VI

Mientras avanzo por este libro se producen accidentes de la vida, así como pensamientos tóxicos. Alguien a quien amo mucho pasa sus últimos días en una clínica, y la mitad de mi corazón, cuando no mi cuerpo entero, se encuentra a su lado.

También ocurre que pienso: déjalo, Maruja, te va a hacer daño. Y entonces me repliego y desaparezco, y únicamente utilizo el ordenador para escribir mi artículo semanal en eldiario.es y mi consultorio mensual en Revista Mongolia, mis actuales hogares de acogida, benditos sean, para cumplimentar la correspondencia electrónica imprescindible y para manejarme en las redes con ese otro yo sonriente, animoso, que siendo verdadero sin embargo me oculta. Y que, siendo verdadero y, sin embargo, ocultándome, tira finalmente de mí hasta encararme con el capítulo en torno al cual he estado merodeando.

El capítulo que empieza así:

Los años confusos. De principios de los 70 a mediados los 80. Dos reinvenciones que se mezclan y se trastocan, y de las que emerjo, por fin, con la brújula afinada. Bastante afinada.

¿Recuerdas cuando te empeñaste en tener un hijo? Contra toda razón e incluso contra todo deseo. Únicamente para que alguien te necesitara. Como hacen tantas.

Qué suerte tuviste, no hijo mío, de no nacer en semejantes condiciones. Nunca quise reproducirme, aunque entonces aún no lo sabía. Daba golpes a ciegas.

Ni siquiera te recuerdo, es decir, no recuerdo ni siquiera ese dolor íntimo que dicen que pasamos las abortantes o abortadas, ni ese hundimiento moral, ni noto tu vacío ni tu ausencia, nunca poseí el don o el instinto o la compulsión de la maternidad, aunque también sobre ti produje un poco de literatura, no hay predio sobre el que un escritor no se arroje como un ave rapaz sobre su presa, sin respetar nada. Lo hice únicamente para camuflar una pasión medio incestuosa, secreta, inane —aunque aparatosa: de aparato digestivo para adentro—, la última fantasía, vivida a la mitad de mis sesenta, con mi postrera hormona sentimental, inesperadamente amor de nuevo, por citar a Doris Lessing, amor igual que siempre, absurdo. Un divertimento brutal, genial, que me regalé a mí sola —y a una amiga psiquiatra, que se apresuró a suministrarme Paroxetina y Trankimazin, porque, además, se estaba muriendo mi hermana— como despedida apoteósica de los sentidos.

Ahora me quedo un rato con el que nunca estuve.

No te puse ni nombre, ni rostro, ni elucubré sobre si serías como yo o como tu padre, así que no me vengáis con vuestras monsergas de sacristía o de falsa respetabilidad vosotros, los llamados hombres buenos vestidos de oscuro, o con faldas planchadas por mujeres, que os metéis en nuestros ovarios. Las mujeres, a veces —me temo que demasiado a menudo—, buscamos soluciones en lo único que nos queda cuando la mala racha racha mala mala racha parece habernos cerrado cada una de las puertas, por delante y por detrás, y sobre todo esa puerta interior —vuelvo a Lessing— que dicen que resuena siempre dentro de ti, con un golpe seco, si te han abandonado por primera vez a los siete años. Sonaron todos los portazos antes de que me decidiera a preñarme con la contribución involuntaria del por entonces ser fantasiosamente querido, un hombre muy atractivo y, para mí, ideal —casado, ergo imposible— que, además, se lamentaba de que su mujer no podía darle hijos, y se envanecía de que el suyo era un matrimonio abierto.

Primero me apasioné como una becerra, creyendo que la felicidad era aquello, disponer de un amante disponible —demasiada redundancia, como descubriría—, con citas regulares por semana, pudiéndonos exhibir, lo que no ocurre fácilmente cuando te lías con ese género que tanto he frecuentado, el casado infiel. Normalmente los encuentros son clandestinos, lo cual resulta, en principio, un aliciente más hasta que te hartas de no ver la luz del sol.

