultad! Concede la victoria a tus fieles hijos. Si los abandonas hoy, nunca se mencionará tu nombre en tu sagrada morada, y se cerrarán las puertas de tu sagrado templo».
El faraón subió a su carro y el comandante Pepi hizo lo mismo, quedando rodeados por la guardia faraónica. Detrás de ellos, los carros de guerra. El grupo de los lanceros avanzó en filas a derecha e izquierda del faraón. Todo el mundo esperaba el grito de guerra, cuando los carros ya hubieran cumplido con su deber.
Al aparecer las primeras luces, llegó un explorador y comunicó al rey que la flota egipcia se había enfrentado a la de los hicsos en una dura batalla, al norte de Kabtus. El faraón dijo al comandante de su ejército:
—Apofis sabe, sin lugar a dudas, que se enfrentará a una dura resistencia; por eso ha ordenado a su flota que ataque, para poder colocar a algunos de sus soldados detrás de nuestras posiciones.
—Los hicsos, señor —respondió el comandante Pepi—, no saben luchar en sus barcos. El sagrado Nilo se tragará sus cadáveres y acabará con las vanas esperanzas de Apofis.
La confianza de Sekenenre en los efectivos de la flota de Tebas era grande. No obstante, aconsejó al comandante de los exploradores que siguiera en contacto permanente con el campo de batalla. La oscuridad empezaba a disiparse y el campo a vislumbrarse para unos ojos escudriñadores. Sekenenre vio a los arqueros firmes con los arcos en la mano. Los pocos carros que había estaban junto a ellos, preparados para el combate. Al otro lado vio al ejército de los hicsos invadiéndolo todo, como el polvo. El enemigo esperaba a que amaneciera. Así que, pasado el primer tercio de la noche, los carros empezaron a moverse, preparándose para el combate. Luego irrumpieron los batallones en algunos sitios fortificados de vanguardia. Las flechas volaron por el aire, los caballos relincharon y los guerreros lanzaban sus gritos de combate. Tropas y más tropas se empujaban por enzarzarse en fiero combate con los arqueros y algunos carros egipcios.
—Ahora empieza —gritó Sekenenre.
—Sí, señor —replicó Pepi en tono grave—. Nuestros soldados han empezado bien.
Todos los ojos se dirigieron al campo de batalla para ver el desarrollo del combate. Todos vieron cómo los carros de los hicsos atacaban a una fila y se dispersaban en pequeños grupos. Atacaban a los arqueros con ahínco y rapidez, destrozando los carros egipcios que les hacían frente. Los muertos por ambos bandos caían sin cesar, dando buena prueba de decisión y valentía. La fuerza y el coraje de los arqueros era impresionante. Aguantaban ante los atacantes cazando a sus jinetes y caballos, dejándolos muertos en el campo de batalla.
—Si el combate sigue así, venceremos al destacamento de carros en pocos días —exclamó Pepi.
No obstante, las fuerzas de los hicsos luchaban y atacaban sin cesar. Luego volvían a sus posiciones y dejaban que otros atacaran, y así no malgastaban esfuerzos. Los egipcios, en cambio, resistían sin tregua ni descanso, manteniéndose firmes en sus posiciones. Cada vez que Sekenenre veía caer a algunos de sus hombres o estropearse alguno de sus carros, gritaba airado: «¡Qué lástima!». Sabía muy bien el daño que sufría su ejército. El número de unidades con las que atacaba el enemigo empezaba a crecer poco a poco. Atacaban de tres en tres, luego de seis en seis, más tarde de diez en diez. La lucha se hacía cada vez más sangrienta y cruel. El número de carros de los hicsos no dejaba de crecer, hasta que Sekenenre empezó a preocuparse.
—Es necesario enfrentarse al número cada vez más crecido de las fuerzas enemigas para devolver el equilibrio al campo de batalla —dijo el faraón al comandante Pepi.
—Pero, señor, tenemos que reservar nuestras fuerzas hasta el final de la batalla.
—¿No ves que el enemigo nos ataca a intervalos cortos con fuerzas nuevas dispuestas a la lucha?
—Ya me he dado cuenta de la táctica, señor, pero no tenemos que seguirles el juego, dados sus abundantes carros de reserva.
El rey apretó los dientes y dijo:
—No podíamos suponer que tuvieran tanta supremacía sobre nosotros en carros. Sea como sea, no puedo dejar a los arqueros sin socorro. Son los únicos que tengo en mi ejército —replicó el faraón apretando los dientes.
El faraón mandó que veinte carros atacaran en grupos de a cinco. Estos se abalanzaron sobre el enemigo como águilas, infundiendo nuevos bríos en el campo de batalla. Apofis quiso contraatacar agresivamente a las nuevas unidades de Sekenenre y mandó veinte unidades más de cinco carros cada una. La tierra temblaba al paso de los carros y llenaba el espacio con el polvo que levantaban a su paso. La batalla era cada vez más feroz, hasta el punto de que la sangre corría a raudales.
