VII

No hubo hombre alguno que superara en atracción duradera, ni en satisfacciones profundas, al periodismo. Ni hubo relación sentimental en mi vida —aunque sí se produjeron unas cuantas, esporádicas, fulgurantes y apasionadas— que hiciera sombra a la mía con Beirut. Menos restregarme contra sus paredes y gozarla hasta el orgasmo, lo hice todo con ella. Placeres refinados de los sentidos que únicamente a mí me pertenecen. Momentos, días, meses, años de intensa relación, a veces tranquila, a menudo trastornada, sobresaltada con demasiada frecuencia, pero, también, cuajada de silencios terribles, de desgarradoras ausencias, de acelerados galopes, sintiendo su espuela hincada en mis flancos para que nunca dudara de que Beirut montaba mi corazón. Nunca encontrarás a alguien como yo, parecía susurrarme al oído, jinete vigilante y atento.

La dejé por amor.

Ya no enfermo por ella, pero sigo siendo como uno de esos pesados amantes que van colocando su rollo sobre el ser querido a todo aquel que se presta.

La dejé por amor, para no perder la belleza del recuerdo. Por encima de todo, para que no fuera testigo de mi decrepitud. Si acaso lo que queda de sus calles, tal como las conocí, me tiene alguna vez en cuenta que sea como aquella mujer, ya mayor pero tan decidida, tan ilusionada, tan rejuvenecida por la aventura, que las recorría como si la urgencia de reencontrarlas me hubiera expulsado del lecho al amanecer, empujándome a sumergirse en la ciudad como si esta tampoco pudiera vivir sin mi presencia. Como si, al topar con mi mirada, ella también reencontrara lo mejor de sí misma.

Beirut, en donde fui feliz sin nadie más, sin nada más que ella, a pesar de los que se iban, e incluso de los que no llegaban, ni a la altura de la ciudad, ni a la mía. Ante cada nueva intrusión ella imponía su juicio, y separaba a los pacatos de los arriesgados, arrinconaba a los hipócritas y a quienes se limitaban a disfrutarla, o a sufrirla, en sus horas libres.

Mientras me preparaba para abandonarla físicamente para siempre, en la primavera de 2010, empecé a almacenar en un libro, Fácil de matar —el primero protagonizado por la detective Diana Dial, mi alter ego—, todo cuanto detestaba de la ciudad y sus habitantes. Era mi truco para poder empaquetar la decepción y alinearla en una estantería. De este modo podría atesorar a mi amada en la memoria, como quien guarda un perfume o un anillo que sabe pueden servirle de conjuro cuando los tiempos se vuelvan más áridos y las carnes más flácidas, cuando a la insumisión de los huesos se una la fatiga del espíritu.

No os impondré jamás que mi Beirut fue mejor que la de otros —en verdad pienso que lo fue, de lo contrario no disfrutaría tanto al hablar de ella—, pero sí que fue mía. Mía: sin estudios, sin academicismos, sin tesis, sin charlas doctas, sin pedanterías de arabista ni tópicos de visitante. Quien crea que mi visión peca de orientalista se equivoca, o no nos conoce. No nos ha visto juntas, en soledad, a cualquier hora. A la ciudad y a mí.

Sentada en la Corniche a medianoche, fumando un narguile en un chiringuito improvisado, mientras a mi lado pontificaba uno de esos especialistas más interesados en su futuro que en la levedad del instante, le dejaba desgranar lugares comunes mientras reflexionaba sobre la unicidad de la situación. El lugar, la noche, los aromas del mar y del tabaco dulce, una luna de escándalo, y el hecho cierto de que mañana no estaremos aquí, eso sí que es un tópico, pero que solo somos capaces de apreciar aquellos a quienes, más que nuestro lugar en el mundo, nos preocupan la reacción de la piel, las notas que el cerebro envía a nuestras terminales nerviosas, la importancia de apresar ese momento y convertirlo en parte de la sangre que bombeamos.

Eso es lo que queda.

