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El pregonero avisaba a los habitantes de Abidos, Barfa y Tancira que tomaran sus pertenencias y partieran hacia el Sur. La gente ya conocía a los hicsos y sabía de sus hazañas. El miedo hizo presa en ellos. Se apresuraron a amontonar sus bienes y pertenencias, y cargaron los carros tirados por bueyes. Reunieron las vacas y las ovejas guiándolas apresuradamente. Una vez repuestos, corrieron hacia el Sur, dejando sus tierras y sus casas, tristes y acongojados, como si les amputaran las piernas. Cada vez que avanzaban un poco, lanzaban una mirada triste para atrás, dejando el corazón en sus tierras. Luego les invadió el miedo y apretaron el paso hacia lo desconocido. En su camino pasaron por unos destacamentos del ejército; sus corazones latieron con fuerza y cierta esperanza acarició sus dolorosos sueños. Sus labios esbozaron una sonrisa que brilló en el ambiente de su tristeza como brillan los rayos del sol entre las nubes de un día gris. Hicieron señas con las manos y muchos gritaron: «Nuestras apacibles tierras son robadas… Devolvédnoslas, valientes…».

En aquellos momentos, el faraón se ocupaba de distribuir sus tropas por el valle de Kabtus; miraba con ojos de lástima a las multitudes de fugitivos cuyo flujo era incesante. Compartía su dolor como si fuera uno de ellos. Su pena aumentó cuando le llegaron, empujadas por el viento, las aclamaciones y demandas de los fugitivos.

El comandante Pepi estaba en continuo contacto con los exploradores, de los cuales recibía noticias que transmitía a su señor. Le llegó la noticia de que el enemigo había atacado Abidos, donde la pequeña resistencia le hizo frente, hasta que no quedó ninguno de ellos. Al día siguiente, un mensajero le llevó la noticia del ataque de los hicsos a la ciudad de Barfa y lo que los hombres que se resistían demostraron en cuanto a artes de defensa y ataque para retardar todo lo posible la irrupción del enemigo. En cuanto a Tancira, la resistencia pudo contener al enemigo durante largas horas, hasta que este se vio obligado a atacarla con grandes fuerzas, como si estuviera luchando contra todo un ejército. Los exploradores y algunos oficiales que pudieron salir con vida de aquellas batallas, calcularon el número de los efectivos del enemigo entre cincuenta y setenta mil. El número de carros superaba los mil. El faraón recibía la última noticia con extrañeza y temor, pues ni él ni ninguno de los suyos podía imaginar que el ejército de Apofis estuviera tan bien equipado.

—¿Cómo puede nuestro ejército con tan pocos carros enfrentarse a tantos carros enemigos? —preguntó al comandante.

Pepi estaba perplejo, planteándose a sí mismo la misma pregunta.

—El batallón de arqueros hará lo debido, señor.

—Los carros no son armas de guerra propias de los hicsos. ¿Cómo puede explicarse que multipliquen el número de los nuestros? —preguntó aterrado el faraón.

—Y lo doloroso, señor, es que las manos de los que los fabrican son egipcias.

—Es verdaderamente doloroso. Pero ¿podrán los arqueros luchar contra un torrente de carros?

—Nuestros soldados, señor, no fallan su objetivo. Mañana verá Apofis la victoria de las flechas sobre los carros.

Por la tarde, el faraón, angustiado, se retiró a pensar a solas. Rezó al dios una larga oración en la que le pedía que le alegrara el corazón, le diera firmeza, y otorgara, tanto a él como a su ejército, la victoria.

Todos sentían la cercanía del enemigo y se afanaban en no perder detalle de cuanto acontecía. Pasaron una noche intranquila, esperando que amaneciera para lanzarse al combate y morir.