El monarca mandó llamar a su hijo y heredero Kamose, quien acudió con tal prisa que daba a entender bien a las claras su deseo de conocer el contenido del mensaje del ujier de Apofis. Saludó al gobernador majestuosamente y se sentó a su derecha. El gobernador se dirigió a él y le dijo:
—Te he mandado llamar, príncipe, para darte a conocer el mensaje del emisario del Norte, y para que nos des tu opinión. El asunto es de suma gravedad. Escúchame…
El monarca contó a su heredero con todo detalle lo que le había dicho el mensajero Jayyán. Kamose escuchó a su padre con suma atención. Se notaba en su hermoso rostro el parecido con su padre en el color de la tez, en las facciones y en la prominencia de los dientes superiores. El gobernador paseó la mirada por los allí reunidos y dijo:
—Ya veis, señores, que para satisfacer a Apofis tendremos que despojarnos de la corona, degollar a los sagrados hipopótamos y construir un templo a Seth junto al de Amón. Indicadme qué debo hacer.
El evidente disgusto que se notaba en todos ellos revelaba la preocupación que los invadía. El ujier Hur fue el primero en hablar y dijo:
—Mi señor, lo que más me irrita de todo esto es la intención que ocultan sus peticiones, pues su intención no es otra que la del señor que dicta órdenes a sus esclavos y la del rey que se pavonea ante su pueblo. Creo que no es más que la vieja imagen renovada de la tradicional disputa entre Tebas y Manaf, según la cual la ciudad de Manes intenta esclavizar a nuestra bella ciudad, soberana de su propia libertad. No hay duda alguna de que a los hicsos y a su rey les molesta que Tebas cierre las puertas a su gobierno y además se les llena la boca diciendo que este reino es una provincia de su corona; no buscan otra cosa que anular las manifestaciones de su independencia y mandar en su religión para que luego les sea fácil destruirlo.
En su charla, Hur fue tajante y sincero. El gobernador recordó la historia de la provocación de los reyes pastores a los gobernadores de Tebas, y cómo estos evitaban su daño con buena retribución, con presentes y aparente sumisión para salvar al Sur de la iniquidad y el salvajismo. Su familia, en este aspecto, tuvo un gran mérito, hasta tal punto que su padre Sekenenre pudo entrenar en secreto un gran ejército para salvar la independencia de su reino, cuando la astucia y las apariencias no pudieron conseguirlo.
—Señor —intervino el comandante Kaf—, yo creo que no se deben hacer ninguna de esas concesiones. ¿Cómo podemos consentir que nuestro señor se despoje de su corona? ¿Cómo vamos a matar a los hipopótamos sagrados para satisfacer a un enemigo que ha humillado a nuestro pueblo? ¿Cómo quieren que construyamos un templo al dios del mal, a quien rinden culto esos pastores?
—Mi señor —intervino el gran sacerdote, Naufar Amón—, el dios Amón no aprobará que se construya junto a su templo otro a Seth, el dios del mal, ni que se sacie su límpida tierra con la sangre de los hipopótamos sagrados, ni que el guardián de su reino se despoje de la corona, siendo el primer gobernador del Sur que la ciñe por su mandato. No, señor; Amón jamás lo aprobará. Estará esperando a que cualquiera de sus hijos salga al frente de sus huestes para liberar el Norte y realizar la unificación del país. Volverá a ser como fue en los tiempos de los reyes antiguos.
El valor corrió por las venas del comandante Pepi. Se puso de pie. Era alto, ancho de espaldas. Con voz grave y prudente intervino con las siguientes palabras:
—Señor, nuestros venerables hombres han acertado en todo cuanto han dicho. Por mi parte, estoy seguro de que con esas peticiones sólo pretenden ponernos a prueba, acostumbrarnos al sometimiento y humillarnos. ¿Hay algún otro motivo para que ese salvaje suba por nuestro río desde los áridos desiertos a pedirle a nuestro señor que se quite la corona, que adore al dios del mal y que degüelle a los hipopótamos sagrados? Antaño, los reyes pastores pedían riquezas y nosotros no les escatimábamos nuestros bienes, pero lo que ahora piden es nuestra libertad y nuestro honor. Antes que acceder a todo esto, es mejor para nosotros la muerte. Los hermanos nuestros que habitan en el Norte no son más que esclavos de la tierra, sometidos al látigo, por lo que nosotros debemos aspirar a liberarlos algún día, no a encaminarnos voluntariamente a su triste destino.
El monarca guardó silencio, escuchaba atentamente e intentaba ocultar sus sentimientos manteniendo la vista baja. Kamose, atento a leer lo que en su rostro se reflejaba, no pudo conseguirlo, pues compartía la misma opinión que el comandante Pepi, pero en cambio, con toda su rudeza confesó:
—Señor, Apofis mira con malos ojos nuestra dignidad nacional y, obsesionado por humillar al Sur como humilló al Norte, le ciega la codicia. Pero este Sur, que nunca consintió la humillación cuando el poderío de su enemigo era absoluto, no lo va a consentir ahora. ¡Que nadie piense que descuidamos lo que nuestros antepasados se afanaron en guardar y proteger!