Beirut, la ciudad en donde aprendí a escupir en la calle, zas, tremendo salivajo de rabia de mujer cada vez que un gesto o una mueca o una palabra necia de masculinidad malentendida, en realidad de impotencia, se cruzaba en mi camino de adulta independiente y libre. Zas, escupitajo al suelo, como hacen algunos de ellos, demasiados, siempre serán demasiados. Pero no por mala educación lo mío, como ocurre con ellos, que se creen los reyes del universo, con derecho a todo, sino por burla, y para su desconcierto. Tras el desahogo, me alejaba velozmente del lugar de los hechos, agitando mi rosario musulmán de plata, o de lapislázuli, o de jade, según el día, bailándome en los dedos ese entretenedor de manos que por tradición solo utilizan los hombres, distracción táctil que les evita, a ratos, llevarse la pala del remo al bolsillo del pantalón para palparse el miembro: otro pasatiempo callejero al que son muy dados. El agraviado se quedaba perplejo, contemplando a sus pares, de dónde demonios ha salido esta que no nos muestra el respeto debido, que no formula la sonrisa tonta de la inferior debida, el mirar al suelo debido, la adulación debida, esta mujer que escupe y que no camina con un hijo o un nieto que la vigile. Algún cómplice mío —estoy pensando en Osama, de la tienda de fotocopias de la calle Jeanne d’Arc— se reía con fuerza ante mi reacción, y se llevaba dos dedos a la frente, saludándome y reconociéndome como a una igual desde la puerta de su negocio. Acostumbrado a imprimir mis borradores, mis libros, y a hablar de política conmigo; a avisarme cuando las cosas iban a ponerse feas en el barrio. Osama, uno de los amigos cuya proximidad me faltó cuando tuve que mudarme a la zona cristiana, entre Gemayze y Ashrafieh, tocando a Sodeco, en esa ocasión que os he descrito, adelantándome al futuro en este recuento del pasado, en otro capítulo. Zona cristiana en la que tampoco me faltaron deseos ni ocasiones de escupir. Como mi amiga la escritora-actriz Darina el-Joundi solía decirme, y yo repito a menudo: a una mujer que vive sola los musulmanes la llaman puta. Los cristianos solo lo piensan.

No pocas personas, sobre todo mujeres, me han preguntado por qué viví en un país cuyas costumbres respecto a nosotras son —pero ¿de veras lo son?— tan distintas a las nuestras, a las conquistadas por nuestras luchas, esas que nos arrebatarían —ya lo hacen— del todo si pudieran. Os diré qué me atraía. Para empezar, que Beirut, y en general el Líbano, mantienen como pueden libertades que resultan impensables en otros países árabes. Además, estaban los amigos libaneses que se me acercaban para alejarse de la doblez femenina que sus tradiciones patriarcales han impuesto, no tan diferentes de las nuestras en los años 50 o principios de los 60, tradiciones de origen rural, de patas hundidas en el atraso y de cabezotas rociadas por la temible agua bendita de las religiones que controlan la vida civil. Esos chicos me buscaban por mi madurez, porque ante mí no tenían que enfrentarse al estúpido coqueteo a que parecen obligados ambos sexos, y también porque no era una mujer mayor desahuciada, destinada al hogar, como las suyas. Ni ejercía un retorcido poder matriarcal, ni les necesitaba más que como amigos. Era alguien a quien podían considerar igual y hasta superior —menos en privilegios, naturalmente: a eso no renuncia ni dios—, y que les permitía mostrarse, por unas horas, como lo que, de haber sido educados de otro modo, habrían podido ser.

Lo que nunca pude obtener de ellos fue naturalidad en el contacto físico —creo que lo he contado en algún otro sitio—, esa frescura con que amigos y amigas españoles nos toqueteamos, esos codazos de complicidad, ese agarrarnos del brazo para reforzar un argumento mientras sorteamos juntos el tráfico endiablado y tú —yo— levantas el dedo medio —otro gesto poco habitual allí— al conductor que se divierte frenando su Ferrari —los pijos eran los peores— a un centímetro de tus ancas.

Hubo más razones para vivir allí. Su variedad. Su diversidad. Esas diferencias espectaculares por lo próximas en el territorio, que son su condena y que, sin embargo, enriquecen profundamente el país. Si tan solo dejaran de odiarse. En ocasiones —acurrucada en mi cama, escuchando un tiroteo cercano, de los muchos que se produjeron en el otoño de 2006 y los dos años y pico siguientes—, conseguía conciliar el sueño fantaseando sobre lo que sería que una buena mañana el entero Líbano despertara sin que ninguno de sus habitantes recordara ni a su dios ni a sus amos, ni reconociera otra bandera que el mar y el cielo. Imposible, me decía al despertar yo misma y recibir las últimas noticias violentas por la mensajería telefónica a que estaba abonada.

Los sábados por la mañana, a la hora en que el tráfico aún respetaba las calles, me gustaba recorrer la ciudad con el taxista Michel al volante de su auto, vagando sin rumbo fijo, de un barrio a otro, de cristianos a drusos, de drusos a suníes, de suníes a chiíes, de chiíes a greco-ortodoxos; de un mercado a otro, de una iglesia a otra, de una mezquita a otra. Me detenía en un mercadillo al aire libre a probar aceites y comprar frutos secos. Elegía pescado en el mejor comercio del ramo, delante de un cementerio musulmán. Entraba con los tejanos arremangados y las sandalias chapoteando en el agua que rebosaba de las cajas cargadas de mercancía que llegaban desde la madrugada. Doradas, lubinas, meros, gambas, calamares, sardinas, merluzas. Todos los tonos de la plata y el coral, destellos irisados. Y los hombres, grandes, corpulentos, con delantales de hule por los que resbalaban vísceras y escamas como joyas, descalzos. Procuraba ir a primera hora para quedarme con las mejores piezas. Tenían una sección especial en donde una brigada de siete u ocho empleados limpiaban y cortaban y preparaban: a una velocidad fascinante. Michel me pedía dinero y les daba la propina. Quizá les habría ofendido que se la diera una mujer, o tal vez era Michel, que quería hacerse el machote. O las dos cosas.

