IX

Diego Galán caminaba arriba y abajo por el estudio de su piso, en Madrid.

—¿Cómo pudiste escribir que estabas tranquila, y serena, y conforme? —refunfuñó, o más bien rugió.

Diego nunca se ha cortado a la hora de pegarme broncas. Es de esos amigos que te hacen bien con la brusquedad. Uno que juzga oportunamente. Que tiene criterio. Que si te debe cantar las cuarenta, lo hace. Siempre, de frente.

Nos encontrábamos en su casa, ya digo, y, aunque ninguno de los dos consigue recordar la fecha, estamos de acuerdo en que debió de ser antes de irme yo a Beirut. O quizá un poco más tarde, durante uno de mis viajes a Madrid desde la capital libanesa, cuando ya me sentía muy despegada de El País, prácticamente ajena. Decepcionada.

Habíamos empezado yendo a comer a un restaurante del barrio, posiblemente a nuestro predilecto, El Ventorrillo, que frecuentamos desde hace muchos años, desde que mi amigo abandonó su minúsculo apartamento de la calle Galileo para instalarse ante el Viaducto. Comer pollo al ajillo y beber buen vino en la explanada de las Vistillas, con esa hermosa vista de Madrid delante, constituía nuestro marco incomparable para una sesión de amistad. Subir luego a su piso y hacer cinematografismo era nuestro regalo posterior a la sobremesa. El templo hogareño de Diego lo es también del cine que le gusta, del cine que conoce, del cine que descubre. Estar allí es como hallarse en el interior de una filmoteca abierta a los amigos, a quienes siempre tiene una rareza por mostrar, una curiosidad por subrayar, una joya con la que deleitar. No puedo contar las tardes, prolongadas hasta la madrugada, que he pasado con Diego y con otros fanáticos irredentos del buen cine… y de las extravagancias. Con él, y con mi querido Pedro Olea, he disfrutado salvajemente de varias selecciones de las peores películas del cine español, tan malas que nos parecían buenas, hemos cantado coplas de Luis Mariano, nos hemos reído hasta rodar por los suelos.

Ambos no me dejarán mentir sobre la siguiente anécdota, que me permito narrar porque sus dos protagonistas masculinos están muertos y porque, en cierto modo, se lo prometí.

Corría el amorfo 1980 —por comparación con 1981, en que tuvimos intento de Golpe de Estado, atraco al Banco Central, la estafa criminal del aceite de colza— y, en Barcelona, aburridos como estábamos, recibimos una visita de cine. Nada menos que Dennis Hopper, que hacía doblete: le traía Bigas Luna para presumir, con razón, de que le había contratado para protagonizar su nueva película, Reborn, y asistía al estreno barcelonés de su estupendo filme Out of the Blue. Hopper era un tipo entre asequible y árido, que parecía ir siempre colocado, que bebía como doce esponjas y a quien todos le preguntábamos siempre por James Dean (trabajaron juntos en Gigante) y por la emblemática cinta de los 70, Easy Rider. Un mito viviente. Los del periodismo cinematográfico estábamos alborotados y alborozados con su visita a Barcelona, terminada la cual Bigas se lo llevaba a Madrid para repetir presentación. Yo me hallaba por entonces sin trabajo, y me uní a la peña en su viaje a la capital. Una vez allí nos instalamos en el Meliá.

No recuerdo bien cómo fue la cosa —íbamos de copas hasta arriba—, pero terminé compartiendo habitación con Hopper.

El tío se fue a cepillar los dientes. Cuando volvió, yo estaba en la cama. Se puso en jarras y me espetó:

—¿Qué clase de país de mierda es este en el que matan a los militares?

Se refería a que por aquellos días ETA estaba asesinando como si no quisiera dejarnos un mañana.

Sin embargo, tuve una reacción insolente:

—Pues anda que el tuyo. Si casi no os quedan indios.

Empezó a tirarme cosas y se me acercó vociferando, con el rostro deformado por la violencia, pero se lo pensó mejor y regresó al baño.

Aproveché para telefonear a Diego, pidiéndole socorro, pero el otro volvió y no me dio tiempo a decirle en dónde me encontraba.

Esta vez Hopper vino hacia mí y, sin previo aviso, me soltó una leche que me tiró al suelo. Primera y última vez que un hombre me pegaba en mi vida.

