Una hora había transcurrido cuando llegó a la embarcación un hombre de venerable aspecto, más bien bajito, visiblemente delgado y de frente prominente. Se inclinó en señal de respeto al mensajero y le dijo con voz pausada:
—El que se honra en recibiros es Hur, ujier mayor del palacio del Alto Egipto.
A lo que el hombre, inclinando su cabeza, contestó con cierta tosquedad:
—Yo soy Jayyán, el ujier mayor del palacio del faraón.
—Mi señor tendrá el placer de recibiros ahora mismo —anunció Hur.
—Pues vamos —dijo el mensajero con gesto de asentimiento.
El ujier Hur se adelantó y el hombre lo siguió con paso lento, apoyando su grueso cuerpo en un bastón. Los dos hombres se inclinaron ante él en señal de respeto. Jayyán, que se sintió humillado, dijo para sí: «¿No hubiera sido mejor que Sekenenre viniera en persona a recibir al mensajero de Apofis?». Le disgustó sobremanera que ese hombre lo recibiera como si fuese un rey. Salieron de la embarcación flanqueados por dos filas de soldados y oficiales y Jayyán se fijó que en la orilla había un cortejo real, con carros de guerra al frente y a la cola, esperándolo. Los soldados le hicieron el saludo protocolario y él les respondió con orgullo. Montó en su carro y Hur montó a su lado. El pequeño cortejo se movió en dirección al palacio del monarca de Tebas. Los ojos de Jayyán se movían en sus órbitas a derecha e izquierda contemplando los templos, los lugares de diversión, las estatuas, los caminos, los palacios, los mercados y las olas del gentío que no paraba de llegar por todas las direcciones: la plebe con sus cuerpos semidesnudos, los oficiales con relucientes espadas, los sacerdotes con largas túnicas, los nobles con sus amplios mantos y las damas con sus deslumbrantes vestidos. Era como si todo testimoniara la grandeza de la ciudad, pues competía con la propia Manaf, la capital de Apofis. El mensajero observó desde el principio que su cortejo llamaba la atención, y que la gente se detenía a ambos lados del camino para contemplar su esplendor, pero lo hacía con frialdad y sin emoción alguna. Los negros ojos del mensajero escudriñaban sus caras blancas de luenga barba con extrañeza, incredulidad e irritación. Se sentía profundamente irritado al comprobar la indiferencia con que recibían al gran Apofis en la persona de su mensajero. Le dolía parecer un extraño en Tebas, después de doscientos años de la llegada de su pueblo a Egipto y su asentamiento en el trono. Su enfado y su rabia se acrecentaron al comprobar que su pueblo llevaba gobernando doscientos años, y no obstante el Sur seguía conservando su personalidad, su carácter y su independencia, sin que intervinieran los hicsos.
El cortejo llegó a la plaza del palacio, una plaza amplia a cuyos lados estaban los edificios del gobierno, la sede de los tati o visires y los cuarteles generales del ejército. En el centro se alzaba deslumbrante el majestuoso palacio, tan grandioso como el de la propia Manaf. Los vigías estaban apostados en las murallas y alineados en dos filas ante la gran puerta. Cuando el cortejo del mensajero lo atravesó, los músicos entonaron el himno de bienvenida. Mientras el cortejo cruzaba el patio, Jayyán se preguntaba: «¿Me recibirá Sekenenre con la corona blanca en la cabeza? Pues sabido es que vive como un rey, se comporta como tal y gobierna como ellos. ¿Llevará la corona del Sur en mi presencia? ¿Se atreverá a hacer ostentación de lo que evitaron sus abuelos y hasta su propio padre?». El mensajero se apeó a la entrada misma del largo atrio de columnas. Le salieron al encuentro el ujier de palacio, el jefe de la guardia y sus más destacados comandantes. Le saludaron todos y lo acompañaron a la sala de audiencias del monarca. El vestíbulo que conducía hasta la puerta estaba adornado a ambos lados por esfinges y en las esquinas estaban apostados unos comandantes de gran estatura, de los más fuertes de Habu.
Todos se inclinaron ante el mensajero y le abrieron paso. El ujier Hur se adelantó a la sala de audiencias y aquel lo siguió. En medio de la sala, a una distancia más bien alejada de la entrada, vio un trono digno de un faraón en el que se sentaba un hombre que ceñía la corona blanca del Alto Egipto y llevaba en la mano el cetro y el bastón. A la derecha del trono permanecían sentados dos hombres, y otros dos a la izquierda. Hur llegó hasta el trono, seguido por el mensajero, se inclinó ante su señor majestuosamente y dijo con amabilidad:
—Señor, se presenta ante vuestra alta persona el ujier mayor Jayyán, mensajero del rey Apofis.
El mensajero hizo una reverencia y el monarca le devolvió el saludo y le indicó que se sentara en un estrado, frente al trono. Hur se quedó de pie a la derecha y el monarca quiso presentar al mensajero los nobles de la ciudad y señaló con su cetro al hombre que estaba a su derecha anunciando:
—Ausar Amón, primer visir. —Luego señaló al siguiente—: Naufar Amón, el sacerdote mayor de Amón. —Después se volvió a la izquierda y exclamó—: Kaf, capitán de la flota, y Pepi, comandante del ejército. —Tras hacer estas presentaciones, el monarca dirigió la mirada al mensajero y con un tono que a las claras manifestaba su superioridad, exclamó—: Estás en un palacio que te da la bienvenida, y con quien ha depositado su confianza en ti.
