El monarca se dirigió al pabellón de Ahhotep, quien, viéndolo en traje de ceremonia, comprendió que el mensajero del Norte era portador de graves noticias. Su bello y moreno rostro traslucía un vivo interés. Se puso de pie para recibirlo. Era alta y esbelta. Lo miró con ojos interrogantes y él contestó con estudiada parsimonia:
—Ahhotep, me parece que los jinetes de la guerra cabalgan desde el horizonte.
—¿La guerra, dices, señor? —preguntó asombrada con la angustia reflejada en sus ojos negros.
Él bajó la cabeza en señal de asentimiento y le contó el mensaje del que era portador Jayyán, lo que habían opinado sus hombres y lo que él mismo había decidido. Le hablaba sin quitarle los ojos de encima y así pudo leer el temor, la esperanza y la resignación que bullían en su interior. Con todo, le habló sugerente y mimosa:
—Has elegido el camino correcto.
Él sonrió y le dio una palmada en el hombro, luego sugirió:
—Vamos a ver a nuestra sagrada madre.
Se encaminaron codo con codo al pabellón de la madre, Tutishiri, la esposa del anterior monarca Sekenenre. Estaba en su aposento de retiro leyendo, como de costumbre.
La reina Tutishiri era sexagenaria. Su aspecto despedía un halo de nobleza, de gloria y dignidad. Desbordaba vitalidad, y su actividad superaba a cuanto podía esperarse de su edad; las huellas del tiempo sólo se manifestaban en algunas canas de sus sienes y en las mejillas, ligeramente marchitas, pues sus ojos aún conservaban el brillo, y, su cuerpo, la hermosura y esbeltez. Había hecho que todos los miembros de la familia de Tebas tuvieran sus dientes superiores prominentes, un hecho que fascinó a toda la gente del Sur. Ella abdicó a la muerte de su esposo, como exigía la ley, dejando las riendas de Tebas en manos de su hijo y de la esposa de este. No obstante, seguía siendo la consejera en asuntos trascendentales y el alma que infundía esperanza en la victoria. En sus ratos fuera de la vida cortesana, se dedicaba a leer. Era lectora asidua de los libros de Keops, de Kagemni, del libro de los muertos y de la historia de los tiempos gloriosos en que descollaron autores como Mina, Keops y Amenemhet. Ella gozaba de gran fama en todo el Sur. No había hombre ni mujer que no la conociera, que no la amara y que no jurara por su adorable nombre, pues había inculcado en quienes la rodeaban, empezando por su hijo, el monarca Sekenenre, y su nieto, Kamose, el amor a Egipto, tanto al del Sur como al del Norte, y el odio a los hicsos, usurpadores que pusieron fin de mala manera a los tiempos gloriosos. Hizo comprender a todos que el objetivo más noble para el cual tenían que prepararse era la liberación del valle del Nilo del dominio de los hicsos opresores. Aconsejó a los sacerdotes, fuera cual fuera su categoría, y a los escribas, que siempre recordaran a la gente que el país del Norte estaba ocupado y quién era el enemigo usurpador, con todas las maldades en que había incurrido, desde humillar al pueblo, esclavizarlo y despojarle de sus tierras hasta utilizarlo para explotarlas y rebajarlo a la categoría de las bestias que trabajan los campos. Si en el Sur había alguna llama sagrada que inflamara los corazones y resucitara las esperanzas, el honor de avivarla se fundaba en el patriotismo y en la sabiduría de la anciana Tutishiri. Por eso todo el Sur la adoraba y la invocaba como a la madre sagrada, como invocaban los creyentes a la diosa Isis. A ella le pedían su intercesión contra el mal, contra la desesperación y contra la derrota.