Otra razón por la que estoy agradecida a Beirut: fue la puerta por la que entré en Oriente Medio. Incluso Egipto, que había visitado antes, lo tuve con mayor plenitud gracias a Adrián Rodríguez Junco, mi culto amigo del Instituto Cervantes de la beirutí calle Maarad, que mantenía una escéptica distancia respecto a Líbano, quizá para compensar su entrega sin reservas a El Cairo. Su cálida erudición desplegó ante mí, bajo un prisma distinto, las bellezas evidentes de la Madre del Mundo; y aquellas que, recónditas, se negaban al visitante apresurado.

El Cairo se convirtió en una vía de escape —cuando el abigarrado tráfico de Beirut me sabía a poco, podríais decir— a partir del otoño de 2008. Me regalé una estancia de mes y medio en un hotel barato, pero no ínfimo, más bien un buen hotel de la época europea venido a menos: el Cosmopolitan. Al letrero de la calle le faltaba lustre y el edificio —que podría figurar entre los más añejos de la madrileña Gran Vía o en la Via Laietana de Barcelona— ofrecía, en el conjunto del desconchado vecindario, repleto de galerías abandonadas y polvorientas, un toque de decente decadencia. Tapicerías de terciopelo granate y ajado, dorados rancios en los monumentales muebles, gigantescas lámparas de cristales. Allí disfruté de mi primer balcón cairota, que hay que distinguir de las terrazas pertenecientes a hoteles del circuito turístico, por apreciables que sean. Cierto, desde el antiguo Nile Hilton me regalé espléndidas vistas al río, y lo mismo ocurrió con el Sheraton y —mucho menos— con el Marriott, más esquinado, y cuya principal atracción era el enorme jardín con sus muchas historias de diplomáticos, de periodistas, de espías, de jeques y de putas.

Mis balcones cairotas predilectos están en ese antiguo y destartalado Downtown, primero en el Cosmopolitan y, más adelante, en el hotel Talismán.

Contengo el aliento al escribirlo: Talismán. Como si la palabra, el nombre de la cosa, poseyera las virtudes que la cosa reclama. Me entenderéis si os digo que he pasado la noche dando vueltas sin poderlo recordar. Previamente me lancé a Google, pero, al no tratarse de un establecimiento de primera fila, no pude encontrarlo. Era una sensación terrible: la única persona que lo conocía, de entre mis amigos, era Adrián, que ya falleció.

Piensa, Maruja, piensa. Había un hotel, propiedad del mismo hombre, en el barrio cristiano de Damasco, no lejos de la iglesia de San Ananías. Allá te condujo Adrián, durante uno de los muchos fines de semana que pasasteis en la capital siria.

Siria, Damasco, Aleppo, Homs, Hama, la mezquita Omeya, la estatua ecuestre de Saladino, la calle de las papelerías en Damasco, Siria, Aleppo, Homs, Hama, la mezquita chií de cúpula dorada, en un barrio damasceno de las afueras, muy pobre: en los alrededores, niños con churretones en la cara, y cabras. Turistas iraníes que acudían en peregrinación, la mezquita era la de Sayida Zeinab, que contiene la tumba de la hija de Alí y Fátima, nieta del Profeta. Te gustaba admirar los mosaicos, contemplar los destellos del sol en el oro, ver a los peregrinos sacarse los jerséis, lanzarlos al ornado sepulcro y recogerlos devotamente. Las mujeres besaban el quicio del portalón, se abrazaban a él. «Nosotros no somos así —te comentaron unos chicos sirios—. Esos son fanáticos iraníes». No tantos años después, poco más de media docena, en ese mismo lugar, luchadores chiíes libaneses, de Hizbulá, y brigadistas locales de la misma secta lucharon para defender la mezquita de los opositores suníes al régimen de El-Asad, en una encarnizada batalla religiosa, una de las muchas.

La guerra de Siria, que ha involucrado peligrosamente al Líbano, como todo lo que ocurre en la región, pero ahora con mayor virulencia, me sorprendió ya lejos de Oriente Medio, convertida en una espectadora del postescenario de la llamada Primavera Árabe. Cuando se recrudeció recordé que, con ocasión de los bombardeos norteamericanos de Bagdad, el corazón me subió a la garganta: lo mismo podía ocurrirle cualquier día a Damasco. No puede ser, me dije, y aparté la maligna idea. No osarán, unos u otros. Osaron. Todos. Por acción o por dejación. Por injerencia o por indiferencia. Porque cuanto peor estén Oriente Medio y Oriente Próximo, mejor para Occidente y sus aliados del Golfo.