—Dios os guarde, excelentísimo gobernador —dijo el mensajero—. Me siento orgulloso por haber sido yo elegido embajador en una misión a vuestra hermosa tierra históricamente famosa.
Al monarca no le pasó desapercibido lo de «excelentísimo gobernador». No obstante, no manifestó el disgusto que le reconcomía. En ese momento, Jayyán le escudriñó con una breve mirada de sus ojos saltones y observó que tenía delante a un hombre que infundía temor: era alto, de agraciado rostro alargado, muy moreno y dientes superiores algo prominentes. Le calculó unos cuarenta años.
El monarca creía que el mensajero de Apofis había ido por los mismos motivos que les llevaban a las misiones del Norte: las piedras y los cereales, algo que los hicsos (reyes pastores) consideraban como un tributo, mientras que los monarcas de Tebas lo veían como un soborno con el que evitaban el perjuicio de los conquistadores. El monarca, con voz parsimoniosa y solemne, dijo:
—Me agradaría escucharte, mensajero del gran Apofis.
El mensajero se acomodó en su asiento, como preparándose para un combate, y exclamó con su acostumbrada tosquedad:
—Desde hace doscientos años, los mensajeros del Norte no paran de venir al Sur. Y siempre vuelven contentos.
—Espero que perdure esa buena costumbre —respondió el gobernador.
—Gobernador —sentenció Jayyán—, os traigo tres demandas del faraón. La primera concierne a la persona de mi señor el faraón, la segunda a su adorado dios Seth y la tercera a los vínculos amistosos entre el Norte y el Sur. —El monarca lo miró desafiante y el mensajero añadió—: A mi señor, el rey, le aquejan en los últimos días dolores espantosos que le alteran los nervios por la noche, y, para colmo, unas terribles voces retumban en sus honorables oídos, por lo que ha caído presa del insomnio y del agotamiento. Ha convocado a sus médicos y les ha contado lo que le ocurre por la noche. Pero por más que le han examinado cuidadosamente, todos han salido perplejos, sin saber lo que le aqueja. Según todos ellos, el faraón está sano. Cuando mi señor, desesperado ya, se quedó a solas con el profeta del templo de Seth, este sabio acertó con la enfermedad y le dijo que la causa de todos sus males era que se habían infiltrado en su corazón los gritos de los hipopótamos encerrados en el Sur. Le aseguró que su curación sólo dependía de la muerte de los animales.
El mensajero sabía que los hipopótamos encerrados en la alberca de Tebas eran sagrados. Miró de reojo al gobernador para ver el impacto de sus palabras y se encontró con un rostro duro e impertérrito, aunque un poco colorado. Esperó a que hiciera algún comentario, pero no abrió la boca y se quedó esperando atentamente. El mensajero continuó:
—Durante la enfermedad de mi señor, vio en sueños a nuestro adorado dios Seth, que le visitaba con su imponente majestad y su luminosidad, y le reprochó: «¿Es posible que todo el Sur carezca de un solo templo donde se mencione mi nombre?». Mi señor juró pedirle a su amigo, el gobernador del Sur, que construyera en Tebas un templo en honor a Seth junto al de Amón.
Calló el mensajero esperando la palabra del monarca, pero Sekenenre permaneció silencioso como una tumba, y esta vez sí pareció sobrecogido, pues había sido sorprendido por algo que nunca había imaginado. A Jayyán no le preocupaba ni poco ni mucho la tristeza del gobernador, pero sí deseaba provocarlo. El ujier Hur, al que no se le escapó el peligro de la petición, se inclinó sobre el oído de su señor y le susurró: «Es mejor que mi señor no discuta con el mensajero ahora». El monarca, entendiendo la intención del ujier, movió la cabeza en señal de asentimiento. Jayyán pensó que el ujier le estaba aconsejando a su señor lo que tenía que decir y esperó un poco. No obstante, el monarca le preguntó:
—¿Tienes algún otro mensaje?
—Excelentísimo gobernador —respondió Jayyán—. Le ha llegado a mi señor la noticia de que vais a ceñir la corona blanca de Egipto, cosa que le preocupa no poco, pues considera que eso no es conforme a los tradicionales vínculos de amistad que unen a la dinastía de los faraones con vuestra familia.
—Pero la corona blanca es el cubrecabeza de los gobernadores del Sur —exclamó con sorna Sekenenre.
A lo cual replicó el mensajero con firmeza y terquedad:
—No, es la corona de los faraones; por tal motivo vuestro venerable padre no la ciñó, pues sabía que en este valle no hay más que un rey digno de ceñirla. Espero, excelentísimo gobernador, que no se os escape la advertencia de mi señor, pues su petición denota un sincero deseo de consolidar las buenas relaciones entre las familias de Manaf y Tebas.
Jayyán calló y reinó el silencio de nuevo. Sekenenre estaba sumido en tristes pensamientos, abrumado por las duras peticiones del rey de los hicsos, que atentaban tanto a los sagrados lugares de la fe como a su propia dignidad. Eso se vislumbraba en su expresión y en la imperturbabilidad de los rostros de cuantos le rodeaban. Estimaba mucho los consejos de Hur y no quiso improvisar ninguna respuesta. A pesar de todo, dijo con calma:
—Mensajero, tu mensaje entraña un gran peligro que amenaza nuestra fe y nuestras tradiciones. Mañana mismo te comunicaré mi opinión.
—La mejor opinión es la consultada —respondió Jayyán.
—Acompaña al mensajero al pabellón dispuesto para él —ordenó Sekenenre al ujier Hur.
El bajo y rechoncho mensajero se levantó, se inclinó para saludar y se marchó arrogante y orgulloso.