No perdí tiempo discutiendo. Con lo puesto —no mucho— recogí mis cosas, hui rauda de la habitación y me personé en recepción.

Mi respeto por los conserjes nocturnos nace ahí. El tipo que estaba al otro lado del mostrador no manifestó el menor desconcierto. Cara de póker: tal vez viera escenas así todos los días. Le pedí el número de habitación de Bigas Luna, me lo dio y me metí en el ascensor. Cuando llamé a su puerta, el realizador catalán ya había sido advertido y me esperaba con expresión desolada:

—Tenía que haberte avisado de que es un hombre muy violento. En el rodaje se presenta con pistola, y a la que te descuidas, dispara.

Pasé el resto de la noche dejando que Bigas me tranquilizara. Llamé a Diego —que había intentado, en vano, localizarme— para hacer lo propio, y quedamos para comer en un restaurante de la plaza de la Paja.

Se presentó con Pedro Olea. Yo llevaba media cara como un Ecce Homo, pero conforme les iba contando la peripecia empezamos a reírnos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Pedro resumió el asunto:

—Piensa en lo bien que quedará en tus memorias.

Brindamos por ello.

Y aquí lo tenéis.

Está esa parte de Diego: su ruda lealtad. Desde que me dio por irme a recorrer mundo, es decir, desde que fui logrando realizar el trabajo que me apasionaba, reporterismo en conflictos internacionales, nos fuimos viendo menos, y desde que viví en Beirut y, ya ahora, en Barcelona, lo mismo. Pero nuestros reencuentros son idénticos en calado y cariño, y en rituales. Vistillas, piso, cine, charleta, risas. Lo mismo nos ocurre por teléfono. No importa el tiempo transcurrido. Le llamo: «¿Te pillo ocupado?». «No sabes la ilusión que me hace escucharte». «¿Has visto tal película o tal otra? Cómo puede gustar tanto, la encuentro horrorosa». «A mí ya se me ha olvidado», dice él.

Y así vamos. Amigos desde que nos conocimos, ya no recuerdo cómo, ni me importa. En festivales —Cannes, Donostia—, en la noche madrileña, en el periodismo. Cuando empecé a colaborar en El País, él llevaba tiempo haciéndolo. Antes lo hizo en Triunfo, en donde fue autorizadísimo crítico de cine, junto a Fernando Lara. Su lectura era indispensable para los cinéfilos del tardofranquismo, aquellos jóvenes ahogados en proclamas patrióticas que nos ventilábamos en las salas de cine, que sabíamos pronunciar, en otros idiomas, palabras liberadoras como fórmulas mágicas: Free Cinema, Nouvelle Vague. También aprendimos a decir Nuevo Cine Español, tras haber balbuceado sin demasiada convicción —fue un fenómeno más estético que cinematográfico— las palabras Escuela de Barcelona.

En fin, dos locos del cine que coincidimos también en El País. Mi ilusionado comienzo como colaboradora pronto mostró su rostro menos amable. Me daban trabajo cuando querían, y había temporadas en que no querían darme nada. Me ganaba la vida en otras cosas —colaboraba con mis admirados valencianos de Cartelera Turia, con Roman Gubern en un programa del UHF, o sea, La 2 de hoy—, pero el hecho de no estar dando de mí lo que podía, ni siquiera en Cultura, me producía desánimo. Diego echaba una mano permitiendo que le acompañara cuando hacía las entrevistas que le encargaban a él. Allí sentada, a su lado, me sentía tratada como una igual, alguien a quien al menos un señor de su categoría tenía en cuenta.

Galán reúne dos cualidades que hacen de él un excepcional historiador del cine español. Por un lado, sus conocimientos vastísimos, que abarcan todos los niveles, de lo académico a lo anecdótico. Y por otro, lleva la imagen y el ritmo cinematográficos en la sangre. Es decir, que sus compilaciones, análisis, documentales y series son, a su vez, puro cine. En otro país, un premio que se otorgara a los grandes estudiosos del cine nacional llevaría el nombre de Diego Galán.

Me gusta Diego, quiero a Diego, admiro a Diego.

Por eso sus palabras de aquella tarde me calaron tan hondo.

