Reinventarse no siempre resulta placentero.
En el verano de 1985 llevaba demasiados volver a empezar sobre mis espaldas. Quizá, después de todo, había que rascar y rascar, llegar al principio, a los fundamentos, y ver qué fallaba en la entera construcción.
Hasta ahora os he hablado de mis renacimientos forzosos —camina o revienta— usando un tono optimista, vigorizante, puede que de autoayuda.
No me engaño, ni quiero engañaros.
Nunca es fácil.
A veces es peor.
En el verano de 1985 podía haberme disuelto. Escurrirme como un poso de café por el desaguadero.
Buscar las palabras para que este capítulo, que pretende narrar hechos cuya memoria todavía me lacera —un breve y útil zarpazo me recuerda que nada es tan sólido como puede parecernos—, se convierte en el aliciente principal. Escribir ayuda a comprender, me dijeron. ¿Qué hacer cuando ya has entendido? Seguir escribiendo. Poner orden. Volcarse. Vaciar el buche y, al hacerlo, seleccionar los elementos, catalogarlos. Extraerlos del caos de lo que fue, y también del desorden en que ahora duermen, en ese escondido almacén que he visitado ocasionalmente, deteniéndome tan poco rato como he podido, cuando una buena amiga me ha dicho: «Te has salvado a ti misma». En ese momento retrocedo, miro en el cuarto oscuro, me asombro —«Es verdad», contesto— y sigo con lo mío, viviendo.
Al mirarme al espejo esta mañana, al ver a la mujer de rasgos tan marcados como desvaídos en que me he convertido —la niña retrocede, la anciana avanza, reconozco a la una y desconfío de la otra—, al palparme la cara para distinguir lo que me diferencia de ayer, nada y todo, porque me siento inédita y expectante como el día anterior, como cuando entré en la adolescencia, cuando maduré, cuando envejecí —cada minuto sucede por primera vez—, es entonces, es ahora cuando capto el significado de un sueño que empezó a visitarme a mediados de la segunda mitad de la década de los 80. Era un tiempo en que ya levantaba cabeza.
El sueño se produce —y reproduce— rara y oportunamente, como un amigo que siempre se las arregla para reaparecer cuando lo necesitas. Se ha vuelto tan hondo, este sueño, que a veces pienso que se trata de un recuerdo, aunque sé que no es así. Pero me atrapa de forma real, física. Escribo sobre ello y siento muy fuerte en mi piel el contacto de las materias que me exfolian del peso que en otro tiempo me dobló hasta casi vencerme. Me salvan: agua, aire, sal, sustancias ligeras que atravieso, apretándome. Sintiéndome puro músculo de un tiempo, el mío, cuando emerjo del agua, del sueño, como si saliera de una piscina curativa.
El tiempo de uno: un espacio sin límites en el que se puede naufragar fácilmente. No importan los afectos que te aten, las metas que te reten, los cojines, muletas, las anclas que puedas acumular. Entonces el desafío de mantenerse en pie ante el vértigo lo supera todo, y el vacío se agranda, y la nada asoma. Si no te salvaran los sueños, los que aparecen por la noche y aquellos que esperas que se cumplan: unos y otros se retroalimentan. Los segundos me empujan. Los primeros, como este que quiero describiros, de algas luminosas y estrellas marinas y peces plateados, me limpian.
Seré breve en su narración. Sé por experiencia lo aburridos que a menudo resultan los relatos oníricos para los lectores.
Es un sueño en el que me lanzo al agua. No sé desde dónde, puede que desde mí misma. Soy una peña solitaria desde la que me arrojo al mar. Ese mar es el Mediterráneo, pero no de aquí, de este poniente que tiene una parte de su hermoso culo encastrado en una meseta, y un costado luterano que, a menudo, resulta más pusilánime que portuario, y unas caderas fértiles y anchas, repletas de dátiles y de criaturas que forcejean con cuchillas para llegar hasta nosotros. Pero el Mediterráneo de mi sueño, el que me rescata, es el de las islas griegas, maternal en el mejor sentido —que nutre y tranquiliza, pero no ata—, y esto lo sé porque cuando nado a grandes brazadas —yo que, para eso, en la vida real funciono como un perrillo—, lenta, placenteramente, bordeo esas islas de color lavanda y las voy contando, y aparecen sus nombres en la orilla, en mojones, como si las avistara desde un crucero que estuviera haciendo con mi cuerpo, como si yo fuera una embarcación o un animal marino —podéis reír: una ballena, diréis, aunque preferiría ser un delfín— que, lejos de perderse, se da un paseo por entre lo primigenio, se afirma en el líquido amniótico del que procede.