Ahora no puedo rememorar Siria sin dolor, no puedo ver las imágenes de la destrucción, no soporto la desaparición de aquello que también amé, aunque de otra manera.

Y está el secuestro de mis colegas reporteros. Esa terrible mutilación de lo informativo, esa trágica revelación de que el periodista que cuenta la verdad constituye un enemigo a callar. No son solo los periodistas. Es la opinión pública la que queda, sin su trabajo, paralizada. Amordazada.

Todos mis colegas que habéis sido secuestrados, de todas las nacionalidades, regresad antes de que termine yo este libro. Devolvednos la palabra, la denuncia. La verdad.

Cómo no pensar en Javier Espinosa, que lleva varios meses en manos de sus captores.

He pensado mucho durante la noche en ese Talismán cuyo nombre aún no encontraba, y en lo que se nos arrebata, junto con las personas que se van, aunque mantengamos —yo la mantengo— la firme esperanza de recuperarles, como me ocurre en el caso de Javier. Su compañera —otra gran periodista— Mónica G. Prieto, que podía haber sido secuestrada en su lugar, pues igualmente realizaba frecuentes, valientes y necesarios reportajes sobre la guerra, siempre al lado de las víctimas, permanece en Beirut, luchando férreamente por su liberación y dándoles fuerzas a los hijos de ambos, mis pequeños, mis queridos Yeray y Nur. La guerra ha entrado en su infancia con la mayor crueldad posible, y yo ni siquiera me atrevo a telefonearles para no remover su dolor.

Pero estos meses sin Javier han enturbiado aquellas tardes de domingo en que, mientras Mónica se encontraba en Siria, reporteando, él y Yeray —Nurita no había nacido aún— me venían a buscar para ir al cine. Aficionado prematuro a las películas, el pequeño Espinosa solo pidió ir al baño en una ocasión durante la larga proyección de la Alicia en el País de las Maravillas, de Tim Burton. Salimos muy orgullosos de él. Y él, fascinado.

Durante mi última visita a Beirut —abril de 2013—, estando Javier en Yemen, ocupé la cama de Nur durante cuatro noches. Por la mañana, lo primero que hacía la niña era venir a comprobar si había dormido bien.

Piedras, calles, mis propios recuerdos… ¿Qué importancia tienen frente al sufrimiento de esas criaturas, de todas las criaturas que, cuatro años después, siguen en el corazón de la masacre?

Malditos sean Bashar el-Asad y quienes le sostienen. Si no hubiera respondido con sangre a las primeras manifestaciones de protesta del pueblo llano, si hubiera aceptado vaciar las cárceles, permitir partidos políticos y convocar elecciones, Siria seguiría en pie, y mi amigo, en casa.

Y los niños del vecindario de la mezquita de Sayida Zeinab estarían ahora jugando con las cabras.

Cuántas otras cosas me fueron arrancadas por la muerte de Adrián. Los momentos nuestros. Conversaciones y silencios, comentarios sobre las ilusiones y las decepciones, viejas sabidurías que él deslizaba:

—Yo, como el escarabajo pelotero de los faraones. Voy empujando mi propia bola de mierda y no me fijo en nada más.

No era cierto. Era un deseo tan solo, expresado casi abruptamente, de sufrir lo menos posible durante los años que le quedaran de vida, gozando de los placeres que todavía podía permitirse e intentando creer que la Primavera de los árabes iba a producir mejores frutos. El mundo le preocupaba, la deriva del pensamiento le preocupaba. Y creía en la amistad. Nos agarrábamos del brazo, trotábamos por El Cairo que él conocía. Fisgábamos en tiendas improbables, me enseñó a distinguir el tacto del buen algodón —aquel con el que se confeccionan sudarios—, me presentó a sus mejores amigos egipcios: pintores, escritores.

Se fue todo.

Esta negra carencia, monstruosamente escenificada durante la noche insomne, me ha conducido a otra, a la pérdida de Ana María Moix, que murió hace unos días en esa misma clínica en la que aborté cuando era joven. Ana, la amiga de quien he estado despidiéndome mientras trataba de seguir con este libro, Ana, que se lleva consigo mi adolescencia, engastada en su memoria con más precisión que en la mía: «¿Te acuerdas? Fuimos a despedir a Terenci a la estación, se iba a París, y llorábamos las dos. Me puso bajo tu protección, y tú me llevaste al cine», me contó, en una de las mejores tardes que pasamos en la clínica. Se había quitado los tubos de respirar de la nariz y se los había puesto en la cabeza, como unas gafas. Incorporada en la cama, parlanchina: hablamos del pasado, del presente, de la política. Luego cantamos viejos cuplés catalanes. Ana, único testigo que quedaba de aquellos años míos en que empezaba a bregar con la existencia.

