Me propuse iniciar este último capítulo tal como empecé la andadura de este libro. Arrancando desde el número 40 de Miguel Yuste, camino de mi reinvención número siete. Llamémoslo una cuestión de estilo, un embridar los borbotones de confidencias que he ido vertiendo, en muchas ocasiones sorprendiéndome a mí misma la profundidad a la que se hallaban inmersos frustraciones, remordimientos, recuerdos, pesadillas, sueños, esperanzas y desánimos. He colgado mi vida como un espantamoscas antiguo en medio de un almacén de productos exóticos, atrapando los insectos que revoloteaban alrededor con su zumbido indecoroso. Luego he ido limpiando la cinta encerada. Necesitaba un clavo, un gancho del que hacerla pender, lo que informativamente llamaríamos una percha, una excusa.
En eso se ha convertido mi adiós a El País, en turbina de arranque para este recorrido realizado una página tras otra, un párrafo siguiendo a otro, una línea entrometiéndose, cambiando el significado de la siguiente: perpleja a ratos, a ratos cabreándome, a menudo llorando, haciendo que me preguntara si valía le pena seguir, tocar nervio. Y siempre respondiéndome: sí.
Porque es para contar para lo que sirvo. Para contarlo.
Plantada, pues, sentimentalmente tocada pero firme, delante del búnker de El País, ese edificio en el que estuvo mi antiguo hogar de acogida, hoy refractario, ayer esplendoroso. Muchos lectores, muchas suscriptoras —o viceversa— se identificarán conmigo, ellos también son víctimas del retroceso experimentado por el diario, y lo observan con incredulidad.
Miro atrás, me veo allí, y de nuevo me maravilla la capacidad de resistencia que me ha conducido hasta este folio, hasta este final, que no es tal sino un mero principio, pues de eso se trata, un día lo sabes. Las hojas sueltas de la novela del vivir, compiladas y atadas con un lazo de los colores del arcoíris, no son sino eso: comienzos, reacciones ante las sucesivas novatadas que se van produciendo, vida p’alante. Te mantean y te caes, y te pones en pie, tras una alambicada pirueta. Te cuelgan un muñeco de papel, una llufa en la espalda, te señalan como el más bobo en el Día de los Inocentes, pero sigues. En pie, en pie otra vez, gorjeas, no importa que lo que emite tu garganta sea ya un seco graznido de cuervo viejo. Siempre seremos ruiseñores por dentro, como en el cuento, el corazón herido tanto por la inesperada crueldad de la espina como por la belleza indiferente de la rosa. Herido, dolorido y, sin embargo, triunfante porque has intentado comprender. Y eso es, en definitiva, lo que cuenta.
Hemos permanecido juntos —vosotros, mis lectores, y yo— a lo largo de esta historia que he intentado transmitir y que os dedico, pensando que ahora no voy a equivocarme al escribir en las páginas previas ese Para nosotros que me resultaba ineludible. Pues ¿quién, si no el nosotros, extiende bajo mis pies tablas de salvación, una tras otra? Desde muy al principio, desde que bregaba con las mujeres de mi casa para romper los techos, el de cristal y el de mediocridad cementera, estabais ahí, esperándome. Ya en el mostrador del Orgía, cuando recibía el calor de aquella amable puta, nunca olvidada. Estabais ahí. Las manos tendidas, la atención dispuesta. Siempre.
Aquella tarde de mayo de 2013 dejé El País echando el luto afuera a lágrima viva y, ya en el taxi, avancé hacia una dirección del callejero en donde me aguardaba Julia; y también hacia no sabía dónde, el futuro, aunque sin duda este libro ya se fraguaba entonces. Debo decir que fue una suerte que mi despedida del diario se produjera en Madrid, la ciudad que me había arropado en septiembre de 1981, y durante los siguientes 19 años, mientras viví allí, con las mejores cualidades que posee: empatía, calor humano, igualdad en la lucha por la vida. Ese núcleo, potente, continúa vivo pese a todo, por mucho que ahora intenten desvirtuarlo quienes ocupan la ciudad con lo peor de sí misma, por mucho que la bestia viscosa que la aprisionó desde la victoria fascista, desde el 39, siga puesta en jarras, adornándose con otros collares. Mi gente de Madrid ha sido siempre abierta, republicana, perdedora y combativa. Y cuando digo de Madrid quiero significar: de donde sean, pero residentes en Madrid. Gran cosa madrileña: allí se aprende a ser de cualquier parte, lo cual no es asignatura menor en los tiempos que corren, con los vientos nacionalistas que nos carcomen, revisitando la Europa previa a 1914.