Hoy sé que el mar que, mientras duermo, me aclara y me salva es el equivalente positivo de mis lágrimas en aquel agosto de 1985. En Atenas.
Acababa de pasar unos días de extraordinaria belleza en una isla, Tinos, que, pese a hallarse cerca de la bulliciosa Mykonos, no conocía otro turismo que el de las beatas que acudían a visitar el santuario de la Panagia Evangelistria —Santísima Portadora de la Buena Nueva—, es decir, de la Virgen María, de quien afirman conservar un relicario. La Panagia había detenido a Tinos en el tiempo, sin discotecas, sin parejas en busca de placeres, con un solo hotel y una sola taberna, cuyo dueño abría cuando le cantaban las bolas, con playas de aguas nítidas y pececillos que no desconfiaban de los pies humanos. Los isleños eran como eran los isleños antes de sufrir avalanchas turísticas: hoscos, impredecibles, súbitamente tiernos.
Lo mejor de Tinos, lo que más nos complacía a Malén Aznárez y a mí, era la calma y vivir, sin agobios, placenteras rutinas cotidianas. Malén, presidenta de Reporteros Sin Fronteras en España cuando escribo esto y, por entonces, redactora de El País —yo estaba en mi período Cambio 16—, es una mujer a quien quiero y respeto mucho. Ocupábamos amplias habitaciones, de esas que son un regalo de la vida, en el destartalado, antiguo, limpio y modesto hotel, el hotel único, situado delante del puerto: no lo habría cambiado por el Ritz. Los dormitorios que daban al mar confluían en una terraza común, ancha y larga, con columnata, como un porche volandero, a la altura de un segundo piso. Los suelos hidráulicos, los techos altos, las maderas pintadas de añil y de azul celeste griego —el más puro—, el blanco de la cal… Gocé de aquella luz que atravesaba el balcón cada amanecer y que me despertaba como un entrechocar de platillos, ese momento de la orquesta en que el metal sacude los tímpanos y te dice: es la vida, tonta, anda y levántate, es la vida. Recuerdo que el 15 de agosto, mientras el feroz papa Woytila beatificaba en Zaire a una joven que había muerto «por defender su virginidad» —eufemismo que la Iglesia reserva a las católicas violadas y asesinadas a quienes decide, selectivamente y en provecho propio, subir a los altares—, nosotras contemplábamos, sentadas en el exterior del único bar del puerto, posiblemente con un rakki y un café, y unos buenos vasos de agua fresca a mano, la ascensión a la basílica de un serpenteante cortejo de beatas griegas que acudían a venerar a su propia virgen. Reptaban, arrodilladas y sudorosas, enmantilladas, isla arriba, algunas tan obesas que tenían que ser auxiliadas por sus hijos varones, que entre empujón y empujón se rascaban mundanamente los atributos. Era un desfile de devoción celulítica —he visto, en otras ocasiones, a esas monumentales madres griegas, opresivas, casi mitológicas, instaladas entre sus hijos de cualquier edad, sacudiéndoles displicentes sopapos, como si espantaran moscas— del que no podíamos apartar los ojos.
Fui feliz en Tinos. Guardamos fotos de aquellas jornadas.
Regresamos a la Grecia continental en barco. Nos acompañaron, a trechos, delfines que saltaban sobre la espuma con que nuestro navegar rizaba el mar. Cuando el cabo Sunión apareció por la izquierda, el sol caía sobre las piedras del templo de Poseidón, enrojeciéndolas como si nada le importara más que colorear sus columnas.
Sensación de plenitud. Fue, sin duda, aquella algarabía marina, aquella apoteosis de paisaje, de naturaleza vibrante, algo que se arrinconó en mi inconsciente, una fuerza del bien que se aprestó a enfrentarse a las turbias presencias que estaban por manifestarse. Allí debió de empezar a cuajarse mi sueño, ese que periódicamente me ayuda a seguir.
No lo supe, entonces. Me limité a almacenar.
Nada presagiaba lo que estaba por ocurrir. Me sentía ligera y feliz. Demasiado ligera, quizá.