Así pues, hoy, al despertar, agotada de tanto dar vueltas y de dormirme al alba, poco antes de esos otros pensamientos conscientes —Adrián ya no está, nunca podrás reposar tu mano en su brazo, Ana no está, solo tú recordarás quién fuiste, mientras puedas hacerlo—, ha aparecido el nombre: Talismán. Así se llamaba el hotel cercano a la iglesia de San Ananías, en Damasco, y así se llama también su hermano de El Cairo, en el que tuve también balcones que enlazaban con el de mi infancia, balcones desde los que he aprendido a contemplar la vida de los otros.

Talismán, talismán, Talismán, talismán. Como un cartel luminoso: hotel con encanto. Trillada clasificación que me ha servido para comprobar en Internet que todavía no me falla del todo la mente. En efecto, se le puede encontrar en ese apartado. Quizá ha sido el duende de Adrián quien ha depositado la palabra sobre mi almohada.

Ya he dicho que mi amigo no compartía mi complejo entusiasmo por Beirut ni por los libaneses. Callejeaba muy poco por la ciudad. Dedicaba el tiempo justo a hacer gestiones, y el resto lo pasaba en su piso, que era grande y se encontraba muy cerca de mi casa, en la calle Líbano. Vivía rodeado de objetos artísticos, de pinturas y libros. Nuestro vínculo se alimentaba de conversaciones telefónicas, almuerzos casi diarios con largas sobremesas y, ocasionalmente, alguna copa en un bar nocturno, o durante un atardecer, cerca del mar, si Jesús Santos o yo lográbamos arrebatarle de su pereza. Recuerdo una esplendorosa tarde que pasamos los tres en el Sporting, trago va, trago viene, malas noticias van, malas noticias vienen. Con serlo, el clima no era lo más sofocante de Beirut en aquel tiempo. Ya no recuerdo cuál era la especialidad violenta del momento. Da lo mismo.

De noche, nos asaltó un hambre canina.

—Tengo cocido en casa —anunció Jesús.

No lo dudamos ni por un instante. Posiblemente moriríamos, reflexionamos. Disciplinadamente nos sometimos al sacrificio. Mientras Santos preparaba los materiales, enviados desde España, y disponía la olla en el fuego, Adrián y yo nos miramos con picardía. «Yo no puedo tomar colesterol», sonrió él. «Yo tampoco», sonreí yo.

La patria del estómago, esa sí que tira.

Cuando Adrián se jubiló anticipadamente por su estado de salud —padecía mil y una enfermedades—, empezó a dividir su tiempo entre La Laguna, en Tenerife, en donde tenía su casa y la de su familia, y el apartamento de Giza que compartía con su mujer, Violeta. Es Violeta una egipcia copta, de piel tostada con el tono de las tierras del sur, de educación francesa, mujer de firme carácter que habla perfectamente español. Ambos solían instalarse en El Cairo cada mes de octubre para pasar allí el benévolo invierno. Me acostumbré a llegar anualmente pocas fechas antes y a quedar con Adrián para pasar jornadas enteras de correrías. Al anochecer se nos unía Violeta, que conservaba algunos encargos de trabajo propios de su profesión como guía para grupos cultos. Nos gustaba cenar en la terraza del Christos, frente a las pirámides, lejos de los fragores del show turístico nocturno, pero lo bastante cerca como para apreciar la iluminación. Bajo las estrellas, parecía que nada podía romper el sosiego de aquella amistad.

Adrián y yo seguimos los acontecimientos de Tahrir con esperanza y perplejidad, con entusiasmo, llamándonos por teléfono, escribiéndonos mensajes. Él desde La Laguna, y yo desde Barcelona. La caída de Mubarak nos llenó de confianza. Nos dijimos que ese octubre, cuando nos encontráramos, todo sería diferente en El Cairo.

La noche en que volví a encontrarme con Adrián le vi entrar con paso vacilante en los jardines del Marriott. Llevaba bastón, y parecía abrumado por algo más que el dolor físico. Me asusté, pero intenté no aparentarlo. Sonrió con esfuerzo, pidió una copa aguada y empezamos a hablar. Poco a poco fue surgiendo su desazón. Había encontrado su casa repleta de basura y escombros. Desde el portal y la escalera comunes hasta su propio piso. Los meses transcurridos desde la caída de Mubarak reflejaban para él, en ese simple detalle —el ilusionado regreso a su hogar egipcio, la desilusión de verlo hundido en la desidia del vecindario—, algo del fatalismo al que tarde o temprano deberíamos enfrentarnos quienes creímos en las revoluciones o primaveras árabes. Cuán largo y tortuoso el camino, parecía decirme Adrián aquella noche, sin palabras, con sus ojos apesadumbrados, inclinado sobre el bastón, más encorvado que nunca.