La filípica, resumida, era: ¿Cómo podía haber concluido mi libro de memorias Mujer en guerra con un mensaje en el que me daba por satisfecha y me preparaba para un futuro felizmente rutinario? ¿Me había vuelto loca? O lo que era peor: ¿apática, resignada?

Espoleada por sus palabras, le di a su Mac —por entonces yo todavía pertenecía a Territorio PC— y empecé a buscar, con su ayuda, mis escritos de antaño.

El resultado fue demoledor. Había tanto y —objetivamente, no visto solo bajo mis ojos, sino también escrutado por los de Diego— tan buen material… Que el diario ya no me encargara más que necrológicas o comentarios sobre los resultados de los premios Goya o los Oscar, escritos desde casa después de haber contemplado, hasta llorar de aburrimiento, las ceremonias por la tele, no invalidaba lo mucho que yo había escrito. Lo mucho que aún podía hacer.

Ni mis defectuosas rodillas ni mi edad justificaban que me sintiera acomodada, y tampoco que me resignara.

Todo ello ocurría cuando yo ya tenía un pie en Beirut y, desde luego, más de la mitad del alma ocupada en la empresa de recuperarme, de salir de la indiferencia profesional en que me hallaba inmersa a causa de la deriva del diario y de —tenía razón Diego— mi propio conformismo.

No todo mi bagaje era malo.

Había algo buenísimo, un patrimonio que había acumulado a base de trabajar duro y de escribir tan bien como podía.

Lectores.

Tenía, tengo lectores. Bien saben los dioses que eso me ha dado fuerzas, me ha ayudado cuando se imponían los saltos mortales sin red. En el trapecio de este lado, mientras mentalmente me preparaba la palmas para agarrarme bien a las barras intermedias: en esos momentos tuve muy presente que allí enfrente se encontraba el asilo al que desde niña aspiré, ese refugio que solo el periodismo podía darme. Lectores.

No creáis que resultaba fácil, en el ambiente que reinaba en El País de los mejores tiempos, comprender que había gente que me leía por mí misma. El diario en sí constituía una especie de basílica del periodismo que, por el simple hecho de cruzar su umbral —por la puerta principal o por una de las secundarias—, garantizaba la aceptación y el éxito. «Soy de El País» era la frase milagrosa, el conjuro que eliminaba obstáculos y garantizaba tratamiento VIP. Se repitió con tanta prepotencia esa frase que sembró no poco odio en otras redacciones.

Mi ventaja siempre radicó en haber empezado antes y en haberme batido el cobre en muchos otros sitios. Así es cómo, a fuerza de haber sido de muchos, una se hace única. Y otros, por ser solo de uno, se hacen añicos.

Lo que sí me dio El País, aparte de ocasiones de conocer mundo y, aún más, de profundizar en la naturaleza humana —aunque para esto no necesitaba viajar: como mosaico de comportamientos, Miguel Yuste 40 bastaba—, fue seguridad en mí misma. Tanta como la que necesité para alejarme físicamente para poder ser a mi manera.

Nunca pude imaginar que, con el tiempo —me refiero a este tiempo último—, marcharse del diario de referencia iba a proporcionar más prestigio que permanecer en él.

En realidad, siempre estuve yéndome. A Cambio 16, a mis viajes, a mi exilio interior, a Barcelona, a Beirut, a las afueras.

Tenía mi madre la misma edad que yo ahora, y recuerdo que sonrió y me dijo: «Mira, nena. Se me ha caído un diente, pero no te preocupes por el gasto, que no me lo voy a arreglar. Total, a mi edad». No dije nada para rebatir su argumento, estaba de acuerdo con ella, con esa crueldad de quienes todavía no atisban la decadencia en su horizonte.

La señora Lola vivió quince años más sin el diente. Me pregunto cuánto más viviré yo, y en qué condiciones.

Estos avatares, que si fuera religiosa tendrían para mí la consideración de pecado, me enturbian cuando asoma la muerte de aquellos a quienes he querido. ¿Supe ser lo bastante amable, o me comporté con imperdonable egoísmo?