Malén voló a Madrid. A mí me sobraban unos días de vacaciones y decidí disfrutar de Atenas. Busqué una pensión barata, en plaza Omonia, una zona por entonces tranquila, que ha terminado por ser el corazón de la pobreza ateniense en estos tiempos de recortes inhumanos determinados por la Troika.
Me sentía feliz ante la perspectiva de pasar unos días pateando la ciudad, como nunca más, en el futuro, dejaría de hacerlo. Caminé, visité el mercado central —otra víctima, hoy, del rescate financiero: la humanidad doliente yace postrada en lo que antes fue una algarabía de voces y de risas—, el Museo Nacional. Me extasié ante el cuerpo broncíneo del dios de las profundidades marinas, ante la grácil figura del Auriga, que parece avanzar sobre su montura atravesando el tiempo. Y sonreí ante la inquietante máscara atribuida a Agamenón, que a mí siempre me recuerda la cabeza orejuda del último primer ministro franquista, Carlos Arias Navarro, gracias a esa mueca de mezquindad sin edades que comparten y que el hecho de haber sido vaciada la máscara del primero en oro no dignifica.
Las noches atenienses también ofrecían alicientes, casi siempre al aire libre. Fue en una noche así, bajo las estrellas, en el Odeón de Herodes Ático, uno de los escenarios teatrales más hermosos del mundo, con el Partenón a mis espaldas, cuando sucedió. Los músicos iniciaron el Concierto número 21 para piano y orquesta, de Mozart, una música que había descubierto décadas atrás, varias reinvenciones atrás —y ya luchando—, como banda sonora de la película sueca Elvira Madigan, icono para hippies ilusos y muy aguda crítica del romanticismo. Rompí a llorar.
No era un llanto estrepitoso, sino un llanto callado e insumiso, irrefrenable. Lloraba como si me diluyera. Me estaba deshaciendo, en efecto. Sentía tanta desolación, tanto apartamiento, tanta enajenación, que parecía hacerme trizas contra la solidez del mundo, contra la pétrea fuerza, el inconmovible obstáculo de la rareza de los otros, de todo aquello que discurría manteniéndome al margen. Hasta la Acrópolis era mi enemiga.
Nunca me he sentido peor.
Sin saberlo, había tocado fondo, era el principio del fin esa etapa caótica de mis reinvenciones, a la que me he referido hace un par de capítulos. No estaba cansada de vivir, sino de luchar. De escalar cuestas que me parecían montañas.
Tocar fondo, he escrito: frase hecha a la que solemos acudir. No siempre significa asfixiarse. También quiere decir palpar la profundidad de uno mismo, empezar a contar los fantasmas que la habitan, las carencias que nos cercan, los errores que nos persiguen. Reconocerlos. Quiere decir enfrentarse a las trampas que nos hacemos para creernos bien instalados en nuestro agujero, o mejores de lo que somos.
Aquella noche tuve que abandonar el concierto a medias. Subí los escalones del Odeón, salí a las calles de una Atenas solitaria, que olía a gasolina barata y a asfalto de agosto, y al aroma dulzón de las adelfas, esos venenosos laureles negros con que, dicen, las esposas griegas de la Antigüedad cocinaban el mejunje que había de dejarlas felizmente viudas, y que se encuentran en todas partes, como una tentación al alcance de los desesperados, de los suicidas.
Caminé, y un perro perdido se me unió. No dejé de llorar. Ni cuando me despedí del animal, ni en la pensión, ni al día siguiente, ni en el vuelo a Madrid, ni en Madrid.
No dejé de llorar ni en el diván de la terapeuta que me recomendó mi amiga psiquiatra Carmen Mallo. En el diván lloré más que en ninguna otra parte.
Lloré hasta comprender el porqué de mis lágrimas.
Por entonces hacía más de un año que trabajaba en Cambio 16, en donde me había refugiado, huyendo de la situación que sufría en la sección de Cultura de El País. En el diario de entonces —quién lo pillara, sin embargo, sobre todo hoy, como lectora— existía una especie de castigo rutinario que se aplicaba a quienes destacaban demasiado, un darles en la cresta para que supieran quién mandaba. Faltaba mucho para que se inventara la palabra bullying, pero aquello lo era. Me tocó recibirlo a principios de 1984. Aguanté mientras pude y, cuando me harté, dije: puerta. No pensaba quedarme a traducir teletipos, y postergar mis ansias de ser reportera en conflictos, esperando que a un par de jefes arbitrarios —que lo eran ante la indiferencia y hasta el secreto regocijo de muchos— se les pasara por los cojones atender mi pretensión de que me pusieran a trabajar en aquello para lo que creía servir.