Superado el cansancio, mejoró, y yo olvidé mi impresión primera. Sin embargo, aquel fue nuestro último octubre. En mayo de 2012 me encontraba en Atenas, en casa de Jesús Santos, que trabajaba —bien lo digo: es un trabajador nato— de plenipotenciario en la Embajada. Había sido invitada para participar en una charla junto a Petros Markaris, y me hospedaba en su casa, una oportunidad estupenda para pasar tiempo con él y su esposa libanesa, Pascale, y conocer a su hija, la pequeña Clara. Al poco de llegar sonó el teléfono. Era Adrián. Quería decirme algo importante, pero le corté: «¿A que no sabes dónde estoy? ¡Con Jesús, en su casa de Atenas! ¡Espera que te lo paso…!». «Estoy mal, van a ingresarme. Esta vez…», intentó seguir. «¡Vamos, hombre! Si tú sales de todas… Espera, que te lo paso». Me negaba a admitir que Adrián me estaba avisando. Jesús charló un rato con él, tan animoso como yo. Cuando recuperé el teléfono le hice prometerme que nos veríamos en octubre. Como siempre. «Puedes con todo, Adrián».

No fue así. Y no supe admitir que aquella era una despedida.

Pese a sus pretensiones de hotel, el Talismán es una pensión. Bonita y coqueta, con muebles y cuadros orientalistas, y con pocas habitaciones, cada una pintada y decorada de un cálido color. Instalada en el quinto piso de un edificio clavado al Yacubian, que describió Alaa al-Asway en su famosa novela, se podía entrar por dos puertas, aunque generalmente una permanecía cegada. Solo si uno de los ascensores fallaba, extraía una de las Increíbles Mujeres Talismán la llave del otro y se la pasaba al conserje, como si le confiara un secreto. Las Mujeres Talismán: eran cuatro preciosas antiguallas coptas, coronadas por turbantes y moñetes que Coco Chanel habría incorporado, gustosa, a sus colecciones. Encantadoras, modernamente arcaicas —casi vintage—, orgullosas del hotel, me enseñaban sus rincones. Y me recomendaron que si tenía whisky o cualquier otro alcohol en la habitación, lo guardara en la caja fuerte: los mozos, todos musulmanes, podían ponerse en mi contra.

El vestíbulo era grande, destartalado, y hablaba de tiempos magníficos. Dotado con dos ascensores, ya lo he dicho, que parecían dos vetustas y empingorotadas damas de hierro, conservaba restos de esplendor, cada una de las dos escaleras exhibiendo, a la entrada, placas metálicas o marmóreas con nombres grabados: de médicos o notarios. Al fondo, uno veía, nada más dejar atrás la pesada puerta de hierro forjado de la entrada, una tienda interior que parecía un altar, con un letrero luminoso en el que se leía, en roja letra inglesa, una sola palabra: Singer. Todavía entonces las familias entraban con reverencia a adquirir una máquina de coser. No costaba mucho imaginar lo que había representado aquel comercio en el Downtown de los últimos años de esplendor y de engañosa modernidad, en la primera mitad del siglo XX. Cuando el ensueño terminó, como si se hubiera retirado una marea de sofisticación, impostada pero poderosa, la vida real surgió debajo de los oropeles y de los aparatosos edificios déco que, hoy arruinados, agrupan galerías con negocios diversos y mareas humanas que se buscan la vida como pueden.

Al atardecer, sobre todo, la calle Talaat el-Harb y sus aledaños hervían de actividad: cafetines con sillas y mesas de plástico de colores, el humo perfumado de las pipas, kilómetros de escaparates saturados de vestidos, zapatos, camisas, ropa interior, ropa infantil… Familias enteras o mujeres tomadas del brazo se abrían paso entre vendedores ambulantes, a la caza de una prenda necesaria. Los niños ofrecían calcetines con dibujos de personajes de Disney, y algunas mujeres cuidaban las paradas de libros de sus hijos, en donde uno podía encontrar diccionarios, coranes, El capital, y biografías de Nasser o del Che Guevara. Olía al aceite frito de los puestos de falafel, a sudor y a perfumes fuertes. En las callejuelas que conectan Talaat con Qsar el-Nil el tráfico se atoraba, y los bocinazos componían un alarido casi sinfónico.

Era magnífico.

Eso ocurría antes de Tahrir, de su revolución tantas veces traicionada, pese a las esperanzas que suscitó, o precisamente por ello. Regresé a El Cairo en un par de ocasiones.

La frustración de mis amigos cairotas se combinaba con ira mal reprimida.

Ya no quería mirar por sus balcones.

Vuelvo a Beirut, en estas páginas sueltas del paquete de mi camino, a mi historia de amor gozosa.