Visitando a Ana María Moix en la clínica —ya de regreso en Barcelona, con buena parte de este libro escrito, pero todavía mucha angustia en el ánimo, y páginas fundamentales por arar—, la vieja amiga sonrió y me dijo: «Todo el mundo quiere a los que tenemos cáncer. Vienen muchas personas a verme». Me sentí culpable, porque desde que me anunció su enfermedad, durante su lucha de tres años y pico, nos habíamos visto poco. Pero no, rectifico, no me sentí culpable, allí mismo y pensándolo bien me enfrenté con el reproche: «Eres muy inteligente —dije—, y sin duda distingues a quien viene de visiteo de quien corre hasta ti porque te ama». Me oprimió la mano y así estuvimos durante aquellas horas, aquellas tardes en que nos despedíamos sin decirlo, en que nos regalábamos los mutuos recuerdos y ella, sobre todo, daba el ejemplo de unas últimas semanas llevadas con ironía y entereza, y con tremenda curiosidad acerca del mundo, de la política, la literatura y las humanidades. Tomadas de la mano con una fuerza que me doblaba los dedos. No importa cuánta gente hubiera en la habitación. Su mano derecha, en mi izquierda. Como dimos los primeros pasos juveniles, en proa hacia los últimos.

Este libro, que tanto habla de pérdidas y de resurgimientos, permaneció atorado mientras Ana se iba. Se lo debía, desde luego. Mi adolescencia bebió mucho de sus enseñanzas, de las puertas literarias que me franqueaba. Si su hermano Terenci me abrió paso a su mundo glamouroso, sus fantasías y osadías periodísticas y literarias, Ana me presentaba la obra de novelistas que sin ella habría tardado mucho más en conocer, es decir, habría conocido en un tiempo mucho menos poroso, mucho menos sediento. Sin Carson MacCullers en su debido momento, cuando adolecía de certezas y no sabía venerar la incertidumbre, mi sensibilidad se habría sentido más sola. Sin Françoise Sagan derrapando siempre por delante, mi modernidad titubeante habría sido menos atrevida. Mary MacCarthy, Hannah Arendt, Rosa Chacel siguieron. Las mujeres de Ana, en ese panteón de la alta literatura al que ella misma pertenece, me mejoraron como lectora. ¿Qué más podía pedir?, pensaba mientras ella, con los tubos de respirar colocados en la frente, como unas gafas —como si se hubiera interrumpido en mitad de una conferencia, de un debate—, resucitaba las antiguas charlas que nos hacían mejores, las preguntas de nuestra curiosidad siempre insatisfecha.

Creativamente paralizada, pues —y gustosa de hallarme así: se lo debía a Ana por todo lo recibido—, regresaba a casa y me encerraba con mis miedos. Uno, no menor, era no poder terminar este libro, que la pena por las pérdidas dejara de ser mi aliada para convertirse en obstáculo.

Soy fan de la Revista Mongolia desde su primer número, y he hecho lo posible para difundirla, incluso desde mis artículos de El País, a pesar de la tirria que allí le profesaban dado que, en su sección de informaciones serias —esa en la que previamente se avisa: «Si te ríes a partir de aquí, es asunto tuyo»—, no cesaban de publicar dosieres sobre el comportamiento de Juan Luis Cebrián y los entresijos financieros del diario.

Edu Galán, Dario Adanti, Rapa Carballo y mi antiguo compañero de redacción Pere Rusiñol —el que me pasó para firmar la carta contra el infame editorial sobre el Che Guevara—, así como el resto de la peña, me recibieron al día siguiente de mi salida del diario: en su revista, como colaboradora. Propuse la idea de un consultorio. Al día siguiente, Gonzalo Boye —todo un personaje, abogado defensor del juez Elpidio Silva, entre otras aventuras— me telefoneó para concertar los términos muy seriamente.

Entraba en una nueva y fascinante etapa. Cobraría poco —como la mayoría de los españoles en esta época de crisis—, pero tendría más libertad que nunca.

Con el mismo criterio empecé a escribir para eldiario.es, meses más tarde y después de calibrarlo muy bien, pues me parece la opción más inteligente: un periódico digital progresista, abierto a la participación y la opinión de sus lectores, sean o no socios, aunque me gustaría que cada vez hubiera más de los últimos. Me parece una buena fórmula para conseguir información de confianza. Y sin rémoras del pasado, sin viejas glorias despechadas. Yo puedo ser vieja, pero no me siento gloriosa, y me gusta demasiado la alegría para cobijar más rencor del necesario. Le tengo, además, mucha admiración al sagaz periodista Ignacio Escolar, que dirige mi nuevo medio.