Cuando regresé a mi Barcelona, pasados unos días, la gente querida —y enterada— de mi barrio, del Eixample, el de ahora, me esperaba en la calle para recibirme con algo que era como entre un «te acompaño en el sentimiento» y una palmada animosa: lo veían desde lejos y, por ello, se sentían más compungidos, más tristes que yo. Me abrazaban como si regresara de una ciudad en guerra. Entrañables y ajenos. Pero en Madrid acababa de experimentar el latido de la misma entraña que me protegió y curtió como periodista. Amigos acogiéndome con absoluta comprensión, con ánimo, ni un paso atrás, decían. Compañeros —de otros medios, sobre todo; de El País solo recibí algunas y preciosas llamadas y encuentros de solidaridad de los que van quedando— que acudieron a achucharme, a creer en mí cuando más lo necesitaba. Periodistas de otros medios fueron también, en general, en el pasado, quienes más me ayudaron durante mis periplos como enviada especial. Siempre lo he dicho, podía fiarme más de un delegado de EFE o de Radio Nacional de España que de un virrey del diario en el que trabajaba.
Hablé por teléfono desde el taxi, mientras sorbía las lágrimas, con Carmen Mallo, mi amiga la psiquiatra que, en su día, hizo que me pusiera en terapia cuando otros llantos, los atenienses, me metieron en madre. «Bueno, lo sabías, estaba previsto, tú puedes con ello», vino a decir, y quedamos para vernos el fin de semana. Luego me comuniqué con Julia, hacia cuya casa me dirigía. Julia Luzán: otra excelente y veterana periodista expulsada de la redacción o más bien ejecutada, debería decir, aunque los muertos salimos muy vivos de allí, generalmente. De esta última, vergonzosa etapa, nos hemos salvado.
Julia, mi amiga desde hace cuatro décadas, la mujer que, cuando la llamé desde Beirut, me instó a cambiar de domicilio para escapar de los sobresaltos de las milicias circundantes. Julia, mi otra parte de Thelma & Louise o, si queréis, de Ricas y famosas, como nos gusta fantasear a medida que envejecemos y nos hacemos inteligente y, a menudo, irónica compañía, una llamada telefónica diaria, como mínimo: con el iPad delante para comentar la actualidad y embarcarnos en nuestros juegos de asociaciones. Julia, la minimalista, la esteta, y Maruja la barroca, la berroqueña.
Cuando colgué —dejé a Julia intentando elaborar una estrategia—, los ojos color caramelo de miel del taxista me contemplaban desde el retrovisor.
—Malos tiempos, ¿verdad? —comentó, con un acento caribeño tan dulce como sus ojos—. Perdone, no he podido evitar escucharla. Así que ustedes ¿también?
Y señaló con la cabeza al edificio que dejábamos atrás.
Para consolarme, mi interlocutor se embarcó en la narrativa de sus propios problemas laborales. No recuerdo los detalles, pero sí la impresión general: tenía un jefe que se aprovechaba de su precariedad legal, y unos compañeros que hacían lo propio, arrinconándolo. Me desprendí bastante de mis preocupaciones durante aquel viaje en taxi. Cuando me desencochó, nos dimos la mano y nos deseamos suerte mutuamente. Subí a casa de Julia con paso ligero de mayor —cuando os llegue, sabréis qué es— y los ojos como E. T.
—Tienes que darte de alta en Twitter y anunciarlo —me animó Julia, mientras me escanciaba un whisky de consolación—. Hazte de Twitter. Ya.
—Lo soy, pero estoy de incógnito.
Era verdad. Como usuaria del avatar @MistralS, me dedicaba a enterarme de lo que se tuiteaba y a mantener una prudente distancia. Tenía también un blog, y una cuenta en Facebook con cuyo cultivo disfrutaba y disfruto mucho, pero la bestial difusión inmediata de Twitter me infundía respeto. Sobre todo, por la lengua larga que tengo. Un paso en falso tuitero te puede enterrar.