Cuando me establecí en la capital de Líbano, en septiembre de 2006, lo hice primero tímidamente, en el hotel Cavalier de Hamra, en donde me había hospedado durante todas las guerras, incluida aquella de Hizbulá e Israel que tuvo a todos los libaneses como rehenes, en el verano último. A escondidas busqué apartamento, y mi colega Mónica Leiva, una badalonesa experta en Palestina a quien había conocido allí —preciosa muchacha, por dentro y por fuera—, me ayudó a encontrarlo en el Edificio Daouk. Oculté el hecho, cuidadosamente, a mi gente del Cavalier, cuya cariñosa protección —importante riesgo que corren las mujeres en el mundo árabe: el paternalismo— empezaba a resultarme agobiante, por no hablar del peligro de contraer una espeluznante diabetes como siguieran enchufándome amablemente sus deliciosos y ultradulces pasteles. Las gentiles personas del Cavalier me convertirían, a poco que se lo permitiera, en un familiar más. Y a mí, ya lo he dicho, no me gustan los parientes, ni ese instante atroz, que detecto con infalible olfato, en que la hospitalidad se convierte en hospitalización forzosa. Se pasa de la exquisitez a la hipocresía con una facilidad feroz, y de esta a una sumisión a las costumbres que pone los vellos de punta.

No les dije que me quedaba en Beirut, sino que me iba. Me gusta ser otra, ya lo he dicho. Reinventarme es una necesidad. Desdoblarme constituye un placer que todavía hoy practico, pero que me salía mucho mejor en el Líbano, en donde podía redondearlo porque nadie sabía quién era. Podían tener un dato: la escritora española. Incluso enriquecerlo: la escritora española que siempre se queda cuando las cosas se ponen mal y todos querríamos ser ella para podernos ir. Fuera de eso, nada más. Con el tiempo, y en las épocas tranquilas, ocurrió algo sorprendente: eran los turistas españoles quienes se me acercaban, en este o aquel café, con un libro mío en la mano que usaban como guía. Halagador, desde luego.

He seguido mandando clientes al Cavalier, me parece un hotel estupendo, muy céntrico y recomendable, y con un personal amable y eficiente. Pero desde que salí de allí y mientras permanecí en Beirut no volví a pasar por su calle. Mejor dicho, lo hice alguna vez. En coche, tapada con un velo como una mujer del Golfo.

Esta soy yo. La que corta, la que se va, la que se reinventa o se desdobla. Tómame o déjame.

De entre las muchas Marujas que fui en Beirut —pero siempre la misma enamorada, la más entregada de las amantes—, le guardo especial consideración a aquella primera inquilina que se movió por la zona de Hamra más cercana a Manara y a la noria del Luna Park. En aquel apartamento de la séptima planta del Edificio Daouk, en cuya recepción se rascaban la entrepierna algunos vasallos suníes del palacio Hariri situado a mis espaldas, celebré unas cuantas juergas con mis amigos y colegas españoles y, sobre todo, escribí un par de libros curativos, La amante en guerra y Esperadme en el cielo. Parí la primera para ayudarme a entender mi relación con la ciudad, y la segunda por absoluta necesidad de explicarme un cuento que me ayudara a tolerar la pérdida de un par de imprescindibles seres queridos.

Ramón Lobo preparaba las mejores tortillas españolas, Mónica Leiva y Selim me traían ramajes de nardos que desplazaban su aroma más allá del balcón, Patricia Simón y Javier Bauluz incorporaban su belleza y buen humor, Tomás Alcoverro recibía complacido la pleitesía a que le hacía acreedor su decanato, y a Georgina Higueras le hice un arroz de verduras del que disfrutamos ambas, en zapatillas y a solas, después de haber pasado una tarde entre la sangre y los desechos de una bomba.

Ese apartamento Daouk. Mi vida cotidiana. Mis paseos diarios. Mis compras de utensilios de cocina, de adornos para animar la sosa decoración: me parecía imposible estar poniendo casa en mi ciudad amada. Aquella exaltación de novata feliz perdura en mí como un regalo para mientras me quede uso de la memoria.

La dejé por amor. Por eso permanece.