Fue una gran idea —demostrarme que se podía vivir fuera de El País habría de servirme décadas después, como se ha visto—, pero también sentí un desgarramiento muy grande. Había acercado mi rostro a la hoguera del éxito mediático que por entonces suponía El País henchido de soberbia, y había comprobado en mis propias narices lo peor: quemaba. Me podía reducir a cenizas. El descubrimiento me sobrecogió mucho más que cuando descubres que los Reyes Magos son los padres o que a los niños no los trae la cigüeña desde París. Entre nosotros había asesinos y, además, se les consentía. Aunque en aquel tiempo, ya lo he dicho, compensaba que pudiéramos hacer buen periodismo, pese a las maldades.
De modo que empecé de nuevo, hice nuevos amigos entre los compañeros de Cambio 16, me enfrenté a nuevas intrigas, descubrí a nuevos jefes nefastos… Lo pasé bien. Pepa Lucas y Carmen Rico-Godoy, que hoy descansan en paz, y que se fueron prematuramente, alegraron mis días y me dieron coraje. Ángel Carchenilla sigue ahí. Amigos.
Y también reportajes de los que me gustaban: el asesinato de Indira Gandhi, la mafia siciliana, entre otros.
Pero mi nueva situación se sustentaba —mal— en dos rechazos y dos conflictos, mis propias guerras, que acabaron por pasarme factura.
Había entrado en El País —sí, aquella Maruja que descendía por la calle Suances en 1981, al principio de este libro— porque había emigrado a Madrid, huyendo de una Barcelona, la de la Transición, en la que había visto derrumbarse los medios en los que yo trabajaba. También había visto a los periodistas —no todos, por fortuna— correr para apoderarse de los mejores puestos en los medios que entonces surgían, y cerrar el camino a gente como yo. Dice la gran fotógrafa —y amiga, de mi quinta— Colita, en uno de sus textos autobiográficos, que lo peor de ser mujer y dedicarnos a esta profesión en aquella época era que no se nos tomaba en serio. Enorme verdad. A mí, por haber trabajado en Fotogramas —una revista de cine: avanzada y rompedora— y escribir con ironía, los intensos del oficio me catalogaban como frívola, y me pedían frivolidades —la Transición propiciaba el desmadre: habíamos vivido informativamente reprimidos—, o prescindían de mi trabajo porque pensaban que solo podía dedicarme a las naderías.
El tiempo nos ha puesto a todos en nuestro lugar, pero tener que abandonar mi ciudad con lo puesto me causó una herida que el amor y la buena acogida que recibí en Madrid solo paliaron en parte.
El otro rechazo: haberme tenido que ir de El País, en legítima defensa, después de haber luchado por trabajar allí y de haber dado el callo durante dos años y medio. Eso me hacía daño.
Aquí también el tiempo nos ha colocado a cada uno en su sitio. A mí que, aunque maltrecha, sabía volar sola. Y a los que no se atrevieron, y aún no se atreven a hacerlo, y que ya no tienen alas.
En aquel agosto de 1985 también se me removían por dentro dos piedras negras de difícil encaje. Por un lado, me hallaba embarcada de nuevo en una frustrante no-relación sentimental, lo cual decía mucho de mi incapacidad para estabilizarme en ese terreno y de lo que podía esperar en el futuro, ese agotador tira y afloja de enamoramientos desbocados y los maximalistas melodramas que me dejaban exhausta.
Por otra parte, estaba mi madre. Siempre lo había estado, como un iceberg contra el que me podía estrellar inesperadamente.
En algún momento de mi primera etapa en El País —o puede que ya estuviera en Cambio 16: sufro lagunas de olvido que debo considerar deliberadas—, la señora Lola sufrió un ataque cerebral que la dejó casi paralítica, aunque con posibilidades de rehabilitación.