Pero me di a conocer y tuiteé: «El director de El País me ha echado de Opinión, y yo me he ido del diario». Lo hice con el corazón en la boca, no solo por la situación, sino porque siempre me excita, cualesquiera que sean las circunstancias, iniciarme en algo.
Siguió un rato en que se cruzaron especulaciones: «¿Es ella o es un fake?». Telefoneé a Edu Galán, mi amigo de la Revista Mongolia —tengo más allí, pero Edu es mi niño querido, un cerebrazo—, y le pedí que se hiciera eco y garantizara mi autenticidad. Se puso a ello. Aquel fin de semana pasé de ciento y pico de seguidores a unos tres mil. Ahora acabo de superar los cincuenta y seis mil, y serán muchos más cuando este libro aparezca, eso espero, porque el goteo no cesa. Y lo más importante: he descubierto una forma de comunicación vivaz, rápida, arriesgada pero muy útil. Hemos formado una peña interesante, que intercambia ideas, opiniones, informaciones. Me gusta responder a los comentarios, aclarar, aportar. Paso mucho de los ruines, siempre he pasado: en impreso, en audiovisual, y en la Red, así como en carne y hueso. Y no creo que Internet esté forzosamente sustituyendo la lectura de enjundia, ni la conversación cara a cara. Yo soy multitarea, y me considero afortunada por vivir en una época en la que dispongo de instrumentos que no están condicionados por los sospechosos habituales. Pero nadie me impedirá leer lo último, ni releer a los clásicos, ni cuanto se haya publicado en cuatro idiomas —soy buena para leerlos; otra cosa es hablarlos— sobre la guerra europea de 1914, ni lo de López de Hoyos que ha sacado el historiador Alfredo Alvar, Un maestro en tiempos de Felipe II, ni cualquier alimento, bajo cualquier formato, susceptible de enriquecerme que aparece de repente ante mi vista. Mi curiosidad no tiene límites de hechuras. Y las redes sociales no me privan, tampoco, de buscar a mis amigos para achucharlos y escucharlos, ni de entablar relaciones nuevas, ni de disfrutar de buenas sobremesas con la conversación de conocidos inteligentes. Lo haré mientras me queden horas.
Durante aquellos días en Madrid me reuní con mucha gente amistosa, y algo iba quedando claro. Mi siguiente etapa no podía asirse a los costurones de la época pasada, a las viejas fórmulas. Esto cambia a toda leche, y hay que adaptarse. Hay que avanzar. Cambiar el medio para conservar la palabras, para que sigan fluyendo las ideas. Hoy más que nunca necesitamos mantenernos en contacto. Contra la brutalidad del poder, contra la desfachatez de la propaganda en los medios, contra la desinformación, contra la insensibilidad. Contra la ferocidad de las leyes, contra la deshumanización de la vida.
Juntos, juntos, juntos.
Fue una suerte de premonición que Edu Galán me invitara para participar, al día siguiente de mi despedida, en una mesa redonda, organizada en el Círculo de Bellas Artes, sobre «El papel del papel». Allí empecé a hablar sobre el rol del periodismo digital, y todavía no me he detenido.
No era una colaboradora despedida de El País, sino una periodista con opinión libre a quien habían expulsado porque no encajaba con su esquema del presente inmediato y del cercano porvenir, demasiado ligados a un exceso de intereses espurios, de la Monarquía a la Iglesia, de la Banca a los fondos buitre. Yo era alguien que tenía vuelo propio. Siempre lo había tenido, así como el respeto de los profesionales y el odio de los fachas, y de los trincones del régimen de turno.
Ahora que lo pienso, un buen ejemplo de despedido de El País es, por ejemplo, el propio Químico, quien, cumplida su misión liquidadora de compañeros que le daban mil vueltas, ha sido objeto de la típica patada hacia arriba y relevado por un nuevo equipo.
Deberían cambiar el diván azul o, al menos, volver a tapizarlo. De granate. Tolera mejor las manchas de sangre.