Creía haber descubierto un mirlo blanco, la verdad. Bien parecido aunque no tanto como para temer perderlo demasiado pronto —no voy a dar nombres ni descripciones: soy una dama muy discreta, menos en lo que me atañe a mí—, inteligente, de la complexión que me gusta, maduro —parecía— y muy relacionado con el mundo de la cultura barcelonesa de finales de los setenta. De nuevo yo era la charnega bastante atractiva que deslumbraba al varón catalán pata negra con aspiraciones de Pigmalión. No tenía empacho en aparecer conmigo públicamente, ya lo he dicho. Su mujer —una gran señora, a la que respeto mucho, una gran profesional de lo suyo— tampoco se cortaba. No es que ambos alardearan de amantes, pero lo vivían con naturalidad.

Cuánta seducción puede encerrar una pareja abierta, en una época que, aparentemente, no pone límites, para alguien que ha carecido de progenitores estables. Me creí adoptada. Os pareceré retorcida, pero la vida lo es mucho más. La vida me hizo sufrir sabañones, de pequeña. Obviamente, algo mucho menos agradable que un matrimonio abierto.

Dentro de esta perversa estructura, lo peor vino cuando mi fantasía alcanzó su cima. ¿Por qué no darles un hijo? Eureka, lo criaríamos entre los tres. Por fin mi vida tendría una razón de ser, en una época en la que me fallaba lo que siempre ha sido más importante para mí: el trabajo. Fabricarles un hereu a aquellos exquisitos catalanes estériles y darme a mí, a la nena del Raval tan carente de todo, menos de iniciativa, una especie de revancha.

En menudo lío me estaba metiendo. Y sola, hay que decirlo, aunque se lo consulté a él, medio en serio, medio en broma. No se opuso, y tomé aquello por un sí. Supongo que se sintió halagado y, quizá, tentado. Jugaba a las muñecas, y me dejó jugar, participó incluso, divertido. La primera vanidad de los hombres vanos gira en torno al tamaño de su pito; la segunda es la potencia de su esperma. Este iba bien servido en ambos campos y creo que, en lo que respecta al segundo, le gustó comprobarlo, con lo que pasé a ser, brevemente, la charnega inseminada por su Pigmalión catalán.

Tocaban a su fin aquella década y aquella alegre vida de la Barcelona internacional y avanzada a su tiempo, aquellas Ramblas que hendían el futuro como un buque de corsarios, con Ocaña y miembros exiliados de los Black Panters en cubierta, y lo más moderno del personal local suelto por el andén central, atiborrando bares y clubs nocturnos, escuchando jazz y fumando marihuana, o experimentando con LSD. Naufragaba ya mi ciudad de fábulas y descubrimientos, pero allí estaba yo, intentando establecer lo imposible como norma. Tratando de adecuar el creativo —por poco tiempo: pronto llegaría Pujolandia— desorden externo a mi propio caos.

Salió mal, naturalmente. Afortunadamente.

Por entonces había transcurrido una década desde el fracaso de mi única relación posible —hasta el tedio—, la primera. Aún no me había repuesto del golpe de haber dejado de amar sin pretenderlo, de haber sido la primera en notarlo, y de haber intuido la fragilidad de los vínculos sentimentales —al menos, los amorosos— que iba a presidir el resto de mi existencia. Las piezas sueltas que constituyeron la fuente de mi educación sentimental —la escasez de cariño, el cine y la literatura como refugio— me entregaron dos herramientas de difícil manejo. Por un lado, el ansia de todo o nada. Por otro, la fría seguridad de que nada dura para siempre y todo termina muy pronto.

Intenta amar con esas premisas. Intenta ser Ana Ozores después de haber leído a Sartre. El producto resultante es hermoso y, forzosamente, deforme. Inadecuado, más bien. Irreal.

El amor inicial fue un intento serio de contravenir las reglas respetando el esquema principal. El primer hombre y yo, como pareja perteneciente a una generación que actuaba dentro de cambios sociales recientes e imparables —la nueva relación entre chicos y chicas, enterradas las liturgias simbolizadas por aquellas horrendas salas de baile de las que os hablé—, no dudamos en ningún momento que lo nuestro iba a funcionar, puesto que dábamos la espalda a tradiciones: éramos desobedientes, por consiguiente lo haríamos bien. Vivíamos juntos por libre elección, nos amábamos sin prejuicios y, por lo tanto, aquello iba a resultar sólido. Aquel era nuestro primer prejuicio. Confiar en que nuestra desobediencia innovadora sería premiada con la felicidad. Con la estabilidad: confundíamos ambas condiciones. Y lo único que se manifestó duradero fue el aburrimiento. Descubrir eso fue, para mí, demoledor.