Recuerdo cada árbol derribado para llenar su hueco con cemento o acero, cada rincón de la naturaleza hurtado por la codicia para convertirlo en torre de apartamentos llamada inteligente, en nuevo almacén para una franquicia de modas o en comedero rápido. Recuerdo el agua de la lluvia, desperdiciada, anegando los insuficientes desagües, y la de los conductos rotos que nunca paraba de manar, formando un riachuelo que se deslizaba por la puerta de un hotel de lujo de mi barrio, mientras el valet aparcaba los cochazos de matrícula exquisita, cuanto menor el número, más exclusivo el ocupante, más reverencia del valet, más soberbia de la bien mantenida al saltar, encaramada en tacones de quince centímetros, sobre el agua viva que manaba hacia ninguna parte. Recuerdo el día en que desperté y quince metros de macizos de flores, las más hermosas, que me saludaban cada mañana desde la terraza situada frente a mi apartamento —ya en la zona cristiana—, habían desaparecido, engullidos por la voracidad inmobiliaria. Levanté la cabeza y, a mi izquierda, un balcón más arriba, el señor Marwan me dirigió un saludo de buen día acompañado por un gesto de desaliento. El señor Marwan regaba cada anochecer sus propias flores y sacaba a pasear a su cócker, Rex, un perro al que amaba más que a su esposa: le encantaba permanecer con él en la ciudad mientras ella, cuyo nombre no recuerdo, disfrutaba del verano en las montañas. Poco después de instalarme en el piso, que encontré gracias a Adrián, y por un alquiler razonable, dos vecinas que se habían instalado hacía poco decidieron dar una fiesta para que nos presentáramos. Más que una fiesta, aquello resultó una reunión parecida a Alcohólicos Anónimos, y no porque faltara vino ni comida —cada invitado aportó suculentos manjares y caldos, incluida yo—, sino porque nos tocó presentarnos por turnos, en inglés, francés o árabe, las tres lenguas que los beirutíes manejan simultáneamente. Dábamos nuestro nombre y, a continuación, resumíamos nuestra biografía. «Je m’appelle Maruja Torres et je suis…». Había funcionarios de Naciones Unidas, un directivo de medio pelo de hotel de lujo, alguien más a quien no recuerdo, Marwan y su esposa, y las anfitrionas, una francesa y una libanesa, que eran pareja. La primera trabajaba en la embajada de Francia; la segunda era cineasta, una pelirroja muy simpática que se parecía a Bernadette Laffont y que, un par de años más tarde, cuando su novia se mudó a un país del Golfo, tuvo que trasladarse a un barrio más barato porque ella sola no podía con el alquiler. Las eché a faltar, eran buenas vecinas, y tenían una criada que le hacía favores a mi querida Ginkie, cuyo trasunto, Joy, aparece en mi serie de crímenes con Diana Dial como protagonista. Con Ginkie, que ahora vive en Filipinas, me comunico regularmente por Facebook, y me cuenta que no consigue visado para Egipto, a donde su marido musulmán se fue, llevándose a la hija de ambos, cuando la falta de trabajo les expulsó de Beirut.

Para compensar la angustia que me produce su situación le he dado a Joy en mis novelas una vida nueva, independiente de su marido y dueña absoluta de su hija. No sé si Ginkie sabe que quizá nunca la vuelva a ver. Supongo que no puede ni imaginarlo. Sin embargo, creo que su hombre, desde la distancia, la quiere, a su manera. Es una mujer atractiva, animosa y muy trabajadora. Ojalá se reencuentren, me obligo a pensar, aunque preferiría que Ginkie empezara otra vez con alguien que la tratara como a una igual. Ginkie era la alegría de mi casa. Nos queríamos. No pocas veces llorábamos, la una consolada por la otra. Por algo que nos ocurría, por la situación. Por la ira. Cuando me contaba lo que había sufrido hasta llegar a mí: vejaciones, hambre, acoso sexual. Fuimos felices juntas, y cuando comprendí que su reloj biológico la había entregado a un buen hombre egipcio más bien corto de luces aunque muy trabajador, me dije que mi propósito de traérmela a Barcelona cuando regresara había tropezado con un escollo insalvable.

El embarazo de Ginkie fue una de las varias señales que recibí, en aquellos días, anunciándome los cambios que iban a preparar mi adiós a Beirut.

Pero antes, cuando la reunión de Vecinos y Extraños, me encontraba en pleno idilio con la ciudad, y muy excitada por sus aconteceres, ya que vivíamos en un período —uno más— de inestabilidad política y arrebatos sincopados de violencia. Recuerdo que en plena conversación sonó mi móvil. Pedí disculpas y atendí la llamada. Volví a mi sitio contándoles las novedades, que no eran buenas. «Oh, la la! C’est le Liban!», gorjearon las anfitrionas, y seguimos hablando de lo nuestro. La mujer de Marwan me contó con detalle, hasta mi sopor, que trabajaba como representante de una gran marca suiza de cosmética. Desperté súbitamente cuando se puso a hablar de Rex, el cócker, y de cómo había estado a punto de matarlo por sobrealimentación cuando era un cachorrillo. A fuerza de cebarlo como si fuera un bebé libanés le había dejado el hígado hecho polvo.

Esa noche empecé a querer al señor Marwan: sus ojos melancólicos, sus silencios, su amor por las plantas y por su perro. Y su secreto hartazgo de aquella mujer madura y estirada por el cirujano, a quien nunca sorprendí sin maquillar. Tampoco él, me temo.

Sé que la guerra de Siria ha llegado literalmente a las puertas de Beirut. Los refugiados piden caridad por la calle, y los sirios que trabajaban en la ciudad lloran por sus parientes muertos. Conocí a bastantes libaneses casados con sirias de los pueblos cercanos a la frontera, hoy divididos también por la guerra, a un lado y al otro.

Aunque no quiero saberlo, lo sé. Yo tampoco puedo ser un escarabajo pelotero.