Es enero de 2014. Un fuerte levante agita las palmeras y riza la superficie del Atlántico, que oteo desde los balcones del apartamento que he alquilado, por dos meses, en Tarifa, para dedicar tanto tiempo como pueda a escribir este libro. Falta poco más de una semana para que mi estancia aquí toque a su fin.
Volveré, ya lo creo que volveré. Tarifa se mete dentro tanto como su arena te empasta la boca cuando el levante aprieta.
Soledad casi absoluta durante el día, reuniones con amigos en algunos indispensables atardeceres prolongados hasta después de la cena. Conversaciones apasionadas —de libros, de política, de recuerdos, de ideales comunes— con mi ahijado chileno Hugo, y con Paco el Médico, que me ha incluido en su hospitalidad: un hallazgo de hombre. Comilonas inolvidables con ellos y los suyos —la señora Andersson, Lola, las hijas y mi amado labrador negro: Zambo—, impregnadas de los sabores del Sur. Caminatas por la playa del brazo de la animosa Isabel, que vive el agobio del empleo precario que se ceba especialmente en tierras gaditanas, y que me ayuda en la casa, realizando con entusiasmo y pericia un trabajo claramente inferior a sus capacidades.
A veces voy con ella a la peluquería de su prima. Escuchar sus conversaciones —sobre la crisis, la crisis y la crisis— encoge el ánimo.
Cañitas en el Bien Star, de cara al Atlántico infinito.
Volveré.
Algunas mañanas, el libro, en el ordenador que descansa sobre la mesa que, al llegar a principios de diciembre, arrimamos al balcón de mi dormitorio, para que gozara al escribir de la mejor vista de la casa, me espera como un drácula al acecho en su sarcófago. No te acerques, te hará daño. Te clavará los colmillos, te sorberá la sangre. Entonces salgo a la calle a pelear con los vientos, ya voy conociéndolos, he aprendido a interpretar las predicciones para surferos que aparecen en Internet —Hugo me recomendó una página que parece un jeroglífico egipcio—, y a bajar la persianas y colocar toallas en el suelo, la noche antes, en previsión de inundaciones, cuando se anuncian a la vez poniente y lluvia. Qué difícil que por aquí llueva de arriba abajo. La lluvia viene en horizontal, como si alguien te estuviera arrojando puñales.
Como una invasión de gente de otra galaxia, practicantes del kit-surfing puntean el espacio, azotado por el viento, con sus coloridas estelas diurnas. Puedo pasar horas viéndoles mecerse.
En esos días de agarrotamiento creativo salgo al exterior para no enfrentarme con el libro-vampiro. Camino con las piernas abiertas, apuntalándome a cada paso, con el pelo revuelto. Llevo el uniforme local: un chándal debajo de un cortavientos. No hace frío, y la humedad es muy tolerable, más que la de Barcelona, por el don de los aires revueltos que también aleja de las playas a domingueros insustanciales. De vez en cuando me detengo para observar un balcón. Ropa tendida a la tarifeña: trajes de neopreno ondeando al viento. A un par de cuadras de mi piso: desde allí, mire a donde mire, no veo más que mar en el horizonte. Respiro ese paisaje. Sé que, en el futuro, en algún momento me vendrá bien su recuerdo.
Cádiz es una asignatura que tengo pendiente —desde ahora, una miajita menos— desde que, hace muchos años, vine por El País para reportear en la provincia de Algeciras, y recalar en La Línea, con un paseo por Gibraltar. Conocí al escritor y poeta —y hombre de cultura en el sentido más amplio— Juan José Téllez, de cuyas cabales opiniones me fío hoy tanto como entonces, que me sirvió de introductor. Recuerdo una sesión de improvisado flamenco, un hombre en un bar que se arrancó allí mismo, en la barra, y yo llorando a lágrima viva. No soy muy aficionada, pero cuando me entran así, como el levante, me sacuden sin que pueda hacer nada.
Ahora Téllez se preocupa por mí, me telefonea, de vez en cuando viene desde donde esté y me saca a comer, me enseña preciosos rincones de su tierra. A él y a los amigos de la Asociación de la Prensa gaditana, que tuvieron la gentileza de otorgarme el premio Agustín Merello hace unos meses, les debo este reencuentro sureño. Ese día en que se me comunicó la buena nueva, Cádiz se personó en mi vida con potentes señales. Primero comí con Manuela, prima postiza y amiga: acababa de pasar unas jornadas gaditanas espectaculares, y se deshizo en elogios. He de ir, me prometí. Subí a casa y recibí la llamada de Téllez. Vaya, qué casualidad, precisamente he hablado de Cádiz… Poco después llegó Neus y anunció: «Este verano pasaré las vacaciones en Cádiz».