Cuando empezamos teníamos los dos veinte años —él un poco menos— y éramos ingenuos. Inaugurales, más bien. Experimentales.

Ni él era para mí ni, mucho menos, yo era para él, pues lo mejor que había en mi interior afloraría mucho más tarde, precisamente cuando superara las ataduras emocionales —o al menos, aprendiera a distinguirlas y controlarlas lo justo, a ponerlas en su sitio— y el trabajo me ofreciera las oportunidades que, de forma inconsciente, busqué durante todo ese tiempo de caos. Ser una mujer con atributos, con poso y con la sabiduría —fruto de la experiencia— necesaria para no dar nunca el triple salto mortal sin haber trenzado antes una buena red de aterrizaje, eso llegaría cuando me convirtiera en una profesional del periodismo estabilizada y respetada, con un reportaje esperando el otro, con una columna aguardando la siguiente. Y con lectores. Los lectores fueron, fuisteis, el colchón sobre el que reboté, una y otra vez, hasta erguirme. La red sobre la que danzaría, aquello que me salvaría, de un amor a otro.

Mientras eso arribaba, mientras ni siquiera sabía que alguna vez llegaría, me perdí en historias de las que no me arrepiento —¿de qué serviría?—, pero con las que cuento a la hora de explicarme. Faltaría más.

Entre otras, esta que os estoy narrando, con aborto incluido.

Sí recuerdo muy bien la humillación.

Lo que parecía un idílico matrimonio abierto no era más que un doloroso ajuste de cuentas entre dos contendientes que utilizaban a sus respectivos amantes como ayuda externa para mantener iluminado, cada año, su árbol de Navidad. Y yo ni siquiera iba a ser el último colgante. Tras haberse emocionado con mi preñez, el contribuyente volvió sobre sus pasos y me dijo que hasta ese punto no podía llegar. Al mismo tiempo inició una relación con una tercera persona a la que también exhibió, lo cual me convirtió en otra amante también abierta. Fue una elocuente manera de poner las cosas en su sitio.

Pero la esposa tuvo la decencia de contármelo cuando, al poco de abortar —por medios naturales: el feto se autodestruyó, como si hubiera intuido que era el fruto de una relación falsificada—, el caballero llamó lloriqueando a mi portero automático, imbuido de arrepentimiento nocturno y deseando volver. ¿Volver? ¿A dónde? Nunca hubo tierra firme bajo nuestro encontronazo o malentendido sentimental, y eso hasta yo lo sabía. Fue entonces cuando, asqueada, la llamé a ella, nos citamos, y tuvo lugar una escena de esas tan folletinescas, tan de cine de Cifesa de los años 50 —De mujer a mujer, por ejemplo, Amparo Rivelles versus Ana Mariscal—, en que dos víctimas del varón, convertidas en rivales —la eterna trampa—, se encuentran. No lo hicimos para encararnos, a manera de las hembras raciales de aquel cine franquista, sino para sincerarnos y, en cierto modo, ayudarnos. Ella me pidió disculpas porque la idea de que yo no siguiera adelante con el embarazo había sido suya —y con razón: nos salvó a todos—, yo se las pedí por haber montado aquel embrollo. Ella me contó cosas sobre su relación y yo le conté cosas sobre la mía. Me prometió, y cumplió, que me quitaría a su marido de encima.

Cuando, hoy en día, coincidimos en alguna parte, ella y yo nos saludamos con respeto. A él no he vuelto a verle.

La humillación, decía.

A finales de los años 70, la España en trance de recuperación había aprobado un montón de leyes necesarias para que nos incorporáramos al mundo civilizado, pero en lo que respecta al aborto aún se regía por un Código Penal que lo trataba como delito. Solo durante un breve período estuvo despenalizado, en la Segunda República, a partir de 1937, ya camino del desastre de la Guerra Civil. El franquismo volvió a convertirlo en delito antes del fin de la contienda. Como no ignoráis, habría que esperar hasta 1985 a que se aprobara la ley de supuestos, y hasta 2010 a que esta fuera reemplazada por la ley de plazos.

