Sekenenre

Una nave de afilada proa, rematada por una talla de loto, cortaba las tranquilas y majestuosas olas del sagrado río. Desde la más remota antigüedad las embarcaciones se sucedían como incidentes ensartados en la caravana del tiempo de una a otra orilla en cuya superficie se levantaban las aldeas y se erguían las palmeras, agrupadas o en solitario. El verdor se prolongaba por el Este y por el Oeste, y el sol, desde el inmenso cielo, enviaba sus hebras de luz sobre las hierbas verdeantes y sobre las aguas resplandecientes.

En la cristalina superficie del río, sólo se mecían algunas barcas de pescadores, cuyos dueños, asombrados e incrédulos, abrían paso a la embarcación mirando fijamente la talla de loto, símbolo del país del Norte.

En la cámara de la regia embarcación, un hombre robusto, más bien bajo, de cara redonda, luenga barba, tez blanca y amplia túnica, sujetaba con la mano derecha un grueso bastón con empuñadura de oro. A su lado se sentaban dos hombres de igual constitución e indumentaria. Un mismo espíritu parecía unirlos.

El hombre miraba hacia el Sur con ojos de hastío y cansancio. De vez en cuando dirigía penetrantes miradas a los pescadores y como cansado de tanto silencio, preguntó a los dos hombres:

—¿Soplará mañana el cuerno de guerra y se disipará esta pesada paz que reina sobre las tierras del Sur? ¿Se asustarán estas tranquilas casas? ¿El águila de la guerra se cernerá por este pacífico ambiente? ¡Ay, si esta gente supiera la mala nueva que les trae a ellos y a sus señores esta embarcación!

Los dos hombres movieron la cabeza en señal de asentimiento a las palabras de su señor y uno de ellos exclamó:

—Que estalle de una vez la guerra, ujier mayor, ya que el hombre que nuestro señor designó como gobernador de las tierras del Sur no se conforma con ceñir la corona, como los reyes, quiere además construir palacios como los faraones y ostentar sus riquezas por Tebas tan tranquilo, sin que le importe ninguna otra cosa.

El ujier, rechinando los dientes y jugando con el bastón que tenía entre las piernas, al que imprimía unos movimientos que denotaban su rencor y su ira, estalló:

—No hay más gobernador egipcio que el señor de Tebas. Cuando nos libremos de él, nuestro será el gobierno de Egipto exclusivamente y para siempre, y el rey nuestro señor podrá entonces permanecer tranquilo, sin temer que nadie se rebele contra él.

El segundo hombre, con mal disimulado entusiasmo, pues no desesperaba de llegar algún día a ser gobernador de una gran ciudad, sentenció:

—Esos egipcios nos odian, nos odian.

El ujier mayor le dio la razón con rudas palabras:

—Efectivamente. Incluso los mismos habitantes de Manaf, la capital del reino de nuestro señor el rey, aparentan obediencia y esconden su odio. Se acabaron nuestras artimañas, no nos queda más que el látigo y la espada.

Los dos hombres sonrieron. Era la primera vez que lo hacían, y uno de ellos repuso:

—Bendito sea tu juicio, sabio ujier, pues el látigo es la única forma de entenderse con los egipcios.

Los tres hombres guardaron silencio durante un rato. No se oía más que el golpeteo de los remos contra la superficie del agua. Uno de ellos echó una mirada a una barca de pescadores en la que se veía a un joven de bronceado rostro, musculoso, cubierto de cintura para abajo con un faldellín.

—Parece como si estos sureños estuvieran hechos de su propia tierra —dijo, profundamente asombrado.

—No te extrañes. Algunos de sus poetas cantan su tez morena —replicó el ujier con ironía.

—Efectivamente. Entre su color y el nuestro hay la misma diferencia que entre el barro y la luz brillante.

Y el ujier replicó:

—Uno de nuestros hombres me ha comentado que esos sureños, a pesar de su color y de su desnudez, son soberbios y orgullosos. Pretenden ser descendientes de los dioses, y se enorgullecen de que su tierra es la cuna de los auténticos faraones. ¡Netjer! ¡Dios mío! Yo conozco muy bien el remedio para esto. Sólo hace falta que nuestra mano se extienda sobre sus tierras.

Apenas hubo acabado el ujier su corta perorata cuando oyó a uno de sus hombres, señalando hacia el Este:

—Mira… ¿Ves Tebas? ¡Esa es Tebas!

Miraron todos hacia donde señalaba el hombre y vieron una gran ciudad rodeada por altísimas murallas. Detrás se divisaban obeliscos tan altos que parecía que sostenían la cúpula celeste, y al Norte se podían ver los enhiestos muros del famoso templo de Amón, el adorado señor del ejército, de modo que los ojos no percibían más que un inmenso edificio que se alzaba hasta el cielo. Los hombres se impresionaron. El ujier mayor frunció el ceño y balbuceó:

—Sí. Esa es Tebas. Ya he tenido ocasión de verla antes. Cada día ansío más que se someta a nuestro señor el rey y presenciar su victorioso cortejo atravesando sus calles.

—Y que adoren a nuestro venerado Seth —intervino uno de los dos hombres.

La barca disminuyó la velocidad y se fue acercando poco a poco a la ribera, pasando junto a frondosos jardines cuyos verdes senderos descendían hasta ser bañados por el sagrado río. Detrás aparecían los soberbios palacios y en la otra ribera la ciudad eterna, donde descansan los eternos en sus templos funerarios, cubiertos por la soledad de la muerte.

La nave se dirigió al puerto de Tebas, abriéndose su estela entre las barcas de pescadores y las embarcaciones de carga. Llamaba la atención por su eslora y su belleza, culminada por la talla de loto que adornaba la proa. Una vez que llegó hasta el muelle, echó su gran ancla. Algunos guardianes se dirigieron hasta la nave y un oficial se acercó ostentando una túnica blanca de algodón encima del faldellín. A uno de los hombres le preguntó:

—¿De dónde viene esta embarcación? ¿Lleva mercancía?

El hombre le saludó y le contestó:

—Sígueme.

Le acompañó a la cámara y allí el oficial comprendió que se encontraba ante un gran ujier del palacio del Norte, el palacio de los hicsos (reyes pastores, como los llamaban los del Sur). Se inclinó respetuoso e hizo el saludo militar. El ujier levantó la mano para devolver el saludo con evidente presunción y dijo con tono altanero:

—Soy un mensajero del faraón, rey del Alto y Bajo Egipto, hijo del dios Seth, nuestro señor, padre de Fi, el monarca de Tebas, príncipe Sekenenre. Ruego que anuncies a tu señor que estoy esperando a que me reciba para darle el mensaje que me ha sido confiado.

El oficial escuchó atentamente al mensajero, hizo de nuevo el saludo y se marchó.