Volé a Barcelona. La madre que me había parido en algún rincón de aquel mismo Hospital Clínico, la madre cuyo olor a pan caliente podré recordar hasta el fin de mis días se encontraba, sin duda, en algún lugar de aquel cuerpo abatido, de aquel amasijo de fluidos, de la acidez de quirófano que emanaba de su piel. Mi madre, la mujer que me había adiestrado para ser como ella y que había logrado convertirme en su antítesis, me necesitaba. Compasión. Puede sustituir al amor, me dije, sintiendo piedad hasta el dolor.
Entonces dirigió hacia mí sus ojos opacos, que había mantenido fijos en el techo. Su mirada se animó al verme. Detecté en ella un brillo sarcástico, que no me costó identificar. Tú no eres guapa como yo, nena. Los hombres no te van a querer, nena. Eres una inútil, nena. Ni siquiera has sido capaz de retener a tu padre, nena.
La antigua señora Lola se dirigió a mí desde las grietas de su cerebro dañado.
—Por fin volveremos a estar juntas —dejó caer, sonriendo de lado, el único lado por el que podía sonreír.
El pensamiento de que podía apoderarse otra vez de mí, de que su estado físico me encadenaría justo ahora cuando empezaba a ser yo, el yo que deseaba ser para no ser ella, ese pensamiento me resultó insoportable.
¿Estaba atrapada? Mi futuro, mi vocación, mi vida aventurera ¿iban a irse a pique? ¿No había tenido bastante con la primera parte?
No me cabe duda de que arrastré el remordimiento y el sentido de culpa por esta reacción hasta mucho más tarde, hasta que rompí a hablar —con ella, con mi madre: la otra era una intermediaria— en el diván de la psicoanalista.
No habría podido superar aquella temporada en el infierno que fue la rehabilitación de la señora Lola sin la ayuda, el apoyo y el amor de mi hermana.
He narrado en otros lugares cómo reapareció —como lo haría mi sueño reparador, en años venideros— para, en cierto modo, hacerse cargo de mí como nunca antes le permitieron hacerlo. Carmen Torres, media hermana que, junto con Paquito —mi hermanastro—, había huido del hogar de las palizas paternas cuando el Paisano y Lola se casaron, había abandonado la caverna del Ogro. Desde entonces, la furia de las mujeres de mi familia los mantuvo apartados de mí. Ocasionalmente, Paquito había acompañado al Paisano en sus escaramuzas por el Barrio, cuando buscaba verme o cuando pretendía tirar de uno de mis brazos, y acabábamos todos en comisaría.
Yo no quería a Paquito ni a mi padre. Y mi hermana, de quien conservaba un vago recuerdo de caramelos —de joven trabajó en una fábrica de dulces—, por lo que a mí respecta, se hallaba en el limbo. Sin embargo, su reaparición me llenó de curiosidad. Se había acercado a Manuel Vázquez Montalbán, mi jefe en la revista Por Favor, durante una firma de libros, le había entregado un papelito con su número de teléfono y le había hecho jurar que me lo pasaría. Mi edad de entonces: 32. Ella tenía 50.
Mis primeros encuentros con Carmen estuvieron presididos por el recelo, en lo que a mí respecta, y por la emoción que ella sentía. Rezumaba afecto por mí, y yo batallé durante mucho tiempo para no corresponderle. No ames aquello que puedes perder. No ames aquello que perdiste y que reaparece súbitamente. Porque amar en profundidad crea vínculos más poderosos que los simples enamoramientos, despliega rutinas de afecto que pueden verse defraudadas, fabrica tejidos sensibles en los que la ausencia hincará sus colmillos.
Era una gran mujer, eso lo supe ver enseguida. Una luchadora, alguien que había trabajado mucho y que, con la ayuda de su marido, Robert —el amor de su vida, el primero y el único—, había sacado adelante a sus hijos. No contenta con ello, ayudaba a todo el mundo. En estos tiempos de crisis, mi hermana habría contribuido a aliviar las desgracias que hubiera tenido a su alrededor. Ya lo hacía entonces. Su bondad no conocía límites.
Eso lo comprendí a la primera, ya digo. Como no quería defraudarla, fingí que yo también me hallaba conmovida por los alaridos de la voz de la sangre. Le di lo que quería: el final feliz de un cuento dickensiano. Y esperé.
Se ganó mi amor a pulso, haciendo por mí cosas que nadie había hecho hasta entonces.