El primer visir, Ausar Amón, mucho más moderado, opinaba que su política debía ir dirigida siempre a evitar la provocación de los hicsos y no a enfrentarse a sus fuerzas salvajes, para dedicarse a fomentar la prosperidad del Sur, explotar las riquezas nubias y del desierto oriental, y entrenar a un fuerte ejército hasta hacerlo invencible. Todo su temor se basaba en que el príncipe heredero y el comandante del ejército se dejaran llevar por sus impulsos. Así pues, dirigiéndose a los magnates de la ciudad, les dijo:
—Os recuerdo, señores, que los hicsos son gente muy dada al robo y al saqueo. Aunque hayan gobernado en Egipto durante doscientos años, todavía les ciega la sed de oro y les ofusca su mente impidiéndoles realizar objetivos más nobles.
El comandante Pepi sacudió su noble cabeza, cubierta con un brillante casco, y dijo:
—Excelencia, hemos convivido con esa gente el tiempo suficiente para conocer su temperamento. Son gente que cuando desean algo lo piden francamente, sin astucias ni rodeos. Pedían oro y se lo llevábamos; pero ahora ¿qué piden sino nuestra libertad?
El gran visir replicó:
—Ahora tengamos paciencia, hasta que formemos nuestro ejército.
—Nuestro ejército ya puede enfrentarse al enemigo —replicó el comandante.
Kamose miró a su padre y lo encontró todavía con la vista baja, así que haciendo alarde de su ardor juvenil razonó así:
—¿De qué sirven las palabras ahora? Nuestro ejército necesita hombres y armas, pero Apofis no esperará a que nosotros equipemos nuestros ejércitos. Nos está imponiendo unas condiciones que, de aceptarlas, nos condenaríamos nosotros mismos a la derrota y a la extinción. No hay en el Sur un solo hombre que prefiera rendirse a morir. Rechacemos, pues, con orgullo las exigencias de Apofis y levantemos la cabeza ante esos hicsos de barba larga y tez blanca no purificada por el sol.
Los presentes se quedaron impresionados por el entusiasmo del joven. En sus rostros se reflejaba tanto el ímpetu como el enojo, y quisieron tomar una decisión tajante. El monarca levantó la cabeza, clavó sus ojos en su heredero y preguntó con su acostumbrado tono mayestático:
—¿Crees que es mejor rechazar las peticiones de Apofis?
Kamose respondió con seguridad y firmeza:
—Terminantemente, señor.
—¿Y si el rechazarlas nos condujera a la guerra?
—Lucharíamos, señor —aseguró Kamose.
El comandante Pepi añadió con no menos ardor:
—Lucharemos hasta replegar al enemigo más allá de nuestras fronteras. Si queréis, señor, lucharemos hasta liberar el Norte y echar de las tierras del Nilo al último pastor blanco de larga y sucia barba.
—¿Y tú, Excelencia, qué piensas? —preguntó el monarca volviéndose hacia el sacerdote, Naufar Amón.
—Creo, señor —respondió el respetable anciano—, que quien pretende apagar esta brasa sagrada es un infiel.
Sekenenre sonrió satisfecho y se dirigió a su visir Ausar:
—Sólo quedas tú, visir.
—Señor —se apresuró a responder el visir—, no he aconsejado paciencia por temor a la guerra sino para poder armar al ejército que espero realice el sueño de la gloriosa dinastía de mi señor: liberar el valle del Nilo de las garras férreas de los hicsos. Pero si Apofis pretende despojarnos de nuestra libertad, yo soy el primero en llamar a la lucha.
Sekenenre contempló los rostros de sus hombres y dijo con energía y determinación:
—Hombres del Sur, os agradezco vuestros sentimientos. Creo que Apofis nos está provocando y quiere dominarnos bajo el yugo del miedo o de la guerra; pero nosotros somos un pueblo que no se somete por el miedo; por lo tanto, demos la bienvenida a la guerra. El Norte es presa de los hicsos desde hace doscientos años. Se han quedado con las riquezas de la tierra y han humillado al pueblo. El Sur, en cambio, lleva luchando desde hace doscientos años sin olvidar su supremo objetivo: liberar el valle. ¿Daremos marcha atrás a la primera amenaza? ¿Dejaremos nuestro derecho y nuestra libertad en manos de su insaciable codicia? No, hombres del Sur, yo me negaré a las humillantes peticiones de Apofis y esperaré la respuesta: si es paz, paz; si es guerra, guerra.
El monarca se puso de pie y todos los hombres se levantaron a la vez, inclinándose respetuosamente. Luego salió de la sala con solemnidad, seguido del príncipe Kamose y del ujier mayor.