El tiempo avanzaba sin que cesara el fragor de la batalla, hasta que el sol cubrió la mitad de su carrera y se plantó en medio del cielo. Entonces llegaron los exploradores para informar al faraón de la retirada de la flota enemiga, después de perder tres embarcaciones: dos capturadas y otra hundida. La noticia de la victoria llegó en el momento justo de animar a los egipcios a perseverar en el combate y fortificar sus corazones. Los oficiales divulgaron la noticia entre las tropas y entre quienes esperaban que les llegara el turno. La buena nueva se celebró con algazara y entusiasmo. No obstante, esa misma noticia alcanzó a los oídos de Apofis; entonces se apoderó de él la ira y cambió inmediatamente su lenta estrategia. Ordenó a los carros que atacaran y fueran implacables en la venganza. Sekenenre vio una avalancha de carros atacando a sus valientes arqueros por todas partes, hincando en ellos sus afiladas garras. El faraón se vio desconcertado y gritó encolerizado:
—Nuestras tropas, fatigadas por la continua lucha, no podrán resistir por sí solas esta avalancha de carros. —Luego se volvió hacia el comandante del ejército y le dijo con decisión—: Emprendamos una lucha definitiva con las tropas que tenemos entre manos. Manda a nuestros valientes caudillos que ataquen con sus soldados. Transmíteles mi ruego: que cada hombre de la eterna Tebas cumpla con su deber.
Sekenenre sabía el peligro que acechaba a su ejército. No obstante, era un hombre valiente y con mucha fe. No vaciló ni un momento. Levantó la vista al cielo y dijo con voz clara: «Oh, dios Amón, no te olvides de tus fieles hijos». Luego mandó que los carros que le rodeaban atacaran, y se colocó delante de ellos para recibir al enemigo.
Entonces dio comienzo de verdad una de las batallas más cruentas. Arreciaron los gritos de los soldados y los relinchos de los caballos, saltaron los cascos por los aires y se cortaron cabezas como gavillas de espigas. La sangre corrió sin que el arrojo de los egipcios pudiera desbaratar el ataque de los rápidos carros que habían sido reforzados y mataban egipcios como se siega la hierba seca. Sekenenre luchaba valientemente, sin desesperar ni dar tregua al enemigo. En algún momento pareció el dios de la muerte que elige a quien quiere de entre los enemigos. El combate prosiguió hasta el atardecer, se adivinaba una tremenda derrota entre las filas de los hicsos. Hicieron un supremo esfuerzo por dar el último golpe, cuando un carro conducido por un atrevido comandante de luenga barba y tez blanca, fuertemente custodiado y dotado de una gran fuerza, atacó el carro de Sekenenre después de atravesar las filas con inusitada valentía. El faraón comprendió el propósito del envalentonado jinete y corrió a su encuentro. Se intercambiaron terribles golpes con sus respectivas lanzas, pero cada uno paraba el golpe de su contrincante con su adarga y se prepararon para un combate singular. Sekenenre vio cómo su enemigo desenvainaba la espada y comprendió que no se daba por satisfecho con la prueba anterior. Sacó a su vez su espada, y se arrojó contra él. En aquel momento fatídico, una flecha le atravesó el brazo, le tembló la mano y se le cayó la espada. Muchos soldados de la guardia real gritaron: «¡Cuidado, señor, cuidado!», pero el contrincante fue más rápido que el aviso. Le asestó un golpe en el cuello con todas sus fuerzas y consiguió su objetivo. Una gran mueca de dolor se dibujó en el rostro moreno del faraón y se detuvo sin oponer resistencia. El comandante enemigo tomó la lanza y la arrojó con fuerza clavándosela al faraón en el lado izquierdo del pecho. Este se tambaleó y cayó al suelo. Los gritos de los egipcios se oyeron por todas partes: «¡Señor…! ¡Ha caído el rey…! ¡Luchad por vuestro rey!». El comandante del enemigo gritó con una sonrisa de triunfador:
—Cercad al rebelde enemigo y que no escape ningún hombre.
La lucha fue dura y tenaz en torno al cuerpo caído del rey, que no contó con que un jinete rencoroso hiciera presa en él. Levantó su afilada hacha y le asestó un fuerte golpe en la cabeza, despojándole de la doble corona de Egipto. La sangre brotó como si fuera un surtidor. Le asestó otro golpe encima del ojo derecho y le rompió los huesos, de modo que el cerebro se vació de forma repugnante. Muchos quisieron participar en aquel festín sangriento en el que saciar su sed. Se cebaron en el cadáver asestándole locas y brutales puñaladas en los ojos, en la boca, en la nariz, en las mejillas y en el pecho. El cadáver no era más que una masa informe en un lago de sangre.
Pepi estaba luchando al frente de las tropas que le quedaban, conteniendo al enemigo que acudía al lugar donde había caído su señor. La gente se desesperaba luchando y la vida perdía sentido para ellos, por lo que decidieron ir a morir al lugar regado con la sangre del valiente rey. No dejaron de caer uno tras otro, hasta que llegó el atardecer y el cielo y la tierra se tiñeron de luto. Ambos bandos dejaron de luchar agotados y abatidos por el cansancio y las heridas.