De repente, no estaba sola. Tenía a Carmen. Yo era su hermana, y ella era alguien que podría, que debería haber sido mi madre. Los 18 años de diferencia que me llevaba jugaban a favor de esa idea mía. Por fin, una protección ante los asuntos prácticos con los que había tenido que bregar sola. Alguien que me quería incondicionalmente, no importaba lo que hiciera. Alguien que se sentía orgullosa de mí, que solo al mirarme me comunicaba ese sentimiento.
Y así fue cómo mi reaparecida hermana, en un gesto increíble de justicia poética que el destino quiso reservarme, me ayudó a aligerar el peso que mi madre acababa de depositar sobre mis hombros. Carmen, que conocía muy bien la maldad de las mujeres de mi casa. Carmen, que no había dejado de quererme ni un solo día.
Siguió un período en que, gracias a amigos del departamento de Sanitat y a la presencia de mi hermana, mi madre recibió los mejores cuidados, y yo pude dedicarme a viajar y a trabajar, enterrada la culpa. Carmen, la mujer a quien Lola intentó hacer la vida imposible —algunos de los anónimos que ella y la tía Julia me obligaban a mandar por correo eran para su suegra, me enteré después—, sabía mejor que nadie cómo era su madrastra, y que me tenía que proteger de ella para que no me arrastrara al lodazal de mujeres víctimas y resentidas en donde había crecido.
Pienso mucho en mi hermana. No he dejado de hacerlo desde que murió, en el 91. Se encuentra en ese lugar al que acudo cuando se acumulan los obstáculos, el paraíso de mi memoria creado para los amigos que ya no están, y que cada año que pasa son más, y de los mejores. Mi hermana tenía que haber vivido 120 años. El mundo es un lugar peor desde que ella no está.
No he sido capaz de volver a su casa, a la pequeña sala repleta de abalorios, con su colección de búhos, sus paños bordados por ella, las paredes decoradas con acuarelas pintadas por su marido. Ni a la cocina en donde preparaba comida para todos —alardeando de magistrales economías—, especialmente por Navidad. No quiero recordar que ya no está, mientras sigue en mí. De vez en cuando la llevo a la ópera, que le gustaba tanto. Cierro los ojos, mientras la soprano se desgañita en un aria de amor, y creo que Carmen está conmigo, romántica como era, llorando a lágrima viva.
Releo lo que acabo de escribir. Error. Mi hermana no falleció en 1991. Esa fue mi madre. Carmen la siguió mucho más tarde, en julio de 2008, después de un maldito cáncer contra el que puso en marcha todas sus fuerzas.
Lapso freudiano, pues.
Mi sueño mediterráneo inaugural se produjo cuando derramé, por fin, las últimas lágrimas en aquel bendito diván. Cuando me puse en paz conmigo y acepté el hecho de que no quería a mi madre ni podría quererla jamás, porque el amor se había marchitado en mí a fuerza de desaires. Sin embargo, comprendí que podía fingirlo.
Cuando la señora Lola se sintió lo bastante bien como para volver a encadenarme a ella, obligándome a abandonar mi trabajo para recluirme en un empleo sedentario que me permitiera vivir con ella y cuidarla, tuve una sana reacción. Busqué la mejor residencia de ancianos posible, con equipo médico y en la parte alta de Barcelona, y dediqué tres cuartas partes de mi sueldo de entonces, que era bastante bueno, a que profesionales extraños cuidaran de mi madre. Contaba con una aliada: mi hermana, que nunca dejó de visitarla, de cubrirme mientras yo viajaba.
La iba a ver, a la desconocida en que se había convertido, una mujer que escondía en el dobladillo de su vestido el dinero de la pensión, y que se sentaba al sol a dar de comer a los pájaros. Cuando la iba a ver me contemplaba con sus ojillos maliciosos.
Disfrutaba de un gran predicamento entre las otras internas, así como entre las enfermeras. Cantaba para ellas y contaba chistes.
Una de las últimas navidades que pasamos juntas, en un restaurante, con esos ojillos me miró y me dijo:
—Tú, con los hombres, eres tan desgraciada como yo lo fui.
Reuní fuerzas para callar. Las saqué del lugar a donde ella misma me había conducido con su ejemplo: el lugar en donde crecemos y nos fortalecemos las mujeres que escogemos y decidimos.
Por entonces, yo ya me había curado en el diván, y mi sueño de mar azul e islas griegas acudía regularmente en mi ayuda.