Señales.
Y además está Hugo, no sé si os he dicho que es hijo de Marcela Otero, la periodista opositora a Pinochet que fue mi amiga en Santiago durante sus últimos años de una vida sentenciada por el cáncer, pero henchida de energía y carácter. Marcela, que me paseaba por sus rincones predilectos de la capital chilena para que la visitara cuando ella ya no pudiera hacerlo. Hugo vive felizmente en Tarifa desde hace años, y siempre me decía que tenía que ir a verle. Decidí hacerlo. Me quedé una semana de vacaciones en Cádiz, después de recoger el premio, y pasé unas 24 horas muy bien aprovechadas en Tarifa, de la que me enamoré. «Claro que estos días no hay viento», me decían todos, advirtiéndome. Decidí regresar cuando no hubiera posibilidad de escapar, ni del levante ni de los otros. Ponerme a prueba. Creo que la he superado con honores.
Cuando paseo por Cádiz —vuelvo a la capital— me ataca también un melancólico mal. El hecho de saber que, posiblemente, soy una de las pocas personas que ha conocido antes la metrópoli que la colonia. No hablo de Sevilla ni de Madrid: hablo de Tiro. Tiro, que fundó Gadir hace más de tres mil años, Tiro, desde donde los fenicios se expandían por el Mediterráneo y creaban Cartago, Ibiza y lo que hoy es Cartagena, tierra de mi madre. Solo teniendo esto en cuenta —el conocimiento que saboreo como un secreto en este extremo meridional del continente— puedo explicarme el ansia de mar que siempre siento, y un interés cada día más relevante de ponerme de espaldas a Europa, de darle el culo a Europa y contemplar el Estrecho convertida, una vez más, en una nave que lleva mal la tierra más que firme, reseca, que también forma parte de mis años. Quisiera navegar entre naufragios, o nadar para limpiarme, como en mi sueño redundante.
Cádiz, Tarifa pueden constituir un buen refugio marino para los tiempos finales. Mientras queden barcos con cubierta de cristal para explorar los mares, sean reales o del inconsciente.
Y palmeras. Una vida no es nada si no se agitan a menudo en ella palmeras, como pensamientos.
La mía es la identidad del pez apátrida movido por las corrientes y contento de no pertenecer a ninguna.
En un día así, de huida de libro y de divagaciones mezcladas con boquerones fritos, me llega la noticia del fallecimiento de Manu Leguineche. Aunque tan esperada como temida, no puedo evitar sentir una gran congoja no solo porque le quería —aunque no alardearé de haberme hallado en la primera fila de sus afectos, fui una beneficiada más, entre los muchos que le agradecemos su generosidad—, sino porque la desaparición del maestro constituye un fin de época.
Tanta muerte a mi alrededor. Ventura Pons, el director de cine, me dijo hace poco: «A nuestra edad, la vida es un territorio minado. De vez en cuando estalla una mina, se lleva por delante a un amigo, a un conocido: un coetáneo. Y entonces pensamos: no he sido yo. Y esperamos a que nos toque». Te vas haciendo de un temple especial, o eso crees, hasta la próxima mina, que te derrumba moral y físicamente, y entiendes que es mejor hacerse a la idea de que aún queda mucho por llorar, en el mejor de los casos, y de que hay que pechar con ello.
Los panegíricos en torno al maestro que llegan hasta Tarifa me sitúan el vómito a ras de labios. Cuánta hipocresía, cuántos abajo firmantes han colaborado en la caída del buen reporterismo que Manu representaba, y cuántas ganas tienen de declararse sucesor, ergo portador de las mismas cualidades. Nanay. Leguineche es irrepetible, por un par de rasgos que ninguno de sus orates posee: sencillez, modestia. Trabajó mucho y estuvo lo mínimo bajo los focos. La mayor parte de su trabajo se la costeó él, no se hizo rico, no tuvo vanidad. Y fue libre. A ser libres también nos enseñó.
