El ejército se puso en marcha antes del alba, precedido por una vanguardia de exploradores. A la cabeza iba un destacamento compuesto por doscientos carros capitaneado por el propio faraón. Le seguían un batallón de lanceros, otro de arqueros, otro más de infantería y, por último, los carros de aprovisionamiento y las tiendas de campaña. Al mismo tiempo, la flota estaba emprendiendo la marcha hacia el Norte. Era una noche negra, de negrura sólo rota por la luz de las estrellas y las antorchas. Cuando los arqueros llegaron a la ciudad todos los habitantes salieron a recibir al faraón y a su ejército. Los campesinos llegaban presurosos desde los campos más lejanos, con palmas, ramas de arrayanes y tinajas de cerveza. Fueron con el ejército, aclamándolo y ofreciéndole flores y vasos de espumosa cerveza. No lo dejaron hasta que se alejó. Cuando la oscuridad de la noche se difuminó y despuntó por Oriente la luz azulada y tranquila del alba anunciando la llegada de un nuevo día y luego apareció el sol inundando de luz el mundo, el ejército se apresuraba para llegar a Katut antes del atardecer. Allí descansó rodeado por los entusiasmados habitantes y el faraón consideró oportuno que los soldados pasaran la noche en Tancira y ordenó reanudar la marcha. El ejército se esforzó para llegar a Tancira al anochecer, y allí se rindió al profundo sueño.
Siempre tocaban diana antes del alba y caminaban hasta la caída de la noche, un día y otro día, hasta que acamparon en Abidos. Los exploradores paseaban por el norte de la ciudad, cuando un oficial vio en la remota lejanía gente que avanzaba. Corrió a la cabeza de un grupo de sus hombres en dirección a los que venían. A medida que bajaba lo veía más claro, pues divisó unas líneas tortuosas de campesinos que caminaban en grupo, llevando algo que les resultaba ligero. Algunos guiaban sus ovejas o sus bueyes con un ademán que denotaba miseria y desamparo. El hombre, más que asombrado, se interpuso en mitad del camino a los que iban delante con intención de preguntarles, pero uno de ellos gritó:
—¡Socorro, soldado! Socórrenos, estamos perdidos.
—¿Pedís socorro? ¿Qué es lo que os asusta? —preguntó, inquieto, el soldado.
—Los hicsos, los hicsos —contestaron muchos al unísono.
—Somos de Volubilis y Betelmais —explicó uno de ellos—. Ha llegado hasta nosotros un soldado de la frontera y nos ha dicho: «El ejército de los hicsos ataca las fronteras con un gran ejército y no tardarán en irrumpir en nuestro país». Nos ha aconsejado emigrar hacia el Norte. El miedo se apoderó de todos nosotros y corrimos a casa a avisar a las mujeres y a los niños y llevarnos lo que pudiéramos. Luego empezamos a huir y no hemos descansado desde ayer por la mañana.
En sus rostros se reflejaba el cansancio y el abatimiento.
—Descansad un poco y luego reanudad la marcha —les aconsejó el soldado—. No tardará el momento en que este valle tranquilo se convierta en un campo de batalla.
El hombre volvió grupas y corrió a la tienda del comandante, en Abidos, para comunicarle la noticia. Pepi se levantó inmediatamente para contárselo al faraón. Este recibió la noticia con asombro e inquietud.
—¿Cómo ha ocurrido eso? ¿Acaso llegó Jayyán a Manaf en tan poco tiempo? —preguntó.
—No hay duda, señor —respondió Pepi con rabia—, de que nuestro enemigo movilizó su ejército hasta nuestras fronteras antes de enviarnos a su mensajero. Nos acechaba. Sólo nos expuso sus demandas deseando que las rechazarais. Cuando Jayyán cruzó nuestras fronteras, dio la orden de atacar al ejército ya movilizado. Esta es la explicación razonable para ese ataque súbito y violento.
El rostro del faraón palideció de enojo y rabia.
—Entonces, ¿han caído Volubilis y Betelmais? —preguntó.
—Sí. Y es una lástima, señor. Nuestro ejército es muy reducido y no las podrá defender.
—Hemos perdido nuestro mejor campo de batalla —dijo el faraón, moviendo la cabeza pesaroso.
—Eso no hará mella en el valor de nuestros soldados.
El rey permaneció pensativo; luego dijo al comandante de sus tropas:
—Tenemos que desalojar por completo Abidos y Tancira. —Pepi hizo un ademán interrogador. El rey añadió—: No vamos a defender esas ciudades.
Pepi comprendió lo que su señor quería decir.
—¿Mi señor quiere enfrentarse al enemigo en el valle de Kabtus?
—Eso es lo que quiero. Allí se puede atacar al enemigo por diferentes flancos. Por el valle de las fortalezas naturales. Dejaré en las ciudades que desalojemos guerrillas que dificulten su avance hasta que se fortalezcan nuestras huestes. Vamos, Pepi, envía a tus mensajeros a las ciudades para que las desalojen. Manda a los capitanes que retrocedan en seguida. No pierdas tiempo. El columpio que balancea el destino de nuestro pueblo, tiene una de sus cuerdas en manos de Apofis.