Pero si alguna vez creímos que los derechos peleados, conquistados, arrancados con dientes y uñas eran irreversibles, aquí está el tiempo presente, el flotante presente, inmóvil como un ataúd, pesado como ese Valle de los Caídos podrido de líquenes y de agua sucia que parece indestructible. La caverna española ha vuelto al ataque, reforzada por la mayoría absoluta —de los votantes, no de la población— que le otorgaron las urnas. ¿Por qué tengo que aceptar que son demócratas unos gobernantes que cambian las leyes para someternos mejor, pasándose por el forro cualquier asomo de discusión o consenso? No, a lo más que llego es: son demócratas porque no tienen otro remedio. Usan la democracia para acortarla, estrecharla y disminuirla. Son el caballo de Troya de la democracia, lleno de lombrices.

De la regeneración de todos nosotros, sobre todo de las izquierdas, depende que nuestra democracia sea rescatada y reinterpretada, dejando de una vez por todas la Transición atrás.

Entre tanto, las mujeres reaccionamos. Claro que reaccionamos. Quizá la ira de las mujeres se hallaba desperdigada, pero la ley Gallardón, que vuelve a penalizarnos y nos pone al pie de los asnos del nacionalcatolicismo, ha servido para que unamos nuestras furias. Un rugido único tiene que ser nuestra respuesta. Una protesta descomunal que los persiga hasta la cama, hasta la tumba, a los gobernantes y a sus parlamentarios, a ellos y a sus mujeres de hierro oxidado y tafetán marchito.

Había pedido hora para ir a Londres —como en una ocasión anterior— para interrumpir voluntariamente mi embarazo tripartito, en condiciones de seguridad e higiene que aquí nadie me podía garantizar, pero ya os digo que el feto se autodestruyó. Cuando empecé a sangrar, de madrugada, horas antes de tomar el avión, llamé a mi ginecólogo. «Ve a la clínica. Yo llegaré tarde, pero no lo digas, que aprovecharían para apuntalarte el embarazo. A ver si conseguimos que no tengan más remedio que acceder al raspado».

Esperé durante horas. Al principio, de pie. Como me acompañaban dos amigos, y de mi DNI se deducía mi estado de soltería, la monja de recepción torció el gesto y casi me tuerce a mí. Yo no era «como Dios manda», y no merecía un asiento. Por fin me abandonaron en una habitación, en donde permanecí desangrándome, debilitada, en la cama. Solo la firmeza de una enfermera, que parecía estar hasta las narices de las tocas y sus ocupantes, me salvó. Me llevaron a quirófano y procedieron in extremis. Sucedió en una clínica privada, fundada y manejada por una congregación religiosa.

No me afectó el aborto, pero sí la aventura en general. Y la sensación de que la tierra firme, si es que alguna vez la había sentido, se desmoronaba bajo mis pies. El inseminador se dejó caer por la clínica para desearme que me repusiera pronto y aportar la mitad del gasto: parecía feliz, como si estuviera de excursión, muy distinto al hombre que le lloriquearía, días después, a mi portero automático. Las monjas cobraron por el asunto, ahora sí, con celeridad. Estaban muy alteradas porque pronto les tocaba votar —había elecciones, no me preguntéis de qué tipo— a su querido partido Alianza Popular (habían puesto pegatinas favorables en el cristal de la caja). Cómo odié aquella clínica.

Salí de allí con la sensación del tiempo, el rumbo perdido. No del hijo perdido. Me había equivocado. Y estaba en mi derecho de rectificar. Para eso sirve la interrupción del embarazo, entre otros fines. Para rectificar, para corregir, para no arruinarse la vida ni la del que vendrá.

Era un época perdida, aunque llena de enseñanzas, porque seguía fallando lo principal. Lo que ha sido siempre para mí lo principal. El trabajo. No solo por la libertad que procura el ganarse la vida. Sobre todo, porque mi trabajo consiste en comunicarme. Contar. Desde el periodismo.

Algo que no había conseguido plenamente.

Esa parte de mí que ahora se despide, esa persona amada, otro referente que se va, transcurre sus últimos días en la misma clínica en la que aborté. He pasado por este capítulo con tanta rapidez como he podido. Con todo, cuando lo releo, noto los pinchos y las púas.

Merecemos una historia más estimulante. La próxima.

Una gran historia de amor, la más profunda, la mejor llevada.