Fue uno de los espíritus benéficos que me echaron una mano en Madrid. Le escribía una columna semanal que su agencia distribuía por periódicos de toda España. No tenía yo, por entonces, experiencia como columnista. Me pedían una cosa y probaba. U otra. A ciegas, intentándolo. Era una profesional. Siempre lo he sido. Trabajar seriamente. Cumplir seriamente.
Si lo haces bien, tarde o temprano se sabe.
Y así es como transcurren los días, los años, la vida.
Intentándolo.
No todo son malas noticias. Ya en Barcelona, desorientada después de haber perdido la adolescencia que Ana guardaba consigo, quebrada por haber tenido que hablar en su funeral, pasan semanas, y ocurre.
Sucede aquello que pedí a todos los dioses. Aquello que provocó que algunas mañanas despertara llorando, por haberlo soñado y tenerme que enfrentar, enfurecida, a la realidad.
Han salido de su cautiverio antes de que yo termine este libro.
Ha sucedido.
Javier Espinosa y Ricard García Vilanova han recuperado la libertad.
«Felicidad pura», tuitea sobria y exactamente mi querida Mónica G. Prieto. Lágrimas a torrente, esta vez de alegría, de gozo. He puesto las fotos del regreso en mi salvapantallas. Cuando necesito ánimo, las miro. Siempre será así. Veré al niño Yeray —hecho adulto por las circunstancias— recibiendo a su padre con los brazos abiertos, corriendo hacia él para protegerle. Y a Mónica apretándolo contra ella, la melena enredada, su mano izquierda enfundada en una venda. Mónica, la guerrera de estos casi siete meses. La mujer que nunca se ha dado por vencida.
Recupero, de sopetón, la memoria del Beirut que compartí con ellos, y que había cubierto de cenizas para no sufrir más de la cuenta.
Otra vez estamos en el cine viendo pelis de animación, otra vez contemplo a Javier, protector, acompañando a su hijo al baño del restaurante tailandés porque el niño cree que ahí abajo se esconde un ogro malo. Otra vez circulo perezosamente por el centro comercial ABC de Sassine, con Mónica, curioseando por la franquicia de Chanel. Otra vez hay vida.
Otra vez, otra vez. Creo que son las palabras que más se repiten en este libro.
Hurra. Felicidad pura, sí. Cada cual a su manera.
Y el periodismo de Javier y Ricard, de nuevo en libertad, para luchar con las dificultades.
Quedan los otros, de tantas nacionalidades. Y queda Siria, su tragedia. Todos los días, todas las noches, todos los niños.
Hubo un día en el colegio de monjas alféreces, cuando los míos alcanzaron a pagarme dos cursos seguidos para que me domaran. Se representaba una obra de teatro, por fin de curso, y, pese a que me escondí, me cayó un papel. Breve, ni siquiera recuerdo lo que tenía que decir, ni en qué clase de obra. Tenía que vestirme de adulta.
Mi madre torció el gesto:
—Tú no eres como las demás. No tendrías que hacer esas cosas. No hay dinero, no tienes vestidos. Di que no puedes.
Lo intenté, pero las monjas me tenían atravesada e insistieron, con no disimulado regocijo.
Ensayamos, y yo lo hacía muy mal, pues aún no había descubierto mi faceta histriónica y nunca he sabido simular, ser actriz. Ni por esas me echaban las monjas del elenco. Cuanto más haga el ridículo, mejor, parecían pensar.
La representación. La vergüenza. Y la pena. En la platea, solo había un asiento vacío. El de mi madre. La señora Lola no vino porque lo suyo era vestir el negro de las viudas y el percal de las abandonadas. Lo suyo era llorar, amargarse, gritar, y aquella iba a ser una ocasión de alegría para pequeñas y grandes, incluso para las monjas. Prefirió quedarse con la tía Julia.
Creo que nada me ha definido tanto, para siempre, como aquel asiento vacío.
Por eso sé que, cuando termine la función, si es que tengo uso de algo parecido a la razón, buscaré a la persona que debió sentarse allí.
Y no me volverá a romper el alma que no me aplauda.
Sé que he cumplido.
F-I-N