Esta era la madre a la que se dirigieron Sekenenre y Ahhotep. Ella, por su parte, esperaba su visita, pues había conocido la llegada del mensajero del rey de los hicsos. Se acordó de los mensajeros que enviaban los reyes pastores a su difunto esposo reclamando oro, el fruto de las cosechas, piedras y un canon como tributo que como súbditos les correspondía pagar a su señor. Su esposo mandaba navíos cargados de todas estas cosas para aplacar la voracidad de aquella gente, y multiplicaba sus esfuerzos secretamente para formar un ejército que fuera la joya más preciada que dejara Sekenenre a sus hijos y a sus seguidores. Recordaba todo esto mientras esperaba la llegada de su hijo y cuando llegó con su esposa, les tendió sus delgados brazos y ellos le besaron la mano. El monarca se sentó a su derecha y Ahhotep a su izquierda. Preguntó a su hijo, sonriendo dulcemente:
—¿Qué quiere Apofis?
—Quiere Tebas y todo lo que contiene, madre. Es más, esta vez nos está regateando el honor —respondió con rabia.
—Sus antepasados, a pesar de su avaricia, se contentaban con el granito y el oro —repuso la anciana.
—Pero él, madre —terció Ahhotep—, nos pide que matemos a los hipopótamos porque sus voces molestan su sueño; nos pide que construyamos un templo a su dios Seth junto al templo de Amón, y que nuestro señor no use la corona blanca.
Sekenenre asintió a las palabras de Ahhotep y le contó a su madre punto por punto las exigencias del mensajero.
La reprobación se manifestó en su majestuoso rostro. Frunció sus labios, un gesto que ponía de manifiesto su irritación y su enojo.
—¿Y qué le has contestado, hijo? —preguntó la venerable anciana.
—Aún no le he dado respuesta.
—¿Has tomado alguna decisión?
—Sí. Rechazar todas sus peticiones.
—Quien hace esas peticiones no se calla si se las rechazan.
—Y quien es capaz de rechazarlas, no teme las consecuencias de su rechazo.
—¿Y si te declara la guerra?
—Se la declararé yo a él.
La palabra guerra resonó con toda la fuerza de su significado en sus oídos, reavivándole viejos recuerdos. Recordó días como este, en que su esposo angustiado le hacía partícipe de su tristeza y preocupación, ante la imposibilidad de tener un ejército fuerte con el que contener la codicia del enemigo. Su hijo, en cambio, hablaba de la guerra con valentía, con determinación y seguridad. Los tiempos habían cambiado y las esperanzas se renovaban. Miró de reojo a su nuera y la encontró pálida. Comprendió que se sentía angustiada y desesperada entre el temor y la ternura de una esposa. Ella también era a la vez soberana y madre, pero sólo podía añadir lo que debía decir como maestra del pueblo y como sagrada madre que era. Le preguntó:
—¿Podrás con la guerra, señor?
—Sí, madre. Tengo un ejército valiente —dijo con firmeza.
—¿Podrá este ejército liberar a Egipto del yugo que le oprime?
—Podrá al menos defender el reino del Sur de la agresión de los hicsos. —Luego se encogió de hombros en señal de desprecio y añadió con rabia—: Madre, año tras año hemos tratado de contentar a esos hicsos, pero el intento no ha podido colmar su codicia. Nunca, han dejado de mirar nuestro reino más que para el saqueo. Ya se ha cumplido el destino, y veo que el valor nos sirve más que el retraimiento y la pérdida de tiempo. Voy a dar este paso y ya veré lo que pasa.
Tutishiri sonrió y dijo con orgullo:
—Que Amón bendiga tu alma altiva y orgullosa.
—¿Qué opinas, madre?
—Opino, hijo, que has de seguir tu camino. Que Amón te guarde y te bendigan mis oraciones. Este es nuestro objetivo y a eso debe aspirar el joven que Amón ha elegido para que se cumplan las esperanzas eternas de Tebas.
Sekenenre se alegró tanto que su rostro se iluminó. Se inclinó sobre la cabeza de Tutishiri y le besó la frente. Ella besó su mejilla izquierda y la mejilla derecha de Ahhotep y los bendijo. Ambos volvieron felices y satisfechos.